Construir una izquierda para la transformación social, volver al marxismo

Decenas de miles de activistas de la izquierda que participan activamente en el sindicalismo combativo, en los movimientos sociales, luchando contra los desahucios, defendiendo la sanidad y la educación pública, por los derechos LGTBI, o que se enfrentan a la represión policial y se colocan en primera línea por el derecho a decidir, contemplan con estupor el desplome del proyecto de Podemos.

El abandono de Pablo Iglesias la noche del 4 de mayo tras el triunfo de la derecha trumpista en las elecciones de la CAM, sin permitir ni aportar ninguna reflexión de calado sobre la crisis que sufre la formación morada, y la huida hacia delante de unos dirigentes complacidos con sus posiciones institucionales y gubernamentales, exige una valoración política seria.

Lo ocurrido con Podemos no se circunscribe al Estado español. Es un proceso mucho más general y con raíces profundas. Ha sucedido en Grecia, tras la capitulación de Syriza y las políticas de ajuste y recortes puestas en marcha por Tsipras que condujeron a la victoria de la derecha griega. Ocurrió en EEUU tras la decisión de Bernie Sanders de integrarse activamente en la administración de Joe Biden y actuar como su patrocinador “izquierdista”. Se repitió con el abandono de Jeremy Corbyn del liderazgo del laborismo británico tras su derrota electoral, y los ejemplos se multiplican en formaciones semejantes de Alemania, Portugal, Francia…

La nueva izquierda reformista, surgida al calor de la gran recesión de 2008 y del movimiento de masas que esta desencadenó en numerosos países, está sumida en un desbarajuste completo que presenta todos los elementos de una decadente descomposición. Solo aspira a mantenerse como una maquinaria electoral que permita a un aparato integrado y asimilado sobrevivirse a sí mismo.

La renuncia a una política anclada en el marxismo revolucionario, en la independencia de clase, en el internacionalismo, ha pasado una factura brutal a organizaciones que, después de despertar ilusiones y expectativas formidables, se han convertido en una copia emborronada de la socialdemocracia tradicional. Es la factura a pagar por el carácter pequeño burgués de su programa, de su dirección y de sus métodos antidemocráticos a la hora de construir sus estructuras.

El ciclo de movilizaciones de 2011-2015 y la irrupción de Podemos

La extraordinaria ola de movilizaciones que recorrió el Estado español entre 2011 y 2015 fue la respuesta de la clase trabajadora y de la juventud ante las brutales medidas de austeridad y recortes con las que la clase dominante intentó sacar al capitalismo de su profunda crisis, la más grave desde 1929.

Las consignas más representativas de aquel periodo, “Esta crisis no la pagamos”, “PSOE PP la misma mierda es”, “Lo llaman democracia y no lo es” y “Que no, que no nos representan” expresaban un rechazo radical al orden establecido. Los manifestantes del 15-M se oponían firmemente a las políticas impuestas por los gobiernos de PSOE y PP y, además, lanzaban una impugnación total al régimen del 78.


Este fue el contexto en el que surgió Podemos. Su ascenso fulgurante solo se explica porque ofreció un cauce efectivo al profundo deseo de cambio que latía en un amplio sector de la juventud y la clase trabajadora, y también en sectores de clases medias y profesionales a los que la crisis despojaba de expectativas de futuro.

La idea de “romper con la vieja política”, es decir, con la subordinación tácita del Gobierno y el Parlamento a los intereses de la clase dominante y, sobre todo, la propuesta de “asaltar los cielos”, de cambiar radicalmente la vida cotidiana de la inmensa mayoría, conectaron inmediatamente con el ambiente de rebelión generalizada, como muy pronto demostraron sus primeros resultados electorales.

Pero para que este rechazo al sistema capitalista y al régimen del 78 pudieran convertirse en un movimiento efectivo de transformación profunda de la sociedad, hacía falta algo más que un lenguaje radical y una ruptura formal con las convenciones al uso en la escena política. Hacía falta que el proyecto se articulase en torno a un programa político, que forzosamente tenía que ser revolucionario y anticapitalista porque las aspiraciones de la gran mayoría no tenían, ni tienen, cabida bajo este sistema.

