Hay que transformar la protesta social en lucha organizada por el socialismo
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Desde finales de 2007 la vida de millones de trabajadores y jóvenes en el Estado español y en todo el mundo se ha visto sacudida por la crisis económica mundial. Destrucción masiva de puestos de trabajo y cierres de empresas, hundimiento de los salarios, ataques a los derechos democráticos, recortes sociales y ofensiva sin cuartel contra la enseñanza y la sanidad públicas, agudización de la pobreza extrema de una gran parte de la población, son las más escandalosas manifestaciones de la terrible situación a la que nos ha conducido el sistema capitalista.
Al principio de la crisis estuvo muy en boga en los medios de comunicación burgueses una falsa y superficial autocrítica de su propio sistema: que si había que controlar más el capital financiero, que si el capitalismo tenía que “refundarse”, etc. La culpa de la crisis la tenían unos misteriosos “mercados” y unos desconocidos “especuladores” y sus oscuras actuaciones (¡cómo si los mercados y los especuladores fuesen algo distinto a los propios capitalistas!). Luego la cosa cambió y la idea de que la crisis se ha producido porque “todos hemos vivido por encima de nuestras posibilidades” adquirió un protagonismo casi absoluto. Así, en el colmo del cinismo y la desfachatez, los capitalistas pasaron a culpar de la crisis a los trabajadores, las víctimas reales de esta hecatombe. La razón del cambio es evidente: había que dar una cobertura ideológica a la política capitalista de recortes sociales en beneficio, precisamente, de los “mercados” y los “especuladores”.
¿Quiénes son los responsables de la crisis?
La idea de que los trabajadores hemos vivido con salarios y prestaciones sociales “por encima de nuestras posibilidades” es profundamente falsa. Además de ser una conquista política producto de la lucha del movimiento obrero, las prestaciones sociales —como la sanidad o la educación públicas— representan tan sólo una pequeña parte de la riqueza que generamos los propios trabajadores con nuestro trabajo. Exactamente lo mismo podemos decir respecto a nuestros salarios que, en todo caso, para la mayoría de la gente, alcanzaban tan sólo para llegar a fin de mes y satisfacer a duras penas las necesidades más elementales.
Sí, muchas familias trabajadoras, las que tenían la suerte de tener dos empleos “estables”, recurrieron a un préstamo del banco para poder adquirir una vivienda, a unos precios escandalosamente elevados. ¿Eso los pone al mismo nivel que los que se han forrado con el boom inmobiliario, empezando por los propios bancos? ¿Acaso el acceso a una vivienda no es un derecho básico? ¿Cómo se puede comparar con el derecho a la usura y al robo impune, que es el que han ejercido los capitalistas? ¿El hecho de que las familias obreras sufriéramos la doble explotación, la de la empresa y la de los bancos, nos hace también responsables de la crisis y, por tanto, nos obliga a pagar por ella?
En realidad, toda esta propaganda interesada intenta ocultar un hecho incuestionable: los bancos se forraron otorgando préstamos para comprar casas a precios desorbitados y, ahora, cuando la economía real lleva años en recesión, cuando la sobreproducción capitalista ha provocado el despido de cientos de millones de trabajadores en todo el mundo y tasas de desempleo pavorosas —en el Estado español superior al 22%— el capital financiero no está dispuesto a perder nada. Las hipotecas sin cobrar, los edificios que no se pueden vender, el terreno en el que no se construye, es compensado con el chorro de miles de millones de euros que la gran banca ha recibido estos años de dinero público. Y estos planes descarados de socializar las pérdidas de la gran banca, que han provocado el aumento de la deuda pública a niveles históricos, se utilizan como excusa para recortar hasta el hueso el gasto social, reducir pensiones y aumentar la edad de jubilación, aprobar reformas laborales que otorgan a los empresarios todo el poder, empobrecer a los empleados públicos y acabar con la enseñanza y la educación públicas.
A diferencia de lo que se transmite en los grandes medios de comunicación, la mayor parte de la deuda en el Estado español corresponde al sector privado (325% del PIB), no al sector público (77% del PIB). Si en los últimos años ha habido un incremento de la deuda pública ha sido por los rescates bancarios y por la caída de la recaudación de impuestos derivada de la crisis capitalista. Dentro de la deuda privada, solo un 25,5% pertenece a los hogares, mientras que el restante 74,5% es de las empresas. Dentro de la deuda empresarial casi la totalidad es atribuible a una pequeña cantidad de grandes empresas y bancos, que han hecho fabulosos negocios especulando y arriesgando el dinero de los demás. Ahora quieren que la factura de la crisis la paguemos todos.
Los capitalistas sí han vivido por encima de sus posibilidades: ¡Han vivido una gran fiesta de beneficios escandalosos a costa del ahorro y del trabajo de los demás, y encima quieren que les cubramos por los destrozos! Realmente para los grandes capitalistas, a pesar de la crisis, la fiesta sigue. Los banqueros están haciendo grandes negocios con la deuda pública y sus ingentes fortunas personales están guardadas en paraísos fiscales y cajas fuertes, en muchos casos bien lejos de los bancos que ellos mismos están llevando a la quiebra y que posteriormente se sanean con el dinero público.
¿Qué medidas están adoptando los capitalistas y por qué?
La burguesía reacciona frente a la crisis de su sistema con medidas que tienden a agravarla. Pero… ¿por qué lo hacen? Algunos analistas económicos e intelectuales, con gran ascendencia en la mayoría de los dirigentes de los partidos de izquierda y de los sindicatos, señalan constantemente la incongruencia entre la profundidad de los recortes y el objetivo de crecimiento económico, calificando la política de austeridad de los gobiernos como un “error”. Pero no podemos olvidar que el objetivo de los capitalistas no es el crecimiento económico en abstracto, ni resolver las contradicciones evidentes que genera el sistema capitalista y que emergen con más fuerza en momentos de crisis. Su objetivo es el incremento de sus beneficios privados, o al menos su mantenimiento, y en un contexto de profunda crisis de sobreproducción como el que estamos viviendo, que se va a prolongar por un tiempo indeterminado, esto se consigue expulsando del sistema productivo a millones de trabajadores, recortando drásticamente los derechos sociales y laborales y privatizando los servicios públicos. Es decir, los beneficios de los banqueros y de los grandes monopolios (de una ínfima minoría social) se generan a costa de dilapidar la riqueza social creada por la clase trabajadora.
Así, la reforma laboral y los recortes no son, por supuesto, una solución al desempleo ni a la crisis de la economía española —de hecho, esta se encuentra sumida en una depresión y se ha convertido en uno de los epicentros de la crisis europea y mundial— pero son medidas totalmente coherentes con los intereses capitalistas y por eso las ponen en marcha con seguridad y contundencia.
La “ayuda” a Grecia, y a los países rescatados, es un ejemplo del tipo de “recetas” que los capitalistas toman para salir de la crisis: el dinero no ha ido a salvar al pueblo griego sino a los bancos franceses y alemanes en posesión de deuda griega. Como consecuencia de los recortes exigidos a cambio de estas ayudas la economía griega ha colapsado; ahora es como un páramo con muchas menos posibilidades de recuperación que antes. El resultado final es el empobrecimiento general de la población, con desempleo de masas, hundimiento de los servicios sociales y de la inversión productiva, mientras el capital internacional (sobre todo alemán, francés y británico) y el griego se enriquecen aún más.
