La historia de aquellos años todavía sobrevive en la memoria colectiva como los mejores en las condiciones de vida de los trabajadores. Argentina era entonces la décima potencia industrial del mundo y la enorme demanda de carne y trigo de Europa después de la 2ª Guerra Mundial permitió a Perón otorgar concesiones muy importantes a los trabajadores. Entre 1946-49 los salarios reales de los obreros industriales aumentaron un 53%. La participación de los salarios en la renta nacional era del 49%. La previsión y asistencia social en 1951 beneficiaba casi al 70% del total de los asalariados. El aumento de la sindicalización es notable: de un 30% de los asalariados en 1948 la CGT llegó a nuclear a dos millones y medio de trabajadores de un total de cinco millones. La obtención del salario mínimo vital y móvil, de Convenio Colectivos, vacaciones pagas, jubilaciones, asignaciones familiares, licencia por enfermedad y maternidad, derechos políticos para la mujer y otras conquistas sociales, hacían que los trabajadores y los sectores mas empobrecidos vieran al gobierno peronista como un gobierno que se ocupaba de sus asuntos.

“Justicia social, independencia económica y soberanía política” fueron las banderas de las masas peronistas. La nacionalización del Banco Central y de los depósitos bancarios, el control del comercio exterior por Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio (IAPI), de la Unión Telefónica y de los ferrocarriles, le dieron a las “ansias” de independencia económica una base concreta pero limitada. Las nacionalizaciones eran ampliamente festejadas por la clase trabajadora.

A pesar del antiimperialismo yanqui que preconizaba Perón, entre 1949 y 1955 las inversiones norteamericanas pasaron del 14% al 42% del total. El tratado Roca-Runciman fue renovado bajo el nombre de “Pacto Andes”, una concesión desmesurada ante la debilidad del imperialismo británico.

Lejos de relajarse, la dependencia del mercado mundial de carnes y cereales se acentuó aun más. Los limites para la “independencia económica” estaban dentro del mercado mundial capitalista, poniéndose de manifiesto cuando la grasa acumulada por el sistema capitalista argentino empieza a menguar.

En la medida que la situación económica se volvía critica y el agotamiento del régimen se acentúa, las concesiones al imperialismo empezaron a verse claramente a partir de 1950, apoyando al imperialismo yanqui en la Guerra de Corea y en el derrocamiento de Arbenz.

La contradicción que corroerá al movimiento peronista, es similar al talón de Aquiles de todos los movimientos nacionalistas e interclasistas de masas. Tarde o temprano, la división en líneas de clase es inevitable, incluso dentro de los mismo términos “peronistas”: el “nacionalismo” en ultima instancia es una cuestión de pan, no es lo mismo para el obrero, que lucha por cambiar la situación material en que lo confina la sociedad burguesa y para el capitalista, cuyo patriotismo es la elevación de la tasa de ganancia y la explotación de los trabajadores

El Peronismo y los trabajadores

Le pese a quien le pese, aunque de manera distorsionada, el peronismo demostró que todo lo vivo y sano de la sociedad está en la clase sin la cual la sociedad capitalista perece de inanición: la clase trabajadora.

A diferencia de los regímenes bonapartistas del siglo XIX y del fascismo, la principal base social de apoyo era el proletariado organizado. Desde el Estado, Perón incentivó la formación de nuevos sindicatos con la intervención de los mismos. El objetivo era asegurar la “lealtad” del proletariado al régimen, a través de una poderosa burocracia que ahogara cualquier acción obrera independiente, regimentando la vida sindical, nombrando y destituyendo a dirigentes obreros. El Partido Laborista fue reconvertido en Partido Justicialista bajo el control personal de Perón y se expulsó, persiguió o encarceló a dirigentes obreros peronistas que reclamaban un cierto grado de autonomía (Reyes, Gay, etc). La entrada compulsiva de gremios y sindicatos a la CGT terminó en la estatización y burocratización de las organizaciones obreras.

Al contrario del fascismo, que surge con la descomposición de la sociedad capitalista, y su base social es la pequeña-burguesía “enloquecida” y elementos del lúmpen-proletariado, el peronismo no ataca y destruye a las organizaciones obreras, incentiva su desarrollo para convertirlas en un “apéndice” del Estado, y con ese proletariado organizado que el Estado controla directamente ejerce presión sobre las fracciones disidentes de la clase dominante, convirtiéndose en el verdadero amo de la situación.

Aunque la mayoría de los trabajadores apoyó al peronismo, la relación con la clase obrera no fue de asimilación y reciprocidad mutua -como lo señalaron la huelga bancaria en 1948; en 1949 la Federación Obrera Tucumana de la Industria Azucarera, la huelga ferroviaria de 1950-51. Perón afrontó estas huelgas combinando represión y concesiones, sacándose de encima a los obreros más luchadores.

En este periodo, hay que destacar la instauración de las Comisiones internas y Cuerpo de Delegados en las empresas como un avance en la organización proletaria, una conquista que no tuvo el “aval” del gobierno peronista porque el control de la burocracia distaba de ser el deseado.

Un gobierno bonapartista

El “empate” que el peronismo gobernante intenta establecer entre obreros y patrones, convirtiendo al Estado en el árbitro del partido por encima de las disputas entre las clases, se resuelve con la “elevación” del Estado sobre las clases sociales antagónicas; en suma, una forma de bonapartismo cuya función es amortizar los conflictos sociales, balanceándose en las clases fundamentales de la sociedad.