En la primera asamblea de Vistalegre las bases de Podemos aprobaron una amplia plataforma política que, en su conjunto, suponía un enorme paso adelante respecto al programa de la socialdemocracia tradicional. Desde la nacionalización de la banca y el impago de la deuda, la defensa de la sanidad y la educación pública, la prohibición de los desahucios, el acceso a la vivienda pública metiendo en cintura a los especuladores, hasta la jornada de trabajo de 35 horas semanales y la jubilación a los 60 años, los primeros ejes programáticos de Podemos recogían demandas que respondían a las necesidades más sentidas de la mayoría trabajadora.

Pero las buenas intenciones no bastan. Como la experiencia histórica ha demostrado sobradamente, los capitalistas emplean todos los medios a su alcance, tanto su control de las palancas fundamentales de la economía como los recursos coercitivos de su aparato de Estado, para que esos buenos deseos no lleguen a ser realidad. Por eso, ante el reto de enfrentarnos frontalmente a la clase capitalista necesitamos una herramienta adecuada a la magnitud de la tarea.

El programa, los métodos y la estrategia del marxismo revolucionario, que sintetiza la experiencia de casi dos siglos de combate de la clase obrera por su emancipación, es esa herramienta. Quienes desde la izquierda deciden ignorar y despreciar las ideas del marxismo —que por supuesto no tienen nada que ver con el totalitarismo estalinista—, no solo desechan las lecciones valiosas de la lucha de clases pasada, son presa fácil de las presiones ideológicas y materiales de la clase dominante y, como los hechos han mostrado, acaban más temprano que tarde en el pantano de la colaboración con la burguesía y el régimen que venían a derrocar.

Pablo Iglesias y la flamante dirección de Podemos elegida en Vistalegre I (octubre de 2014), tuvo una oportunidad de oro para explicar la verdad: que las medidas aprobadas por la asamblea solo podrían implementarse con dos condiciones. La primera, que sólo la expropiación de la gran propiedad capitalista, empezando por el sistema financiero y los grandes monopolios, sentaría las bases materiales necesarias para hacer realidad las reivindicaciones expresadas en aquellos años de lucha, empezando por una democracia real basada en la justicia social.

Y la segunda, que confiar en las instituciones del Estado burgués para llevar adelante este programa sólo podría abocar a un rotundo fracaso. La fuerza real para materializarlo estaba en la movilización de la clase obrera y la juventud, en su capacidad de organización, en el reforzamiento de su nivel de conciencia disputando espacios claves de la lucha de clases, como los sindicatos, para enfrentar a una burocracia que ha actuado como garante del pacto social y los intereses patronales en las últimas décadas.

Pero los dirigentes de Podemos optaron por otro camino muy diferente. A medida que el horizonte electoral se plagaba de éxitos, los líderes de la formación morada, desde Iñigo Errejón a Pablo Iglesias, comenzaron a echar jarros de agua fría sobre las expectativas generadas. Primero, renunciando a las reivindicaciones de perfil más clasista y anticapitalista; después, retirando a Podemos de la movilización en la calle y ejerciendo un control burocrático de las estructuras que permitió progresar a una legión de arribistas y ventajistas. La conclusión de todo ello fue centrar a la organización exclusivamente en una acción puramente institucional.

De los éxitos electorales al abandono del programa

La irrupción de Podemos creó una gran incertidumbre en la clase dominante y sumió al PSOE en una crisis tremenda. No era para menos. Después de conquistar cinco diputados en las elecciones europeas de mayo de 2014, un año después las “candidaturas del cambio” obtuvieron una victoria rotunda en las elecciones municipales. Por primera vez desde la Transición las alcaldías de las principales ciudades, con Madrid y Barcelona a la cabeza, fueron ocupadas por candidatos ajenos a los partidos del sistema.

La experiencia “municipalista” de la formación morada supuso una frustración colosal. Bastaron unos pocos meses para que se evidenciara que los “ayuntamientos del cambio” renunciaban a llevar adelante cualquier medida de su programa electoral que chocase con los intereses de los grandes empresarios y especuladores. Pero la ilusión en asestar un golpe al régimen del 78 era tan fuerte, que Podemos volvió a registrar un rotundo éxito en las elecciones generales de junio de 2016.


Con apenas dos años y medio de vida, sus candidaturas reunieron más de cinco millones de votos, solo 375.000 menos que el PSOE. Era la confirmación de que las movilizaciones de los años anteriores habían producido cambios significativos en la conciencia de las masas y que había un amplio apoyo, no solo electoral, sino también en las calles, para una política que se propusiese transformar radicalmente la sociedad. Reflejando ese cambio, sectores muy amplios de votantes desencantados del PSOE optaron por apoyar a Podemos. La posibilidad de superar electoralmente a la socialdemocracia se veía al alcance de la mano.