En el Estado español, con la ayuda solicitada por el gobierno del PP a la UE de 100.000 millones de euros para “salvar” a la banca, y la petición de rescate en ciernes, se está siguiendo el mismo camino que en Grecia. Efectivamente, detrás de cada medida que “no funciona” contra la crisis hay un objetivo (inconfesable para la burguesía) que sí se cumple: se avanza un paso más en la transferencia de riqueza de los más pobres a los más ricos. La burguesía ya ha asumido que el capitalismo ha entrado en una fase recesiva por un largo periodo de tiempo y, por tanto, su objetivo principal es defender sus beneficios robando lo máximo que pueda a los trabajadores, empezando por la disminución de sus salarios, la privatización de las empresas y servicios sociales rentables, la destrucción de derechos históricos y la liquidación de aquellos gastos que los capitalistas consideran improductivos: la sanidad y la educación públicas, la protección de los más débiles, la defensa del medio ambiente y muchos más.
Una crisis global del capitalismo, con epicentro en Europa
Aunque la crisis tenga un carácter mundial es en Europa donde, en estos momentos, se está manifestando con mayor crudeza. Tras la caída de Grecia en situación de rescate, le siguieron Irlanda y Portugal. Ahora el Estado español está en la misma coyuntura, y lo mismo sucederá con Italia. Cumbre tras cumbre de la Unión Europea se proclama la “solución definitiva” a la crisis del euro, para inmediatamente después volver a una situación cercana al colapso financiero que empuja a nuevos recortes y a un empeoramiento general de las perspectivas económicas.
Parafraseando un comentario periodístico reciente, la Unión Europea se debate entre un espantoso final o un espanto sin fin. Por un lado, la crisis exacerba las tendencias hacia la desintegración de Europa: las contradicciones y los choques derivados de los diferentes intereses de las burguesías nacionales europeas se agudizan al extremo; por otro, la presión de la competencia de EEUU, China y Japón por el mercado mundial empuja a evitar esta desintegración, pero no impide que la dinámica anterior se siga desarrollando.
El euro es una moneda única asentada en varios Estados y economías, a menudo con intereses contrapuestos. Alcanzar la “plena integración” no es una cuestión técnica, de “arquitectura” o de concepción intelectual sino de homogeneización de los intereses nacionales de las diferentes burguesías, de la creación, en último término, de una nación europea. Sin embargo, el periodo de formación de naciones homogéneas corresponde a la época inicial del capitalismo. Ahora estamos en su fase decadente y, dentro de ella, en una profunda crisis de sobreproducción que está agravando tendencias contrarias, hacia el nacionalismo económico, con su respectivo reflejo en el plano político.
La ruptura del euro tendría consecuencias dramáticas y hasta cierto punto imprevisibles en toda la situación económica y política mundial. La vuelta a las monedas nacionales abriría las compuertas a una guerra proteccionista dentro de Europa, provocando un colapso aún mayor de la economía europea y mundial, que lógicamente afectaría de lleno a la economía alemana. Ningún sector de la burguesía mundial desea esta perspectiva, pero lo cierto es que esta posibilidad no está en absoluto cerrada.
Todos los pasos para conjurar esta ruptura, además de insuficientes, endebles, inestables, son profundamente reaccionarios desde el punto de vista de los trabajadores, ya que están asociados a garantizar los intereses del sector financiero en detrimento de todas las conquistas sociales de las últimas décadas. En realidad, tanto dentro como fuera del euro, mientras los capitalistas sigan manteniendo el poder económico y político en sus manos, la perspectiva para la mayoría trabajadora es completamente negativa. Lenin dijo que la unidad de Europa bajo el capitalismo era una utopía reaccionaria y nunca esta idea ha estado tan vigente y va tan al fondo de la crisis que estamos viviendo en el viejo continente. La defensa de los intereses de la mayoría implica luchar por una Federación Socialista de Europa, donde las palancas fundamentales del poder económico estén bajo el control democrático de la clase obrera.
Los trabajadores tenemos que tener un punto de vista y un programa completamente independientes de tal o cual sector de la burguesía en sus disputas internas. Es evidente que Merkel, en representación de los intereses de la burguesía alemana, y en especial de su sector financiero, ha sido la principal valedora de la política de recortes sociales aplicados en Europa. Pero ¿acaso el gobierno del PP en el Estado español, o el gobierno de Monti en Italia, representan una alternativa mejor desde el punto de vista de los intereses de los trabajadores, un “frente” en el que nos debemos apoyar para luchar contra los ajustes?
Rajoy se ha convertido en un ferviente partidario de los eurobonos y de “más Europa”. Sin embargo, su gobierno aplica contra los trabajadores la más grave política de recortes de gastos sociales y de derechos de las últimas décadas. Como muy claramente dijo en la cumbre europea el líder del PP, seguirá aplicando los recortes a rajatabla, no sólo por compromiso con sus socios europeos sino “por convicción propia”. Es decir, porque estos ataques no son sólo una exigencia alemana, sino también de la patronal española. Esta debe ser la única verdad que ha dicho Mariano desde que está en el gobierno. También Monti acaba de aprobar una durísima reforma laboral contra los trabajadores italianos, eliminando el artículo 18 del estatuto de los trabajadores, una reivindicación histórica de la patronal italiana que lógicamente también es partidaria de acabar con derechos y reducir el gasto social “por convicción propia”, al margen de lo que diga Merkel.
Incluso el presidente francés Hollande, dirigente del Partido Socialista que fue elegido por el amplio rechazo a la política de ajustes emprendida por Sarkozy, y que se presenta como el principal abanderado de la “política de crecimiento”, tampoco ha cuestionado el pacto fiscal europeo (es decir, las políticas de austeridad) que había prometido revisar durante la campaña electoral. De hecho, ya ha presentado un plan de recortes de 30.000 millones de euros. Es inevitable que, al margen de las intenciones de un gobierno, si este acepta el capitalismo como único sistema posible acabe por defender su lógica y actuar según sus necesidades, con todas sus consecuencias.
¿Es posible un capitalismo diferente?
Hay quien defiende que es posible otro tipo de capitalismo, un capitalismo de “rostro humano”, más “productivo” frente al actual, que es más “especulativo”. Pero la especulación no es una actividad marginal bajo el capitalismo sino que surge de la propia dinámica del sistema: la lucha por el máximo beneficio en el plazo más breve de tiempo posible. La especulación es mucho más voluminosa e intensa que la propia actividad productiva y prueba, por sí misma, la degeneración del sistema. Los datos son realmente impresionantes: los productos derivados, los mercados de cambios de divisas y las bolsas movilizan cada día unos 5,5 billones de dólares, 35 veces más que el PIB mundial y 100 veces más que el volumen del comercio mundial generado en un día. Estas cifras valen tanto para el periodo de crecimiento como para la crisis.
Marx afirmaba que el ideal del capitalista era obtener beneficios sin pasar por el doloroso proceso de la inversión productiva. De hecho, han llegado muy lejos en este camino. Los beneficios capitalistas provienen cada vez en mayor proporción de las operaciones financieras que de las inversiones productivas. Mientras que a principios de los años 80 del siglo pasado aquellas propiciaban el 25% de los beneficios, antes de estallar la actual crisis habían alcanzado ya el 42%. Otro dato significativo de las tendencias de fondo del capitalismo es que la proporción de beneficios destinados a repartir dividendos es cada vez mayor respecto a la reinversión productiva: superior al 60% en el primer decenio del siglo XXI.
