yemenEl eslabón más débil de los reaccionarios regímenes en la Península Arábiga se está rompiendo. Desde finales de enero los ecos de la rebelión tunecina han inflamado las calles yemeníes con persistentes manifestaciones y acampadas de masas. Pese a la brutal represión del régimen de Alí Abdulah Saleh, pese al enfrentamiento militar entre éste y los jeques de la confederación tribal Hashed, y pese a las maniobras de la supuesta oposición, los jóvenes, los oprimidos, mantienen una y otra vez su presión con un primer objetivo: la dimisión de Saleh y elecciones libres. En estos momentos pende un gran interrogante: ¿avanzará la revolución, o se volverá a imponer la reacción?

Su posición geográfica en la Península, su valor geoestratégico (al situarse en la misma entrada del Mar Rojo), y su producción en petróleo y gas natural, no le impide a Yemen ser uno de los países más pobres del mundo. Los hidrocarburos suponen un 35% del PIB, constituyen el grueso de una industria muy débil en el resto de sectores. La mayoría de la población ha tenido que emigrar, el resto vive (malvive, en su mayor parte) de la agricultura (un tercio) y de la pesca. La estructura del Estado depende en gran medida de la financiación saudí y USA. El 40% de la población sufre los rigores de la pobreza, el 20% el paro. El futuro para los jóvenes (el 65% de la población tiene 25 años o menos) es negro.

La Universidad de Sanaa (la capital, en el Norte) ha sido el epicentro de la protesta. En los primeros días, Saleh intentó pararla anunciando concesiones: no se presentaría a la reelección (¡en setiembre de 2013!), retomaría el diálogo con la oposición parlamentaria, subiría los salarios, etc. Sin embargo, estos gestos estimularon la lucha, como hemos visto en tantas ocasiones.

Una característica de los jóvenes que acampaban en la plaza Tahrir de Sanaa, y tras su expulsión en el recinto universitario, así como en otras ciudades del país, fue su extrema desconfianza hacia los partidos oficiales. Desconfianza sobradamente justificada durante todo este período. Mientras las masas exigían una y otra vez la renuncia de Al Saleh, la Mesa Unida de Partidos se limitaba a exigir diálogo a un déspota cada día más acorralado. Fue después de tres semanas cuando llamó a participar en las manifestacioes. La Mesa es una coalición donde el partido dominante es Al Islah; se trata de la reacción islamista, que tiene base social en las zonas rurales del conservador Norte, y ha sido estimulado por la propia camarilla de Saleh. Los otros partidos (empezando por el Partido Socialista, antiguo partido único en el régimen estalinista de Yemen del Sur, y hoy en la Internacional Socialista) son comparsas.

Escalada sangrienta de represión

La inutilidad de las concesiones dio paso rápidamente a una escalada de represión que tuvo un punto culminante el 18 de marzo. Los manifestantes fueron atacados por francotiradores en la Universidad de Sanaa, muriendo 52 de ellos. La ira popular se extendió por todo el país, de igual forma quela extrema brutalidad del régimen. El 30 de mayo cincuenta protestantes fueron asesinados, al desalojar la policía el campamento de Taiz. Algunos murieron abrasados, dentro de sus tiendas incendiadas, otros fueron aplastados por los bulldozers. Saleh elegía una sangrienta huida hacia el abismo, intentando presentarse, ante sus patrocinadores imperialistas, como imprescindible para apagar las llamas que él mismo, en gran parte, ha creado y avivado. Sin embargo, esta salvaje represión ha multiplicado la masividad de la protesta, provocando incluso la deserción de una gran parte del Ejército.

