Con la perspectiva del año 2014 se puede concluir que los verdaderos resultados de la intervención imperialista en Iraq son haber dejado un país asolado, dividido, empobrecido y al borde de la desaparición como nación.

La situación de inestabilidad que dejó en Iraq la invasión de 2003 tuvo el efecto, por un lado, de permitir la aparición de grupos islamistas en una zona en la que nunca habían tenido presencia, formándose un grupo vinculado a Al Qaeda por parte de veteranos muyahidines de Afganistán. Este grupo sería el embrión del actual Estado Islámico (EI), que acabaría a partir de 2013 desvinculándose por completo de su matriz. Por otra parte, las diferentes potencias regionales vieron su opción de ganar zonas de influencia en Iraq, exacerbando todavía más las diferencias étnicas y religiosas. Así, Irán, curiosamente uno de los mayores enemigos de EEUU, se convirtió en el gran beneficiario de la invasión norteamericana al pasar a ser un actor clave en el futuro de Iraq, dada su influencia sobre la población chií (en torno al 60%) del país. A su vez, Arabia Saudí, Qatar y las monarquías del Golfo Pérsico temerosos del nuevo papel dominante de los chiíes en Iraq y del fortalecimiento que eso iba a implicar para los intereses iraníes, no dudaron en apoyar a los movimientos de resistencia que surgieron en el lado suní, incluyendo a los movimientos islamistas más radicales y creando el caldo de cultivo donde estos pudieron aumentar su influencia y fortalecerse.

El primer resultado de toda esta situación fue la guerra civil entre las milicias chiíes y los grupos islamistas suníes que asoló Iraq entre 2006 y 2008. Guerra que, en cierta medida, pudo superarse porque gran parte de la población suní acabó enfrentándose a los propios islamistas, harta de la manera criminal y reaccionaria en la que estos actuaban y les trataban. El segundo resultado fue la llegada al poder en 2006 de Al Maliki, líder del partido chií Dawa, como una suerte de componenda y acuerdo político entre Irán y Estados Unidos. El final de la guerra civil en 2008 debiera de haber servido para avanzar en un programa de reconciliación nacional y de mejora de la situación del país. Lejos de esto Al Maliki, comportándose como un auténtico gángster, utilizó los resortes del aparato estatal y la corrupción para acrecentar su poder personal al tiempo que catalogaba de terrorismo cualquier forma de disidencia y promovía el aumento del sectarismo contra la población suní. Todo ello con pleno consentimiento de sus patrocinadores iraníes y norteamericanos, que se dedicaban a mirar hacia otro lado en la utópica idea de que quizás Al Maliki acabaría por poder controlar la situación y pacificar el país.

Lejos de esto, las cosas no han hecho sino empeorar. A principios de año y antes del ataque del Estado Islámico, el Banco Mundial señalaba que un 28% de los iraquíes vivían en la pobreza, cifra que podría subir hasta el 70% ante cualquier crisis que se produjese. El paro alcanza casi al 20% de la población en un mercado laboral que está sumamente precarizado y donde el 60% del trabajo fijo se concentra en el sector público. La reconstrucción de la economía sólo se ha circunscrito al sector del petróleo, que supone el 95% de los ingresos del país. Alí Shir miembro del Comité de Derechos Humanos del parlamento iraquí reconocía recientemente que: "la pobreza en Iraq es muy elevada y miles de familias se alimentan de la basura y viven en vertederos y barrios marginales".

La primavera árabe y el imperialismo

Como en gran parte del mundo árabe, el año 2011 tuvo en Iraq también su primavera, con grandes movilizaciones de masas demandando mejoras en las condiciones de vida. Estas protestas, mayoritariamente pacíficas, se reavivaron con más fuerza en diciembre de 2012, sobre todo en zonas suníes pero también en otras regiones. Los manifestantes pedían acabar con la corrupción y el desempleo, así como mejores salarios y servicios públicos. La respuesta del gobierno de Al Maliki fue considerar a los manifestantes terroristas, reprimirlos duramente utilizando el ejército y la policía, y detener y asesinar a una gran cantidad de ellos. No se dudó incluso en bombardear ciudades como Faluya. En muchas zonas suníes las fuerzas de seguridad y los militares empezaron a ser vistos como fuerzas de ocupación. Meses más tarde el Estado Islámico aprovecharía esta situación para empezar su ofensiva en Iraq.