Es un error distinguir entre “especuladores malos” y “capitalistas buenos”. ¿Quiénes son los misteriosos mercados? Pues personas (por designarles de alguna manera) con nombres y apellidos, que constituyen una ínfima parte de la sociedad y que, sin embargo, acumulan un gigantesco patrimonio financiero, industrial e inmobiliario, determinantes para el funcionamiento y el desarrollo de la economía y la sociedad en su conjunto. Un estudio reciente revela que, sólo en el Estado español, 1.400 personas, un 0,035% de la población, controlan los sectores fundamentales de la economía y una capitalización equivalente al 80% del PIB. A escala mundial se ha demostrado que tan sólo 737 bancos, compañías de seguros o grandes grupos industriales controlan el 80% del valor de las 43.000 principales empresas multinacionales. Un grupo todavía más selecto de 147 entidades controlan el 40% del valor económico y financiero de todas las multinacionales del mundo; entre los 147, domina un grupo todavía más pequeño de 50, en el que están principalmente bancos norteamericanos y europeos.
Cuando se habla de los “mercados”, de los “especuladores”, estos tienen nombre y rostro: son Warren Buffet, Bill Gates, Carlos Slim, Amancio Ortega, Botín, Alierta, los grandes multimillonarios que disponen de miles de millones de euros de patrimonio y forman el núcleo fundamental de los Fondos de Inversión internacional. Estos señores y señoras que dominan la economía mundial, que dirigen con puño de hierro la política y toman decisiones trascendentales que condicionan la vida y el futuro de millones de personas en todo el mundo; que dictan las medidas y políticas a adoptar a los gobiernos del planeta, constituyen una oligarquía financiera que nadie ha elegido ni votado. Ellos son la cabeza de la actual dictadura del capital financiero, y luchan tenazmente por incrementar su riqueza personal expoliando el patrimonio público (privatización de empresas públicas, de la sanidad y la enseñanza), creando monopolios privados de servicios básicos en connivencia con la cúspide del aparato estatal (distribución del agua, energía, telefonía, etc.), saqueando los presupuestos generales del Estado (reducción de impuestos, ayudas directas a sus empresas), mientras realizan una huelga de inversiones descarada, cierran empresas y destruyen millones de empleos, empobreciendo a la mayoría de la población. Estos señores no están dispuestos a ceder en sus posiciones e intenciones si no les obligamos a través de una lucha dura, consciente y revolucionaria.
Un punto de inflexión en la historia
Lo mejor que pudo ofrecer el capitalismo, a escala mundial, lo hizo en los años 50 y 60 del siglo pasado, cuando se produjo un importantísimo desarrollo de nuevas ramas productivas (derivados del petróleo, industria automovilística, aeronáutica, electrónica, industria militar, etc.), la creación del llamado “estado del bienestar” y prácticamente el pleno empleo. Aún así, este periodo de prosperidad afectó tan sólo a una pequeña parte de la población mundial y se dio por una combinación de factores históricos muy particulares, entre otros la brutal destrucción de fuerzas productivas como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial y el miedo a la oleada revolucionaria que sacudió Europa tras la caída de Hitler.
A partir de 1973 el tipo de crecimiento fue muy diferente, con una reinversión de las ganancias en el aparato productivo muy modestas, inaugurando un periodo en el que la actividad especulativa adquirió dimensiones gigantescas. En el boom que transcurrió desde la década de los 90 hasta mediados de la de 2000, que acabó en la crisis actual, a pesar del crecimiento económico y la explosión de beneficios capitalistas, la clase obrera sufrió un duro retroceso en sus salarios y un aumento claro de la explotación (de los ritmos y la intensidad del trabajo), de la precarización de sus condiciones laborales, incrementándose de forma exponencial la desigualdad social. Es significativo que el único país que todavía puede presentar tasas de crecimiento importantes, China, base su expansión en una explotación de la clase obrera semejante a la que sufría en el siglo XIX. Las expectativas que los trabajadores podemos depositar en alguna suerte de capitalismo “de rostro humano” o en una futura recuperación del sistema para resolver nuestros problemas es exactamente ninguna.
Los ciclos de recesión y recuperación se han sucedido en toda la historia del capitalismo, pero no todas las crisis son iguales, ni tienen la misma gravedad ni las mismas repercusiones. El sistema capitalista se ha hecho viejo y decadente, y el dominio del sector financiero y de los monopolios se ha consolidado de forma omnipresente. La crisis actual saca a la superficie contradicciones acumuladas durante décadas, especialmente del último boom caracterizado por el auge extraordinario de los negocios inmobiliarios, el endeudamiento masivo y la especulación financiera. De hecho, la que estamos viviendo no es una crisis cíclica “normal”; no se trata de un fenómeno pasajero sino de un punto de inflexión que marca un antes y un después de todo un periodo histórico, con profundas implicaciones sociales, económicas y políticas, como la crisis de 1929, que abrió el escenario de la década revolucionaria de los años 30.
Esta crisis no es un acontecimiento casual, un accidente inesperado provocado por circunstancias ajenas al normal funcionamiento del sistema capitalista. Por el contrario, la actual hecatombe demuestra la plena validez del análisis realizado por Marx y Engels hace más de un siglo, que situaba el origen de las crisis económicas cíclicas en el corazón mismo del sistema capitalista, en las contradicciones propias de su mecanismo más básico: la existente entre el carácter social de la producción y la forma de apropiación individual de los beneficios que comporta la existencia de la propiedad privada de los medios de producción. Es decir, existen las fuerzas productivas y la tecnología para crear un auténtico paraíso en la tierra, reducir de manera inmediata el desempleo a tasas insignificantes, lograr unos niveles de bienestar inimaginables, pero todo eso es imposible mientras persista la propiedad privada de los medios de producción y el control que ejerce una ínfima minoría de banqueros y grandes empresarios sobre las palancas fundamentales de la economía y, consecuentemente, del poder político.
El objetivo del capitalista es la obtención de beneficios. Los beneficios surgen de la explotación de los trabajadores ya que éstos, en su jornada de trabajo, además de generar el valor de su propio salario, crean un valor extra, la plusvalía, que es lo que se queda el capitalista y de donde éste extrae los beneficios. Para hacer efectivo este beneficio el capitalista tiene que conseguir vender las mercancías que producen los trabajadores de su empresa, y lo hace en condiciones de competencia con otros capitalistas. Esto implica que el capitalista tiene que estar constantemente renovando la maquinaria, lo que le permite abaratar los costes de cada mercancía y tener precios competitivos frente a otros capitalistas. Pero tarde o temprano todos los capitalistas tienen que hacer lo mismo si quieren continuar en el mercado. El incremento de la productividad lleva otro efecto asociado, además del abaratamiento: aumenta la cantidad de mercancías que el capitalista tiene que producir y vender para realizar la plusvalía en un mercado sometido a la competencia.
Las crisis surgen periódicamente porque el ritmo de expansión de la producción no puede ser acompañado por el ritmo de crecimiento del mercado, que es más lento. Se produce así una crisis de sobreproducción. Aunque parezca paradójico, las crisis capitalistas no son por falta de medios de producción o por falta de bienes útiles para la sociedad; no son crisis de escasez, sino de abundancia. El problema es que como los medios de producción son propiedad de los capitalistas, todo lo que no sea útil para ellos, todo lo que no sirva para seguir explotando a los trabajadores “sobra” y debe ser destruido o paralizado, aunque sea necesario socialmente. Así, mientras que para los capitalistas “sobra de todo”, coches, pisos, alimentos (en todas las ramas productivas hay saturación), gastos en sanidad, en educación…, millones de personas se ven empujados al paro y a la marginación y los que conservan su trabajo son sometidos a una explotación todavía mayor.