Arabia y Estados Unidos tenían razones para estar preocupados. Un derrocamiento revolucionario en cualquier esquina de la Península tendría un efecto poderoso en el país clave, el reino saudí. La oligarquía petrolera y el imperialismo USA no lo pueden permitir, por eso los tanques saudíes han ocupado Bahrein y reprimido su revolución. Pero hay más: la colaboración inestimable de Saleh en su lucha contra Al Kaida. La aviación estadounidense ha estado interviniendo constantemente en el país, de forma no reconocida, con un resultado terrible en vidas humanas.  En diciembre de 2009 el asesinato de 62 civiles en Abyan y la consiguiente reacción popular llevó a USA a una tregua en el uso de cazabombarderos, tregua que ha roto en este proceso de revolución; el 3 de junio un nuevo bombardeo, en el Sur, mató a cuatro civiles. La política anterior de Obama hacia Saleh, que se mide en hechos y no en palabras, se resume con este dato: 300 millones de dólares anuales es el precio que le paga, supuestamente para la lucha antiterrorista (las filtraciones de Wikileaks dejan claro que también existe un objetivo político contra la oposición, asumido conscientemente por el imperialismo). Evidentemente, la posible influencia de los yihadistas en el país, donde tienen a su favor las condiciones geográficas y sociales, y desde donde podrían controlar la entrada del Mar Rojo, es un quebradero de cabeza para el imperialismo. Sin embargo, con la exageración de este problema se esconde un objetivo muy concreto: el control directo de la zona para evitar el triunfo de la revolución y la expropiación de la industria de hidrocarburos. El propio Saleh también exagera el peligro de Al Kaida, con el fin de no perder el favor de sus hasta ahora firmes mentores. Hay indicios de que la supuesta toma yihadista de la ciudad de Zinjibar, en uno de los momentos más extremos de represión, ha sido favorecida conscientemente por él.

Sin embargo, esas maniobras son en vano. La clase dominante y el imperialismo no pueden mantener el sistema de la misma forma, sin sacrificar a la antigua figura prominente y a (al menos) algunos de sus familiares y cómplices. Una y otra vez, el Consejo de Cooperación del Golfo (arma política de coordinación de las diferentes camarillas peninsulares, bajo la batuta de la familia real saudí), y los embajadores de Estados Unidos y los principales países europeos, han intentado conciliar a Saleh con otros sectores de la oligarquía, y con la oposición, en base a un acuerdo. Este acuerdo supondría la retirada del déspota, bajo garantía de impunidad para él y su familia; la continuidad institucional a través del vicepresidente de la República (Abd Rabo Mansur Habi); y la formación de un Gobierno de unidad nacional con la oposición.  Este acuerdo, al día de hoy, no ha sido aceptado por Saleh, y tiene grandes dificultades para concretarse: los allegados a éste presionan para no firmar y mantener sus grandes intereses económicos, mientras los manifestantes rechazan la impunidad y la continuidad de los altos cargos del régimen.

Los jeques tribales en escena

La situación de empate (Saleh está socialmente aislado, mientras el movimiento de masas no está dotado de un programa para la toma del poder, limitándose –al menos de momento- a resistir en la calle) no podía mantenerse indefinidamente. Surgió en escena Sadek al Ahmar, líder de la confederación tribal Hashed. Su padre, fundador del partido islamista Al Islah, fue el gran colaborador de Saleh, desde su llegada al poder en 1979 (como presidente de Yemen del Norte). Él mismo ha colaborado estrechamente, siendo un pilar fundamental del régimen. Su hermano Hamid, actual dirigente de Al Islah, formado en Estados Unidos y con buenas relaciones con Arabia, dirige el conglomerado empresarial Al Ahmar Group, que incluye Sabafon (la principal compañía de telefonía móvil) y el Islamic Bank of Saba. Y el general Mohsen al Ahmar, que ha desertado con una parte del Ejército, fue uno de los impulsores del reclutamiento de ‘afganos’ (brigadistas que lucharon contra los soviéticos en Afganistán) contra el Yemen del Sur ‘socialista’ en 1994, en una guerra que acabó con los restos de economía nacionalizada y devolvió las tierras a los latifundistas. Hoy es uno de los hombres más ricos del país. Pero la complicidad en el control del poder, por parte de los Al Ahmar y los Saleh, no excluye las tensiones por su reparto, y éstas explotaron a finales de mayo al calor de la revolución, concretándose en enfrentamientos armados en Sanaa entre las fuerzas gubernamentales, por un lado, y la milicia tribal de Al Ahmar y las tropas al mando del general Mohsen, por otro. La debilidad de Saleh se expresa en que la mayor parte de los ministerios y organismos oficiales de la capital fueron ocupados por aquella, en una sangrienta batalla que en solo dos días provocó 62 muertos. El propio palacio presidencial fue cercado y atacado por unidades blindadas de Mohsen, que hirieron al propio presidente.

