La irrupción de los marineros de Kiel, a principios de noviembre de 1918, fue la señal para un movimiento revolucionario incendiario en toda Alemania. Los obreros y los soldados insurrectos conquistaron ciudad tras ciudad, abrieron cárceles y liberaron a los prisioneros políticos, izaron la bandera roja en calles, fábricas y cuarteles y formaron los Consejos de Obreros y Soldados. El káiser fue barrido de la escena. La clase trabajadora demostró ser mucho más potente para acabar con el Imperio alemán que los obuses enemigos y, en cuestión de días, llevó a cabo las tareas de la llamada revolución democrática, proclamó la república y abrió el camino para la transformación socialista de Alemania.


Guerra y revolución


Las fuerzas motrices de los acontecimientos alemanes comparten un patrón común con la Revolución rusa: la devastación de la guerra imperialista, los miles de muertos y mutilados, sumados a las privaciones de la retaguardia. Este panorama se vio agravado por la colaboración parlamentaria de los dirigentes del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) con la monarquía y el gobierno. Aunque paralizada temporalmente por la propaganda chovinista y la posición socialpatriota del SPD, la clase obrera alemana aprendió mucho en la escuela de la guerra.


Igual que en las jornadas revolucionarias de febrero de 1917 en Rusia, los trabajadores alemanes, con su audacia y determinación, abrieron una situación de doble poder y comenzaron a disputar a la burguesía el derecho a dirigir la sociedad. Pero el poder encarnado por los Consejos de Obreros y Soldados no logró imponerse, a diferencia de lo que ocurrió en Rusia. Los factores que determinaron este desenlace son diversos, pero el más importante de todos fue la traición a la revolución de los dirigentes del principal partido obrero, el SPD.


Sabotaje desde el interior


Ebert, Scheidemann, Noske y otros jefes socialdemócratas que habían sostenido los créditos de guerra y la política del imperialismo alemán desde el 4 de agosto de 1914, sellaron una coalición con el Alto Mando del Ejército. Los socialpatriotas —tal y como confesaban en sus círculos íntimos— detestaban la revolución como al pecado y no vacilaron en coaligarse con los criminales que más tarde animarían la formación de las SA y las SS.


La burguesía había asimilado seriamente las lecciones de la revolución bolchevique y, sin dejarse intimidar por los acontecimientos, se concentró en evitar que lo ocurrido en Rusia se repitiera en Alemania. Para lograrlo utilizó dos caminos complementarios; por un lado, puso todos los medios para sabotear la revolución desde dentro, valiéndose del SPD y de la autoridad que todavía conservaba entre amplios sectores de las masas. El objetivo era claro: controlar los Consejos de Obreros y Soldados y someterlos en el tiempo más breve posible a la lega­lidad burguesa, valiéndose de las ilusiones democráticas de la población. Por otro, preparó meticulosamente una fuerza armada de absoluta confianza que pudiese ser lanzada contra los obreros revolucionarios y sus líderes.


Las fuerzas de la contrarrevolución —la dirección del SPD y los militares monárquicos—, apoyadas y financiadas generosamente por los grandes capitalistas, se enfrentaron a la resistencia feroz de los obreros de Berlín y de sus organizaciones combatientes. De entre ellas destacó, por derecho propio, la Liga Espartaquista (la tendencia marxista revolucionaria) dirigida por Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht y Leo Jogiches, que finalizando el mes de diciembre de 1918 se transformaría en el Partido Comunista de Alemania (KPD).


Enfrentados a un enemigo con medios muy considerables, la Liga Espartaquista trató de emular el ejemplo de los bolcheviques. Pero la heroicidad, el valor y el sacrificio de los trabajadores de Berlín no fueron suficientes. En el transcurso de aquellos acontecimientos, los espartaquistas no lograron crear un partido marxista de masas y muchos de sus cuadros estaban influidos por posiciones ultraizquierdistas. Desde ­noviembre, la Liga Espartaquista agrupó a una cantidad importante de soldados y jóvenes obreros entregados en cuerpo y alma a la causa, pero muchos de ellos sólo veían en la revolución el momento de la insurrección armada, sin entender todo el trabajo preparatorio necesario para ganar a la mayoría de la clase obrera mediante la agitación y la propaganda.


Las divergencias de criterio en las filas espartaquistas adquirieron mayor relieve precisamente durante el congreso de fundación del Partido Comunista, cuando Rosa Luxemburgo se quedó en minoría. Su defensa a favor de participar en las elecciones a la Asamblea Constituyente, convocadas para el 19 de enero de 1919, fracasó ante una mayoría de delegados que se pronunciaron por el boicot activo. Las palabras de Rosa Luxemburgo en su discurso de clausura fueron claras: “En la fuerza tempestuosa que nos empuja hacia adelante, creo que no debemos abandonar la calma y la reflexión. Por ejemplo, el caso de Rusia no puede ser citado aquí como un argumento contra la participación en las elecciones, pues allí, cuando la Asamblea Constituyente fue disuelta, nuestros camaradas rusos tenían ya un gobierno encabezado por Trotsky y Lenin. Nosotros, en cambio, estamos aún en los Ebert-Scheidemann. El proletariado ruso tenía detrás de sí una larga historia de luchas revolucionarias, mientras que nosotros nos encontramos en el comienzo de la revolución…”1.


Violencia contrarrevolucionaria


El frente único entre la burguesía, los militares y la socialdemocracia alemana no tuvo fácil la tarea. Enfrentados a una poderosa clase obrera, recurrieron a la violencia más extrema para aplastar a la vanguardia revolucionaria representada por la Liga Espartaquista, y asesinar a sus dirigentes más cualificados, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. Su muerte el 15 de enero, a manos de las bandas monárquicas y de extrema derecha agrupadas en los Freikorps y dirigidas por el socialdemócrata Gustav Noske, marcó la derrota del levantamiento obrero de Berlín en enero de 1919.


Después de lo ocurrido en la capital, los dirigentes socialpatriotas y los militares monárquicos desataron una guerra civil que se prolongó durante meses para liquidar definitivamente a los Consejos, masacrando a miles de comunistas y asesinando también al otro gran dirigente comunista, Leo Jogiches. Sobre estas bases, y no sobre una supuesta legalidad democrática, se levantó la república de Weimar que, al cabo de 14 años, entregaría el poder a Hitler.


Si la revolución socialista hubiese triunfado en Alemania, el destino de la humanidad podría haber sido muy diferente. La construcción del socialismo no habría tenido que vérselas en un país atrasado y aislado sino en una de las principales potencias industriales del continente y con el proletariado más fuerte y más organizado del mundo.


Las lecciones de la revolución alemana no son menores y deben ser estudiadas seriamente por todas y todos los que luchamos por la transformación socialista de la sociedad. Como dejó escrito ­Rosa en su último artículo: “¡El orden reina en Berlín! ¡Estúpidos lacayos! Vuestro ‘orden’ está levantado sobre arena. Mañana, la revolución se alzará de nuevo y, para terror vuestro, anunciará con todas sus trompetas: ¡Fui, soy y seré!”2.


1. Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht: La revolución alemana de 1918-1919, Fundación Federico Engels, p. 20.Rosa Luxemburgo, El orden reina en Berlín. Puede consultarse en el apéndice documental del libro Bajo la bandera de la rebelión.

2. Rosa Luxemburgo y la revolución alemana (Juan Ignacio Ramos, Fundación F. Engels, 2014).


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