El capitalismo, a través de un largo proceso histórico, ha llevado el proceso de socialización de la producción al máximo que se puede llegar en una sociedad basada en la propiedad privada; en eso ha consistido su misión histórica progresista. Sin embargo, estas fuerzas productivas están aprisionadas en el marco de la propiedad privada, en los conflictos de intereses de las distintas burguesías nacionales y en el mezquino afán de beneficios privados. La misión histórica de los capitalistas está totalmente agotada y su existencia es un auténtico obstáculo para el progreso social y la verdadera causa del caos económico y de las crisis. Los dos grandes obstáculos para el progreso humano son la propiedad privada de los medios de producción y el Estado nacional burgués.
La única manera de salir de la crisis es liberando las fuerzas productivas, las fuentes de creación de riqueza, de los llamados “mercados”. Efectivamente, habría que expropiar a poquísimas personas para que la inmensa mayoría de la sociedad pudiese vivir decentemente. Hay una forma de acabar con los “desequilibrios presupuestarios” y los “déficit excesivos” realmente eficaz y, además, en beneficio de la gran mayoría de la sociedad: nacionalizando todo el sistema financiero y las empresas estratégicas, sin ningún tipo de indemnización, y colocándolos bajo el control democrático de la clase obrera. Partiendo de esta medida se podría poner en marcha un plan de inversiones y producción al servicio de los intereses y necesidades de la mayoría de la sociedad. De esta forma el desarrollo económico, social y cultural daría un salto de gigante. Nada impediría que todo el mundo pudiera trabajar en buenas condiciones y con un trabajo decente; que cada avance técnico redundase en más tiempo libre para desarrollarnos en todo el potencial que nos brinda nuestra condición humana, que es infinito.
La crisis está provocando una transformación en la conciencia de millones de personas, una tremenda intensificación de la lucha de clases y la desautorización de la política burguesa, de sus instituciones (parlamentos, jueces, aparato estatal). Como fenómeno mundial, la crisis ha supuesto la ruptura del equilibrio capitalista en todos los planos: en el económico, en el político, en el militar, en las relaciones internacionales. Pero el aspecto más significativo ha sido la entrada en la escena de los trabajadores y la juventud, que con movilizaciones masivas han sacudido de arriba abajo la sociedad. La perspectiva de la revolución socialista se ha hecho realidad, a pesar de los capitalistas y de los dirigentes reformistas del movimiento obrero que renunciaron hace mucho tiempo a la lucha por el socialismo y se convirtieron en defensores de este sistema.
En América Latina, donde la lucha revolucionaria sigue abriéndose paso, o en la heroica movilización de los trabajadores, los desempleados y la juventud del mundo árabe, que ha derribado dictaduras sangrientas (apoyadas y financiadas durante décadas por las potencias “democráticas” de occidente), la crisis capitalista ha actuado como catalizador. En Grecia, donde la población sufre una auténtica catástrofe por los planes de ajuste decididos por la UE, el FMI y el BCE, la rebelión social se ha transformado en una auténtica crisis revolucionaria: en el orden del día se ha colocado la posibilidad de que los trabajadores tomen el poder y acaben con el capitalismo. En Portugal, donde la lucha de masas de la población ha obligado al gobierno de derechas a retroceder en sus intenciones de rebajar salvajemente los salarios, la perspectiva es también semejante a la de Grecia. Y, por supuesto, en el Estado español, donde en menos de un año el gobierno de Rajoy, siguiendo los dictados de la burguesía nacional e internacional, ha llevado a cabo una ofensiva sin cuartel contra los derechos democráticos, las condiciones de trabajo, la sanidad y la educación públicas, las pensiones, el subsidio de desempleo y un largo etcétera, se ha desatado el movimiento de contestación social más amplio desde los años de la Transición.
En unos pocos meses hemos asistido a una demostración de fuerza de la clase obrera espectacular: la gran huelga general del 29 de marzo de 2012; la huelga indefinida de los pozos mineros y la marcha a Madrid; las movilizaciones masivas de los empleados públicos que confluyeron en la salida de millones de manifestantes el pasado 19 de julio; las ocupaciones de fincas y la marcha de los jornaleros andaluces; la marcha estatal a Madrid del 15 de septiembre; la movilización de decenas de miles en Madrid para rodear el parlamento del 25-S, la represión policial brutal y la manifestación aún más masiva del 29-S; la huelga general en Euskal Herria el 26-S. Luchas que revelan el estado de ánimo de los oprimidos, de los parados, de la juventud, de los pensionistas, de los trabajadores víctimas del despotismo empresarial, de los que sufren. Y, como han gritado millones de gargantas: ¡Sí se puede! ¡Somos más, tenemos fuerza, podemos derrotarlos!
Todo el escepticismo de muchos ex comunistas, ex socialistas, ex sindicalistas, que vertieron toda su frustración acusando a la clase obrera de “no luchar” se ha esfumado. La realidad es evidente. Desde el año 2009 hay una sucesión ininterrumpida de movilizaciones de masas, cada vez más conscientes, con consignas más clasistas que van al fondo del problema, que ponen de relieve la atmósfera de rebelión social que vivimos: desde las huelgas generales en Euskal Herria (ya van seis); la huelga general del 29-S; las grandes movilizaciones en educación y sanidad del curso pasado; el movimiento del 15-M, que expresó la furia e indignación con los recortes sociales, la crisis, y la dictadura del gran capital…, hasta el momento actual. Un estado de contestación social que puede y debe transformarse en una lucha consciente que desafíe el régimen capitalista; que plantee con claridad una alternativa revolucionaria y socialista para evitar la catástrofe que nos amenaza. Y para ello es necesario dotarse de ideas, de métodos, de una táctica y una estrategia adecuada para conseguir el triunfo.
Un gobierno débil
Uno de los argumentos que se sigue esgrimiendo por parte de muchos dirigentes sindicales y políticos reformistas para demostrar la “debilidad” de la clase obrera, y por lo tanto la “utopía” de plantearse seriamente cualquier tipo de estrategia encaminada a transformar la sociedad, es la supuesta fortaleza de la derecha y su victoria electoral el pasado mes de noviembre. Sin embargo, el principal factor que propició la victoria del PP fue el profundo descrédito de la política socialdemócrata y su capitulación total frente a la presión de los poderes económicos, nacionales e internacionales, que tuvo un claro efecto desmovilizador en la izquierda en el plano electoral. Eso se combinó con las expectativas que todavía conservaban amplios sectores de las capas medias en que el PP podría resolver rápidamente la crisis y devolverles al periodo anterior de “vacas gordas”.
En muy poco tiempo, la dinámica de los hechos y la experiencia concreta del gobierno del PP está poniendo las cosas en su sitio. Las ilusiones en que la situación económica podía cambiar a mejor se han esfumado completamente y la crisis y las medidas de recorte están afectando de lleno a una parte importe de la base electoral del PP. Es el impacto de la movilización de masas, y no la lamentable y titubeante oposición de Rubalcaba y sus continuos llamamientos a la derecha a un gran pacto social, lo que está contribuyendo decisivamente a crear este clima de aislamiento del gobierno del PP, que se ve cada vez más como lo que realmente es: un grupo de títeres mezquinos a las órdenes del capital financiero. Tenemos un gobierno cada vez más aislado socialmente, deslegitimado en la calle y sin ninguna credibilidad. Lo que era en apariencia un gobierno “fuerte”, en virtud de la manifiesta incapacidad del reformismo de ofrecer una salida a la crisis, se está revelando débil, extremadamente débil, en virtud de la acción de las masas en la calle.