Actualmente Saleh está en Arabia, reponiéndose de sus heridas. Un abandono del poder (teóricamente temporal, pero seguramente definitivo) que ha sido celebrado masivamente en Yemen, pero que deja muchos interrogantes. Los príncipes saudíes y los imperialistas intentarán por todos los medios estabilizar la situación, dejando el poder en manos de los reaccionarios dirigentes tribales, y quizás utilizando a la oposición socialdemócrata como cobertura ‘democrática’. Pretenden así acabar con las movilizaciones, al menos temporalmente. Sin embargo, les será complicado. No podrán contentar a la vez a las masas y a la familia Saleh, que exige la impunidad y seguir manteniendo una porción del poder.

Un Yemen socialista

Estabilizar Yemen está descartado. De hecho, ha fracasado como Estado. La identidad nacional es muy frágil, ya que realmente el país fue fragmentado por el imperialismo y separado durante siglo y medio, hasta hace sólo veinte años. En 1994, a los tres de su unificación, se produjo una guerra civil entre Norte y Sur, con la imposición del Norte y su programa de contrarrevolución capitalista. Desde entonces ha habido movimientos independentistas en el Sur. En general, esta zona es más industrial (su capital, Adén, es el centro económico del país), y socialmente más avanzada, en parte por la implantación de un régimen estalinista tras su independencia de Reino Unido. En las zonas rurales del Norte predominan las influencias tribales y el Islam más rigorista, tanto en su versión suní como en la chií (el 46% profesa esta rama). El frágil Estado yemení, basado en difíciles equilibrios entre tribus, clanes y zonas (en parte estimulado por el propio Saleh, para dominar mejor) conforma una clase dominante especialmente débil, amorfa y atrasada. A las influencias de Al Kaida en zonas rurales suníes hay que sumar la rebelión de los ‘houthis’, milicia de los chiíes zaidíes, que controlan en la práctica la zona donde son mayoría y han estado cerca de sitiar la capital; Saleh ha echado mano de la aviación saudí, en repetidas ocasiones, para atemperar la arremetida de este grupo.

La única posibilidad de un futuro digno para la población yemení es romper con las diferentes camarillas del poder, y con el imperialismo. Esto exige dotarse de un programa revolucionario, que incluya la nacionalización bajo control obrero de las principales industrias, la expropiación de los ingentes bienes acumulados por los detentadores del poder, acabar con el terrorismo imperialista, e instaurar una federación socialista del Yemen con máximas libertades democráticas (incluyendo los derechos de la mujer, la no discriminación de la minoría chií, la separación del Islam y el Estado, etc.). Para llevar a cabo este programa es imprescindible la organización del movimiento en asambleas y comités, en cada barrio, empresa, etc., así como una estrategia para la toma del poder.

Pero, si la revolución árabe sólo puede completarse, triunfando definitivamente no en uno o dos países sino en todo el mundo árabe, en el caso de la Península es mucho más evidente. La poderosa fuerza reaccionaria de la dinastía Al Saud no permitirá el desarrollo de la revolución en ningún rincón de la Península, por ello los oprimidos yemeníes han de llamar a la solidaridad, a la revolución, a sus hermanos bahreiníes, omaníes y, especialmente, saudíes. La clave para acabar con la reacción es ganar a los millones de trabajadores, inmigrantes y nativos, del reino saudí, con la bandera de una federación socialista en toda la zona.


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