La ausencia de una dirección obrera y socialista en las revoluciones árabes permitió al imperialismo norteamericano, a sus aliados occidentales y a las distintas burguesías árabes recuperarse del shock inicial. Los viejos aliados del imperialismo, sátrapas como Ben Alí, Mubarak, Gadafi o Al Assad, estaban totalmente desprestigiados así que tenían que buscar nuevos apoyos. Ahí encontraron su sitio los grupos islamistas, desde los Hermanos Musulmanes en Egipto, hasta grupos más radicales, que en otras circunstancias hubieran sido tachados de terroristas, como en Libia y Siria, donde al igual que en Iraq, antes de 2003 el integrismo islámico no existía. En el caso sirio, Arabia Saudí y Qatar colaboraron con esa política financiando a los diferentes grupos islamistas que, tras usurpar el levantamiento popular contra Al Assad en beneficio de sus objetivos reaccionarios, iniciaron una cruenta guerra contra éste para hacerse con el control del territorio sirio. Aunque saudíes y qataríes coinciden con los islamistas en tener una misma visión religiosa integrista y ultrarreaccionaria, sus verdaderos intereses van más allá de la religión y se centran en controlar tanto las reservas de gas y petróleo como (y más importante incluso) los territorios por donde estos deben ser transportados. A esto colaboró a su vez Turquía, otro de los aliados claves de EEUU, permitiendo a los yihadistas moverse libremente por su territorio. Toda esta situación propició al Estado Islámico el inicio de una ofensiva en Siria que les permitió ocupar parte del nordeste del país, asimilando a sus filas a otros grupos, y fortalecerse económicamente a través del contrabando de petróleo (nuevamente con el beneplácito turco).

El Estado Islámico invade Iraq y fuerza el colapso del ejército

A finales de 2013 el EI se reagrupa en el este de Siria y ante la recuperación del ejército de Al Assad busca aprovechar la situación de revuelta social que se vive en las zonas suníes de Iraq contra el gobierno de Al Maliki, para lanzar una ofensiva sobre esa zona. En pocas semanas ocupan gran parte del territorio y ponen en desbandada al ejército iraquí capturando gran parte de su armamento. Si el estado de un ejército está ligado al estado del país al que dice defender, en la situación de creciente descomposición en la que se encuentra Iraq sólo cabe tener un ejército en creciente descomposición. Todo esto ayudado por una población que inicialmente simpatizaba con un Estado Islámico al que incluso vieron como una liberación. Sólo así se entiende que 800 islamistas ocuparan Mosul, ciudad de 800.000 habitantes, defendida por 30.000 soldados. Desde entonces el EI ha implantado un régimen reaccionario de terror y de persecución de las minorías religiosas.

Al imperialismo no le preocupa el carácter reaccionario del EI sino el efecto desestabilizador en toda la zona de su avance en Iraq. Para responder a ello EEUU inició en verano una serie de “bombardeos humanitarios” sobre las posiciones del EI, y ante el fracaso del ejército iraquí busca sobre el terreno el apoyo de los kurdos.

La cuestión nacional y el estado kurdo

Los dirigentes kurdos de Iraq piensan que esta situación puede permitirles avanzar hacia la consecución final de un estado kurdo. ¿Sería esta la solución definitiva para el perseguido pueblo del Kurdistán? No. Ese estado nacería como un títere de Estados Unidos y de Turquía que lo utilizarían como punta de lanza para proteger sus intereses y a su vez también controlar las aspiraciones de los kurdos turcos y sirios, que seguirían sin ver reconocidos sus derechos nacionales. Bajo el capitalismo ese estado kurdo sólo servirá al enriquecimiento de su clase dirigente, pero no a mejorar las condiciones de vida del pueblo.

Es evidente que ni los bombardeos de EEUU ni el armamento de los peshmergas (guerrilleros kurdos) van a suponer ninguna solución al caos al que el imperialismo y los intereses capitalistas han llevado a Oriente Medio. Lejos de mejorar la situación sólo puede degradarse y tender a una mayor extensión de la violencia y la miseria. Las últimas décadas muestran como los intereses capitalistas sólo acrecientan cada vez más las divisiones religiosas y nacionales, es absurdo pretender resolver esos problemas dentro del propio capitalismo. Sólo un completo cambio, como el que se empezó a esbozar con la primavera árabe, y que avance en líneas socialistas podría a través de una federación socialista de los pueblos de Oriente Medio acabar con los enfrentamientos étnicos y religiosos y permitir un reparto justo de las enormes riquezas presentes en la región.  


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