Como ya ocurrió con los gobiernos de Aznar, la derecha caerá no gracias a la socialdemocracia sino por la movilización que la clase obrera y la juventud están protagonizando. Y esta vez la caída de la derecha tendrá un impacto cualitativamente superior al de 2004.
Descrédito del régimen burgués y sus instituciones
La sucesión de ataques, cada cual más brutal que el anterior, ha destruido cualquier ilusión en que los retrocesos son parciales, “para salvar lo fundamental del llamado Estado del bienestar”, o son temporales, “para recuperar todas las conquistas cuando se retome la vía del crecimiento”. Los gobiernos ni siquiera se preocupan seriamente de transmitir tales ideas. Sólo tienen ojos, sensibilidad y reflejos para satisfacer a los llamados “mercados”. Drásticas medidas políticas y económicas se toman al ritmo del silbato de los grandes capitalistas, de la subida de la prima de riesgo, del pánico financiero o de la perspectiva de una inminente suspensión de pagos. Mientras, el sufrimiento y las preocupaciones de la mayoría de la sociedad son despreciados olímpicamente. En el empeño de servir fielmente a los poderosos han vapuleado y pisoteado los derechos democráticos conquistados en la lucha contra la dictadura franquista, y aquellas instituciones que ellos mismos han tratado de mitificar durante años con el fin de engañar a la mayoría de la población, se desacreditan aceleradamente. Nunca ha sido tan evidente para tanta gente que las decisiones fundamentales, tanto políticas como económicas, se toman fuera del parlamento y al margen de los gobiernos (se toman realmente en los despachos de los grandes bancos y fondos de inversión). ¡Y eso que la gran mayoría de los parlamentarios y de los gobiernos son completamente afines a los intereses de los grandes capitalistas!
El principal resorte que ha manejado la burguesía para mantener su dominación en Europa y en los países desarrollados, es la percepción social de la viabilidad del capitalismo como sistema capaz de garantizar una vida mínimamente digna para la mayoría de la gente. Sin embargo, ya antes de la crisis, debido a la generalización del trabajo precario y al paulatino deterioro de las prestaciones sociales, el capitalismo empezaba a ser cuestionando por un segmento significativo de la población. El enorme peso social de la clase obrera y su disposición clara a la lucha; la proletarización de las llamadas “capas medias”; la gran pérdida de autoridad de los dirigentes reformistas para detener el proceso de movilización y de avance en la conciencia, son factores que se han reforzado con la crisis, dándose un salto cualitativo y cuantitativo en la crítica al sistema y a las instituciones que lo sustentan, que están sufriendo un descrédito político muy extendido y profundo.
Por supuesto que sería un grave error subestimar la fuerza y la capacidad de maniobra de la clase dominante, y los marxistas no lo hacemos. Llevan toda la vida en el poder, manejan los recursos económicos, los medios de comunicación y el aparato represivo del Estado. Pero eso es insuficiente para dar estabilidad a su sistema y para detener el movimiento de las masas y su voluntad de cambio.
Respecto al papel de los medios de comunicación, lógicamente, ejercen una gran influencia en crear un estado de opinión en un momento determinado, en manipular información, en esconder determinadas noticias. Pero la propia experiencia demuestra que esto no ha impedido que en el Estado español se produjeran impresionantes movimientos de masas, ni que sectores muy amplios de la población saquen conclusiones políticas muy avanzadas. Es más, la actitud provocadora de los medios más reaccionarios ha servido en no pocas ocasiones de incentivo a la movilización.
Lo mismo podemos decir respecto a la represión. Este es un tema muy serio y debemos luchar decididamente contra todas las medidas, leyes y actuaciones del gobierno, de los jueces, de la policía que atacan, merman o vulneran los derechos democráticos, la libertad de expresión, de reunión, de organización y de manifestación. Pero también es importante entender que para la burguesía, la utilización de la represión en estos momentos tiene sus límites y generalmente provoca efectos contrarios de los que pretende, como hemos visto en las movilizaciones del 15-M, en las luchas estudiantiles en Valencia y en el resto del Estado, o recientemente en las manifestaciones del 25-S en Madrid. La represión no detiene el movimiento, porque existe un proceso en el que cientos de miles de personas han perdido el miedo, se sienten fuertes y confían en la lucha.
Lo que predomina por encima de cualquier otro factor entre un sector considerable de la población es la voluntad de participar y de cambiar las cosas. Además, la enorme polarización política afecta también al aparato del Estado: sus escalones más bajos viven en condiciones semejantes a los trabajadores, tienen numerosos vínculos con la “vida civil” a través del entorno familiar y social, y están afectados duramente por la política de recortes. La participación de miles de policías municipales y nacionales en las manifestaciones del 19 de julio, incluso el sabotaje que se dio por los propios policías en esa misma jornada inutilizando decenas de furgones de antidisturbios, es un síntoma evidente de la profundidad de la crisis social y de que las divisiones dentro del propio aparato estatal se van a ahondar en el próximo periodo.
Con el telón de fondo del desempleo masivo, los recortes sociales y las ayudas multimillonarias a la banca, también hemos presenciado la bochornosa actuación de la monarquía, con el rey cazando elefantes en África, su nieto disparándose en el pie también de caza, y su yerno robando (presuntamente) dinero público a manos llenas. El deterioro de la institución monárquica es especialmente significativo en la medida que la burguesía y los dirigentes reformistas han hecho muchos esfuerzos en presentarla como garantía de democracia y unidad, y al rey como un hombre “campechano, demócrata y moderno” con el fin de utilizarlo como recurso de estabilidad política en los momentos de mayor tensión social y enfrentamiento entre las clases.
Las organizaciones de la clase obrera
El factor más destacado para que la burguesía pueda seguir maniobrando y mantenga el control de la situación por el momento, es la política reformista y conciliadora de la dirección de los grandes sindicatos de clase y partidos tradicionales de la izquierda.
Las organizaciones políticas y sindicales de la izquierda nacieron para defender de forma consecuente los intereses de la clase obrera y luchar por la transformación socialista de la sociedad. Sin embargo, en la medida que sus dirigentes han aceptado este sistema como el único posible han acabado asumiendo cada una de sus exigencias, en detrimento obviamente de las aspiraciones de su base social. Al carecer de una alternativa programática y estratégica frente a la burguesía, los dirigentes reformistas, socialdemócratas, acaban irremediablemente capitulando ante sus presiones. En lugar de actuar como dirigentes de las masas frente a las agresiones capitalistas, de apoyarse en la inmensa fuerza de los trabajadores y defender un programa socialista y revolucionario frente a la crisis capitalista, se erigen en “hombres de Estado”, en mediadores de la lucha de clases, en paladines del pacto social y del consenso, justamente cuando lo que hace más falta es una estrategia y una alternativa clara para derrocar el capitalismo. Han asumido este papel tan profundamente que la creciente desestabilización económica, social y política del sistema capitalista, más el riesgo de que la protesta de los trabajadores se eleve a la categoría de una verdadera revolución, les provoca desconcierto, parálisis y, en muchos casos, una búsqueda desesperada del “consenso” perdido, la insistencia en políticas de pactos y la defensa de posiciones todavía más a la derecha.