A veces, no hay nada más peligroso que el éxito. A partir de junio de 2016, la perspectiva puramente institucional y parlamentaria dominó la estrategia de Podemos. La distancia cada vez mayor entre la letra de su discurso hacia afuera y su actuación en ayuntamientos y gobiernos autonómicos se solventó rebajando sustancialmente el programa. Pero ello no evitó el choque interno. En la segunda asamblea de Vistalegre, en febrero de 2017, la derrota de Errejón consolidó definitivamente el liderazgo de Iglesias.

Aquella fue también una victoria que reflejaba la aspiración de las bases a una política de izquierdas mucho más definida, pero con el transcurso del tiempo quedó claro que no ocurriría nada de eso. Pablo Iglesias siguió manejando el discurso en función de intereses cortoplacistas, y no supo elevar la mirada para tender un puente con las grandes movilizaciones sociales que estaban fraguándose.

El máximo exponente de esta deriva hacia la moderación y la asimilación fue la abierta renuncia de Podemos a apoyar la lucha del pueblo catalán por la república y el derecho a decidir. Las críticas al régimen del 78 y la vocación republicana, proclamadas a los cuatro vientos por los dirigentes de Podemos, se convirtieron en papel mojado en el momento en que una movilización popular desafiaba en las calles, de verdad y no solo de boquilla, al régimen de la Transición y era víctima de una brutal represión policial y judicial.

No fue su radicalidad, ni su perseverancia por librar una batalla a fondo contra el sistema, lo que llevó a Podemos a un declive electoral casi tan rápido como lo fue su ascenso. En las primeras elecciones generales de 2019, en el mes de abril, a pesar de presentarse en coalición con Izquierda Unida las candidaturas de Unidas Podemos perdieron casi 2.000.000 de votos, una pérdida que se amplió en 635.000 votos más en las segundas elecciones generales de ese año, celebradas en noviembre, en gran parte debida al estreno electoral del partido de Íñigo Errejón.

El sueño de sobrepasar electoralmente al PSOE se esfumó. Los 375.000 votos de ventaja del PSOE en 2016 se multiplicaron tres años después casi por 10, hasta los 3.600.000 votos Una vez más se cumplió la máxima de que, puestos en la disyuntiva de elegir entre dos opciones igualmente reformistas en el marco electoral que define la burguesía, la más conocida y consolidada es la que habitualmente se lleva el gato el agua.

¿Se puede asaltar los cielos desde el consejo de ministros?

Frente al revés electoral, Pablo Iglesias, Alberto Garzón y el resto de los dirigentes de Unidas Podemos abandonaron definitivamente el proyecto de crear una fuerza política realmente anticapitalista y aceptaron la completa subordinación a la estrategia de la socialdemocracia. La dirección de Podemos, fuerza política nacida de la ola de movilización antisistema iniciada en 2011, claudicó y se convirtió en el parachoques izquierdo del PSOE.

Los ejes programáticos que dieron identidad y credibilidad a Podemos han sido sacrificados en aras de su participación en el Gobierno de coalición. Desde Izquierda Revolucionaria nos opusimos a esta maniobra. Una cosa era apoyar críticamente la investidura de Sánchez para evitar que la reacción de derechas llegara a La Moncloa, e impulsar la movilización de masas para arrancarle medidas y reformas en beneficio de la mayoría trabajadora, y otra muy diferente gestionar directamente el programa burgués de la socialdemocracia. El ministerialismo de UP les obligaría inevitablemente a jugar un papel de tapón de las movilizaciones, porque esa es la función fundamental que Pedro Sánchez les asigna en la división del trabajo gubernamental.


Un año y medio después el saldo es claro. La contrarreforma laboral no ha sido derogada, la nueva contrarreforma de las pensiones profundiza en la senda abierta por el PP, la Ley Mordaza sigue en vigor, la subida del SMI prevista para este año se aplaza sin fecha, el precio de la luz golpea a los hogares obreros, los desahucios continúan a toda máquina, se arrasa la sanidad y la educación públicas, los fascistas están envalentonados y el aparato represivo del Estado desatado…

En este periodo el grueso de las medidas aprobadas por las carteras que UP dirige, o bien han servido fundamentalmente a los intereses de la CEOE (como es el caso de los sucesivos acuerdos promovidos desde el Ministerio de Trabajo), o han movido recursos completamente insuficientes, por no decir ridículos, para frenar la hecatombe social (como es el caso del IMV). En lo esencial, este Gobierno no se ha apartado una coma del guión que le han trazado los grandes poderes económicos y la UE.