La buena coyuntura económica permitió esconder por un determinado tiempo las debilidades y contradicciones del “modelo peronista”. En la práctica, las nacionalizaciones bajo el gobierno de Perón y las medidas económicas que afectaron intereses burgueses, no cambiaron el dominio ni pusieron en peligro la propiedad de los capitalistas. No estaba en discusión su poder económico, sino su capacidad política para dirigir la sociedad.

Mantuvo con la burguesía una relación contradictoria, de oposición abierta en sus inicios, de apoyos y críticas hasta la ruptura en 1955. La clase dominante nunca estuvo cómoda con Perón, al que no podía controlar completamente, pero supo aprovechar sus servicios de “paz social” apuntando al desgaste del gobierno. La burguesía, a regañadientes, prefería perder algo antes de perderlo todo, y esperar que cambiara la situación para castigar a las masas.

El funcionamiento del régimen presuponía un control de hierro sobre la sociedad. Cada insinuación de oposición era severamente perseguida y castigada.

La propaganda pública a favor del régimen fue impresionante, sólo en 1954-1955 se editaron cerca de 21 millones de folletos, láminas y postales, volantes, afiches y estampillas con la efigie de Perón-Evita. A partir de 1951 para ser empleado público había que estar afiliado al Partido Justicialista.

El agotamiento del peronismo ya mostraba sus síntomas. A fines de 1951, la inflación en los precios alcanzó el 100% comparado con 1949, mientras los salarios aumentaron un 50%. La productividad por obrero en 1951 se encontraba en los mismos niveles que en 1937.

El gobierno peronista estaba entre dos fuegos: por un lado la presión de la burguesía “nacional” y el imperialismo para acabar con las conquistas obreras y recuperar el terreno perdido, y por otra parte, la necesidad de mantener el apoyo de las masas trabajadoras.

Si bien había jurado “cortarse las manos” antes de pactar con el imperialismo, en 1950 Perón pide un préstamo al imperialismo yanqui para cubrir obligaciones comerciales por 125 millones de dólares. Tres años mas tarde firma un nuevo empréstito por 60 millones de dólares. Las negociaciones con la Stándar Oil de California, firmándose un contrato provisorio con una concesión de 40 años, son una muestra de las contradicciones propias del peronismo.

El golpe de la “fusiladora”

La reacción pasó a la ofensiva, utilizando a la Iglesia como excusa. La clase dominante encontró la herramienta necesaria para empezar a debilitar al gobierno peronista, y encauzar el malestar de las masas de la pequeña burguesía.

Mientras la reacción ganaba las calles, el gobierno contenía a los trabajadores, tratando conciliar lo inconciliable. El 16 junio de 1955 la marina y la aviación bombardearon la Casa de Gobierno. Si bien el golpe fue derrotado por las vacilaciones de los golpistas y las divisiones en el ejército, los reaccionarios no se privaron de bombardear una concentración obrera en la Plaza de Mayo, dejando 350 muertos en las calles.

Perón habló maravillosamente bien de ese ejercito no bien derrotada la intentona, y recomendó a los trabajadores ir “de la casa al trabajo y del trabajo a casa”.

Con la movilización de los trabajadores, mientras el ejército todavía vacilaba, la reacción hubiera podido ser descabezada. Solamente la clase obrera podía realizar esta tarea, combinada con la expropiación de la patronal golpista e imperialista. Pero Perón siempre temió más a las masas movilizadas de forma independiente que a la reacción misma. La quema de Iglesias y el asalto a las armerías no fue otra cosa que la explosión de la bronca acumulada por los propios trabajadores peronistas.

En julio se llamó al diálogo y a la “unidad nacional”, lo que no hizo sino estimular a los golpistas en sus planes reaccionarios, que contaban con el visto de bueno de los empresarios, políticos burgueses y, lamentablemente, de los partidos estalinista y socialista. La CGT amenazó con armar milicias obreras para enfrentar la intentona golpista pero, obviamente, esto fueron solamente palabras ya que el pánico dentro de la dirección peronista por verse desbordada por las masas armadas era mayor que el pánico a la reacción.

Arribamos al 16 de septiembre de 1955 con una clase obrera desgastada y desmoralizada por los virajes de Perón y la confusión de la CGT. Al retroceso en el nivel de vida material, se sumaba la conspiración descarada de la reacción.

Cuando estalló el golpe, la confianza sobre la “lealtad” del ejercito fue escandalosa. En vez de movilizar a las masas, se impuso el toque de queda. Perón presentó su renuncia a una Junta de militares para “defender los intereses supremos de la nación”.

Se nos quiere presentar a Perón, en este último acto, como un gran estadista que renuncia para evitar una guerra fraticida en la sociedad argentina. Mentira. Con un llamamiento claro a la clase obrera, ésta hubiera respondido como un sólo hombre, pero lo haría con sus propios métodos de lucha, con la consiguiente ocupación de fabricas que sobrevendría y la exaltación de los ánimos revolucionarios. Esa experiencia, que pondría sobre el tapete quién tenía verdaderamente el poder en la sociedad argentina y la expropiación de la burguesía, era la que el propio Perón pretendía obturar.

La renuncia de Perón expresó los límites de clase del peronismo, y volcó la balanza a favor de la reacción.

El golpe de la “Libertadora” traería una violenta represión y persecución contra el movimiento obrero (de ahí el nombre de “fusiladora” acuñado por los trabajadores), que sería respondida por los trabajadores en los años siguientes con una heroica y admirable capacidad de resistencia y organización.

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