La explicación del giro a la derecha de los dirigentes sindicales de CCOO y UGT de los últimos años no está en la falta de voluntad de lucha de la clase obrera; no es producto de que reflejen el sentir de los trabajadores, sino de su divorcio con ellos, un divorcio que les ha llevado a una profunda y duradera crisis política que afectará de lleno a sus organizaciones. El síntoma más evidente de esta crisis es que, a pesar de su empeño en contener la movilización e introducir continuamente prejuicios e ideas confusas con el fin de retraer la toma de conciencia de las masas, estas están avanzando y sacando profundas conclusiones de cada experiencia, en muchos casos de carácter revolucionario.
La crisis del capitalismo es también la crisis del reformismo, independientemente del ritmo con que esta última se desarrolle. El principal problema para los dirigentes reformistas es que todas y cada una de sus tesis centrales carecen de la más mínima consistencia. La idea fundamental de la socialdemocracia ha sido, históricamente, que era posible alcanzar poco a poco una suerte de capitalismo de rostro humano. Que con reformas graduales y una creciente participación del Estado en la economía se podrían alcanzar mejoras sociales y poco menos que llegar al socialismo sin que los capitalistas se dieran cuenta del cambio. Por supuesto que los marxistas defendemos con firmeza las mejoras alcanzadas en las últimas décadas por la clase obrera. Lo que no olvidamos es que las conquistas más importantes, tanto en el terreno social como en el de los derechos democráticos, han sido un subproducto de la lucha revolucionaria de las masas, de mucha organización y una voluntad tenaz para cambiar profundamente las condiciones de vida de la mayoría. Del mismo modo, decimos hoy que la única forma de preservar estas conquistas que están siendo destruidas por la burguesía es mediante una rebelión social que conduzca a un cambio revolucionario de las bases económicas y políticas de la sociedad.
La incompatibilidad de la política socialdemócrata y reformista con los intereses generales de la clase obrera ha llegado a su grado extremo con la crisis capitalista. En el terreno sindical, el “realismo” reformista se reduce a tratar de “consensuar” los ataques; pero cada concesión debilita al movimiento obrero, cercena derechos históricos y prepara el terreno para más ataques, no sólo a nivel general, sino en cada empresa. En el político, cuando la socialdemocracia está en el gobierno, como ocurrió con Zapatero y en Grecia y Portugal, no ha hecho ascos a una política de recortes sociales, de ajustes, de solicitud de “rescates”, de aplicar medidas que han vaciado los bolsillos de la mayoría trabajadora para enriquecer aún más a los ricos, y han asfaltado el camino a la derecha.
Cualquier alternativa política y sindical que pretenda servir a los intereses de la mayoría de la sociedad tiene que partir del reconocimiento de una realidad básica: en esta fase de crisis y decadencia del capitalismo mundial, lo que es elemental e imprescindible para los capitalistas contradice de forma absoluta lo que es básico e imprescindible para los trabajadores y sus familias. Todo intento de conciliar estos intereses contrapuestos lleva a la colaboración con quienes controlan las palancas del poder, el gran capital financiero y las grandes empresas, y a la asunción de sus objetivos y necesidades. Por eso, una alternativa que defienda los intereses básicos de la mayoría de la población, que luche consecuentemente contra el paro, en defensa de la sanidad y la educación públicas, por una vivienda para todos..., debe plantearse una ruptura abierta con el sistema capitalista.
Desde el punto de vista del ambiente entre la clase obrera y su nivel de conciencia, el hecho más significativo, puesto de manifiesto repetidamente antes y después de la crisis, es que en todas las movilizaciones, protestas y luchas que se han producido en los últimos años, la base de los sindicatos y la base electoral y militante de las organizaciones de la izquierda ha estado un millón de veces más a la altura de las circunstancias que sus dirigentes. Lo que debemos destacar de la actitud de los trabajadores y de la juventud en el Estado español en los últimos años es que se ha alcanzado un nivel de movilización y de compresión de la situación política como no se conocía desde los años setenta. La tarea central en estos momentos es levantar y construir una fuerte corriente socialista y revolucionaria, que se plantee la lucha por la transformación de la sociedad, que defienda este programa en el seno de las organizaciones de la clase obrera.
De la lucha contra los recortes a la transformación de la sociedad
La crisis del sindicalismo reformista, de pacto social, de renuncia a entender la lucha obrera en defensa de nuestros derechos y condiciones laborales como parte de un combate político más amplio por transformar la sociedad es uno de los acontecimientos más destacados de este periodo. Pero una dirección caduca, que ha sido superada por los acontecimientos, por una situación objetiva que no da margen para las reformas sino que pone encima de la mesa una lucha de clases descarnada, puede mantenerse todavía por un tiempo si no existe una alternativa. Y esto plantea una tarea urgente.
Los grandes sindicatos de clase no van a desaparecer. Es un completo error pensar, como algunos sectarios ultraizquierdistas defienden, que este es el momento del “sindicalismo alternativo”, que hay que abandonar los sindicatos de clase. Una y otra vez, cuando la clase obrera se pone en marcha lo hace a través de sus grandes organizaciones, lo que no supone que mantenga una actitud pasiva o complaciente con la política de sus dirigentes, todo lo contrario; la crítica, la oposición a la paz social, la desconfianza por tantas luchas abandonadas, lo que demuestra es que existe un terreno fértil para realizar un trabajo enérgico, y paciente, en los sindicatos de clase por construir una fuerte corriente de oposición de izquierdas, que gane el apoyo de miles de delegados sindicales y trabajadores a una acción basada en el sindicalismo de clase, democrático, combativo y con un programa revolucionario y socialista. Los trabajadores y sindicalistas de El Militante defendemos esta estrategia, una posición marxista coherente frente a los atajos que sólo conducen a aislar a una capa de activistas del conjunto del movimiento obrero y maleducarlos de cara a las impresionantes tareas que el futuro inmediato de la lucha de clases presenta ante nuestros ojos.
Las direcciones de CCOO y UGT se encuentran en una encrucijada. Sometidas a una presión despiadada por parte de la CEOE y el gobierno, continúan balbuceando las viejas ideas de colaboracionismo sindical, de pactos y “concertación social”, algo que no sirve para aplacar las exigencias de los capitalistas, no producen ningún fruto tangible para los trabajadores, y les debilita ante su base social. Por otra parte, el descontento con sus políticas, con su estrategia, con sus vacilaciones es cada vez más estruendoso entre miles de activistas y trabajadores avanzados, un fenómeno que se extiende ahora, de manera abrupta, entre capas más amplias de los trabajadores. No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que las direcciones sindicales se han visto desbordadas en estos dos últimos años, tanto por el movimiento de protesta general del 15-M, como en los numerosos conflictos sectoriales que se han producido.
De forma recurrente, para justificar su línea sindical, los dirigentes de CCOO y UGT argumentan que en Grecia, las numerosas huelgas generales convocadas desde el inicio de la crisis y el rescate, “no han servido para nada”, ya que no han frenado los ataques. En realidad se trata de un argumento falso e impregnado de un pesimismo servil. Lo primero que hay que decir es que las huelgas generales, las sectoriales, las manifestaciones, han constituido una enorme escuela de experiencia para millones de trabajadores y jóvenes, una experiencia fundamentalmente positiva. Ha ampliado la conciencia de que somos fuertes y somos más; de que sí se puede acabar con el poder y los privilegios de una minoría, tal como se corea en las manifestaciones. Ha situado al movimiento obrero en mejores condiciones para sacar las conclusiones tácticas, estratégicas y políticas necesarias para poner punto y final a la insoportable situación que el capitalismo ha impuesto a la mayoría de la población.