¿Qué ha significado la retirada de Pablo Iglesias?

Durante los primeros meses de la coalición Iglesias usó todas sus fuerzas para explicar que su presencia en el Ejecutivo era imprescindible para “arrastrar al PSOE hacia la izquierda”. Pero sus reiteradas discrepancias públicas con las que intentaba desmarcarse de las posiciones más derechistas del gobierno ya daban cuenta de que este “objetivo” no se había cumplido.

En un intento de levantar la moral de las bases de Podemos y conectar con la izquierda militante, Pablo Iglesias optó por dimitir como vicepresidente y presentarse como candidato de UP a la Comunidad de Madrid. Pero lo hizo después de amparar toda la gestión de La Moncloa en periodo de pandemia, incluso de jactarse de ella y ponerla como ejemplo para lograr un “Gobierno decente” en Madrid. Por supuesto que su discurso antifascista ganó el voto de una capa amplia de activistas y desnudó el repugnante espectáculo de blanqueo político y mediático de la extrema derecha, pero no pudo compensar la completa ausencia de una oposición contundente por parte de UP y del PSOE a la gestión de Ayuso en estos años.

El resultado de las elecciones del 4M podría haber sido una ocasión excepcional para sacar conclusiones y rectificar el rumbo de Podemos, apelando a la militancia y recuperando el impulso de lucha que inspiró su nacimiento. Pero nada de esto ocurrió. Pablo Iglesias simplemente desapareció de la escena.

Lejos de lo que pretenden los incondicionales de la dirección de Podemos, la retirada de Iglesias no es una muestra de humildad ni se hace para abrirle a la formación morada nuevos caminos.

Abandonando el barco cuando hace aguas, sin formular una mínima valoración crítica de la participación del UP en el gobierno, Iglesias volvió a negar a los militantes de Podemos cualquier posibilidad de poder intervenir para corregir el declive del partido. Antes de irse sí se preocupó de designar a sus sucesoras al frente del partido y en el gobierno. Este método cesarista, que supuso colocar a Yolanda Díaz como cabeza de cartel de UP, es también significativo.


La orientación de Díaz ha sido transparente en muy poco tiempo: nada de fisuras, nada de críticas, unidad con el PSOE en todo. La estruendosa campaña de promoción de Yolanda Díaz emprendida por la prensa burguesa, que contrasta vivamente con el linchamiento mediático y las difamaciones que soportó Iglesias todos los días, tampoco es casual. Como hemos escrito en nuestra última declaración sobre la remodelación de Gobierno, Díaz se ha convertido en una garantía para Sánchez.

Volver al marxismo revolucionario

Con un Podemos asimilado, su futuro está en el alero. Yolanda Díaz lo dejó claro en unas declaraciones de hondo calado a El País afirmado que “estoy trabajando para concitar un espacio mucho más ancho y sin fronteras, sin vetos ni exclusiones”.

No es de extrañar que Pedro Sánchez aparezca tan confiado. Deposita todas sus esperanzas en que la llegada de los 140.000 millones de euros del Plan de Recuperación Europeo ayude a mitigar el malestar social y evite una explosión de furia popular. Y lógicamente ve las grandes ventajas de lo ocurrido. Podemos, creado por una masiva y sostenida movilización durante la mayor crisis del capitalismo en décadas, ha acabado siendo una herramienta para la paz social en manos de un partido, el PSOE, cuyo aparato se presenta hoy como el mejor garante de los intereses del gran capital.

El título de esta declaración es claro. Necesitamos un nuevo comienzo que asuma las lecciones de este gran periodo pasado. El nuevo ciclo político no supondrá mayor estabilidad, ni mayor prosperidad, ni una pausa en la ofensiva de la clase dominante contra los trabajadores y la juventud. Al contrario. Como señalan los acontecimientos mundiales, nos aguardan grandes choques entre las clases, y cambios fundamentales en las relaciones internacionales y en las contradicciones interimperialistas.

La tarea histórica de restablecer el programa del marxismo revolucionario como una guía para la acción de los oprimidos se enfrenta a obstáculos muy importantes. No verlo sería una estupidez. Pero el fracaso de la nueva izquierda reformista demuestra, una vez más, que es el único camino para levantar una alternativa que nos lleve a la victoria.


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