La amplia, continuada y profunda movilización de las masas griegas ha sido la base fundamental por la que toda la maquinaria política de dominación de la burguesía griega se ha resquebrajado. Tanto la derecha burguesa, como la derecha reformista, así como todas las instituciones burguesas, están profundamente desacreditadas ante la población. De hecho, en Grecia, a través de la experiencia de ataques despiadados y recortes de todas las conquistas sociales que conferían un carácter civilizado a la vida, pero también de las luchas masivas, la clase obrera y la juventud han llegado a la conclusión de que hay que cambiar de raíz el sistema, de que la transformación socialista no es ninguna utopía. La movilización en la calle ha sido el puente para transitar hacia una situación abiertamente revolucionaria como la que hoy vive Grecia.
Es evidente, no obstante, que la convocatoria de movilizaciones y huelgas generales es insuficiente para asegurar el éxito de la revolución y acabar con el capitalismo. La lucha contra los recortes no es una lucha sindical, aunque los sindicatos deben jugar un papel determinante, sino política. En estos momentos, las condiciones para que la clase obrera tome el poder en sus manos y lleve a cabo la transformación socialista de la sociedad no sólo es posible sino que constituye la única alternativa al caos en que ha sumido la crisis capitalista a la sociedad griega. Y esta tarea, que los reformistas consideran siempre imposible y una utopía, es perfectamente realizable partiendo del nivel que ha alcanzado la propia lucha de clases en Grecia. Impulsando la creación de comités revolucionarios en todas las fábricas, barrios y localidades, basados en las asambleas, cuyos miembros deben ser elegidos democráticamente por los trabajadores y la juventud, se pueden llevar a cabo las tareas de la revolución socialista: el control obrero de la producción, y de la vida social; la organización de una huelga general indefinida para tomar el control de los centros de poder económico y político; el establecimiento de un Parlamento Revolucionario integrado por los delegados de todos estos comités para adoptar las medidas descritas anteriormente; la organización de la autodefensa de la clase obrera, en cada fábrica, en cada sindicato, en cada centro de estudio, en cada barrio; un llamamiento fraternal a los soldados e incluso a los miembros de los sindicatos de la policía a servir al pueblo, estableciendo comités revolucionarios y plenos derechos democráticos en su seno; y la extensión de este plan de acción al conjunto de la clase obrera europea: bajo la UE de los capitalistas y los banqueros no hay salida, pero bajo una Grecia fuera de la UE pero capitalista tampoco. Es necesario levantar la bandera del internacionalismo proletario que lleva inscrita la consigna de los Estados Socialistas de Europa.
Lo que revela la experiencia de Grecia es que a pesar de la falta de apoyo social de los partidarios de los recortes y de la enorme capacidad de lucha y de sacrificio de los trabajadores, es necesaria una táctica y una estrategia revolucionaria, basada en la experiencia histórica del movimiento obrero internacional. Los militantes de la izquierda que se agrupan en el Partido Comunista (KKE), en Syriza, en los sindicatos, deben ser ganados a esta bandera, que no es otra que el programa del marxismo. Esta es la llave para resolver la crisis griega en beneficio de los oprimidos.
Las tareas del momento
En el Estado español, la tarea más urgente a corto plazo es unificar la lucha de todos los sectores afectados por la brutal ofensiva emprendida por el PP, en un movimiento huelguístico contundente y que vaya a más. La aprobación de los Presupuestos Generales del Estado para 2013, en el que la partida principal de gasto es el pago de los intereses de la deuda a la gran banca, partida que se come todo el “ahorro” de los recortes en el gasto social, prueba que este gobierno debe ser derrotado urgentemente. Y eso sólo será posible con la lucha.
Las direcciones de CCOO y UGT están recurriendo a la táctica del avestruz y mirando para otro lado, dando largas a la convocatoria de huelga general, vacilando e intentando que escampe el temporal. Es un tipo de juego al que nos tienen acostumbrados desde hace tiempo. Buscan la forma de sacarse de encima su responsabilidad ante el conjunto del movimiento obrero, aliviando la presión sin desencadenar una dinámica que puede conducir al Estado español a una crisis de gran calado, una crisis revolucionaria, como la que vive la sociedad griega.
Después de la huelga general del 29 de septiembre de 2010 hicieron todo lo posible por no dar continuidad a la lucha, incluso firmaron el pacto de la contrarreforma de las pensiones pensando que así podían contribuir a calmar la situación y moderar los ataques de los capitalistas. Después de la huelga general del 29 de marzo de 2012 contra la reforma laboral, continuaron por la misma senda, y ahora, ante una situación de auténtica rebelión en las calles que no pasa desapercibida para el gobierno, los capitalistas y sus medios de comunicación, nos presentan como alternativa la convocatoria de un Referéndum, con el argumento de que el PP ha estafado a los ciudadanos porque ganó las elecciones generales con un programa electoral muy diferente al que está aplicando.
Como siempre, se trata de que la clase obrera no gane protagonismo y desviar su gran poder de lucha, su capacidad de parar el país y la producción, con medidas propias del más lamentable cretinismo parlamentario. La inmensa mayoría de los trabajadores y la juventud ya han protagonizado un referéndum, el más importante de todos, en las calles de todo el Estado cuando se han manifestado por millones contra las políticas de austeridad y ajustes del gobierno. La legitimidad del gobierno, a la que el PP apela todos los días exhibiendo su mayoría parlamentaria, ha sido puesta en cuestión en la lucha de clases a través de la movilización unánime de millones. ¿Qué más quieren los dirigentes de CCOO y UGT? Seamos claros. El resultado del referéndum (cuya convocatoria, además, depende del mismo gobierno) no va a modificar la decisión del gobierno, de la burguesía española, del FMI, del BCE, a la hora de aplicar medidas salvajes que supondrán el empobrecimiento generalizado de millones de familias, la desaparición de la sanidad y la educación públicas, la escalada del desempleo a niveles insoportables y la laminación de los derechos democráticos y sindicales que conquistamos en el pasado. Esta posición, cuando millones están en las calles, es una prueba más de la bancarrota política de unos dirigentes que viven en un pasado que no volverá.
Para derrotar al PP, a sus medidas, y a la estrategia general de los grandes capitales europeos e internacionales, sólo hay un camino: la lucha contundente, decidida y masiva del conjunto de la población. No se pude apelar ya a los viejos argumentos de que “la gente no se mueve”. Esta coartada no funciona. Lo que hace falta es movilizar ese caudal de lucha, esa decisión de llegar hasta el final, a través de una política ofensiva: organizar inmediatamente una huelga general, pero esta vez de 48 horas. Una huelga general que contaría con el apoyo unánime de los trabajadores, pero también de otros sectores que están siendo golpeados duramente por la crisis y que en el pasado podían tener esperanza en una salida más rápida del hoyo.
Si finalmente los dirigentes sindicales convocan una huelga general, algo perfectamente probable debido a la enorme presión del movimiento, la huelga no puede ser un fin en sí mismo. Es un medio para elevar el grado de organización y conciencia de la clase obrera, de la juventud, de los sectores decisivos de la sociedad. Debe ser organizada de manera combativa, sobre la base de asambleas en todos los centros de trabajo, democráticas, donde la clase obrera se pueda expresar, tomar iniciativas y cohesionarse. Asambleas de verdad, no reuniones mal convocadas, sin ningún poder de decisión, que sólo sirven para escuchar las ideas rutinarias de dirigentes que no tienen confianza alguna en la lucha. Este método, o lo que es lo mismo, recuperar las tradiciones del movimiento obrero, es fundamental para garantizar el éxito de la movilización. Junto a las asambleas es necesario organizar comités de lucha en cada centro de trabajo y empresa, integrados no sólo por los delegados sindicales sino abiertos a todos los trabajadores que quieran jugar un papel activo. Es necesario el aire fresco de las nuevas capas que se incorporan sin prejuicios a la lucha, sin el peso muerto de las pasadas derrotas, sin el escepticismo que es uno de los mayores enemigos que tenemos que combatir. Precisamente la consiga ¡Sí se puede!, en el actual contexto, es un obús a la línea de actuación de muchos dirigentes y cuadros medios del aparato sindical que siempre echan la culpa a los trabajadores por fracasos que sólo son de su exclusiva paternidad.
Desde la Corriente Marxista El Militante, llamamos a todos los delegados sindicales, a todos los trabajadores a mantener la presión en las calles, con manifestaciones y acciones en todos los sectores, que deben tener también como eje la exigencia a las direcciones de los sindicatos de clase, especialmente de UGT y CCOO, de que convoquen inmediatamente a la huelga general, a unificar la lucha, y a llenarla de un contenido y una alternativa clara:
Construir una alternativa revolucionaria
La movilización contra el PP y sus medidas tiene que estar ligada a la defensa de una alternativa al capitalismo y a una estrategia que lleve a los trabajadores a tomar el control sobre los medios de producción. La lucha sindical y social no puede estar separada de la lucha política por la transformación socialista de la sociedad. Al contrario, para que la movilización tenga continuidad, incremente su fuerza y organización, incorpore cada vez a más sectores, es fundamental que esté unida a una perspectiva viable, que dé sentido y coherencia a todas las luchas parciales y a todos los pasos concretos que demos en la movilización. Así, es necesario combinar exigencias inmediatas con toda una serie de medidas encaminadas a organizar la economía y la sociedad sobre bases completamente diferentes.
La crisis capitalista está subrayando el papel parasitario de la banca, dejando en evidencia que su “función social” como dinamizadora de la economía es una pura falacia. En realidad, la banca, en manos privadas, es un inquietante agujero negro que amenaza con engullir toda la riqueza creada por la sociedad. Los bancos han actuado como gigantescos motores de drenaje de dinero público, que ha sido canalizado hacia las cuentas corrientes secretas y cajas fuertes de las familias más pudientes del país. ¿Qué sentido tiene que la propiedad y los criterios de funcionamiento de estos bancos sigan siendo privados cuando no podrían sobrevivir ni un segundo sin las cantidades ingentes de dinero público que están recibiendo? El Estado avala los préstamos, garantiza los fondos, compra los activos que no valen nada, amplía capitales y paga intereses que constituyen una parte cada vez más importante de sus beneficios. Esa es la pura realidad. ¿Y qué hacen a cambio los “emprendedores” que están al frente de estos bancos? Poner el cazo. El negocio no puede ser más redondo y su inutilidad social más absoluta.
La primera medida que habría que tomar para luchar contra la crisis capitalista y sus devastadores efectos, es llevar a cabo la expropiación de la banca, del conjunto del sector financiero, sin indemnización, y no la nacionalización de sus pérdidas, como ahora se ha hecho con Bankia y otros. Para la burguesía la nacionalización tiene la finalidad de que todos paguemos las pérdidas provocadas por este desastre, para luego privatizar Bankia en beneficio de los de siempre. Por lo tanto, estamos en contra de esta nacionalización burguesa, hecha con criterios capitalistas y pilotada por los mismos capitalistas responsables de la crisis.
Estamos a favor de la nacionalización con criterios y métodos totalmente distintos, que beneficie a la mayoría de la sociedad. Para ello, en primer lugar, hay que nacionalizar todo el sistema financiero, no sólo su parte ruinosa. En segundo lugar, esta nacionalización tiene que ser sin indemnización (salvo a los pequeños accionistas o en casos de necesidad comprobada) y complementada con la expropiación de las grandes fortunas personales de los que se han enriquecido especulando en el boom inmobiliario, beneficiándose de los intereses de la deuda pública y con los salarios astronómicos autoasignados. En tercer lugar, el proceso debe ser controlado por abajo, por los trabajadores, para atajar directamente cualquier tipo de maniobra contable, fuga de capitales y corrupción allí donde se produzca. En cuarto lugar, la nacionalización de la banca tendría que completarse, para poder impulsar la economía, el empleo y, en general, la prosperidad social, con la expropiación de las principales industrias y monopolios del país, muchos de los cuales ya eran públicos. Sólo así se podría evitar el caos y la anarquía destructiva inherente a la propiedad privada y al modo de producción capitalista.
Es perfectamente posible que la economía se rija por un plan consciente y en beneficio de la mayoría. Todas las fuerzas productivas se podrían poner en marcha para garantizar un plan de inversiones públicas en equipamientos sociales en los barrios; en un sistema público de enseñanza y sanidad gratuitas y de calidad; para desarrollar la industria, la agricultura y, cómo no, para facilitar el consumo y la inversión en pequeños negocios. Los pisos vacíos propiedad de los bancos se podrían utilizar con alquileres baratos y se resolvería de golpe el problema del acceso a la vivienda. ¿Qué problema habría, desde el punto de vista del funcionamiento de la economía, para llevar a cabo estas medidas? Ninguno, salvo que los banqueros se verían privados de sus insultantes beneficios.
Esta es la alternativa que el marxismo propone frente a la política de ajustes y destrucción de la burguesía, y frente a todos los que piensan que es posible una salida en el marco del capitalismo. Pero una política alternativa necesita de un cauce organizado para fusionarse con la experiencia de millones. Hoy y ahora, las condiciones para construir una corriente revolucionaria marxista con una influencia de masas, están abonadas. Entre un sector amplio de la clase obrera y la juventud existe una ambiente muy crítico hacia el comportamiento de los dirigentes reformistas de la izquierda frente a la crisis, y por su implicación y participación en un régimen político que es una mera fachada de la dictadura descarnada del gran capital. Un ambiente que también se da en la base de los sindicatos de clase y en el PSOE, y que en el caso de Izquierda Unida se ha reflejado con el incremento de su apoyo electoral y en las declaraciones de muchos de sus dirigentes sintonizando mucho más con lo que se vive en las calles.
El capitalismo es horror sin fin, solía decir Lenin. Cuando esta catástrofe se extiende como una mancha de aceite por el mundo, cabe preguntarse: ¿Es esto necesario? ¿Es inevitable? Ni es necesario ni es inevitable. La razón de esta sinrazón se explica por la supervivencia de un sistema decrépito y reaccionario, el capitalismo, basado en la dictadura brutal de un puñado de grandes bancos y multinacionales. La clase obrera entenderá, en esta dura escuela de la crisis, la necesidad de volver a levantar con fuerza la bandera del socialismo, de la lucha por la expropiación de la banca, de los monopolios, de los latifundios, bajo el control democrático de la mayoría de la población. Con las palancas fundamentales de la economía bajo el control de la clase obrera sería posible utilizar toda la capacidad productiva de la sociedad y planificar de forma armónica la economía mundial. En condiciones semejantes toda la situación se transformaría de un plumazo, se lograría fácilmente suprimir la lacra del desempleo, garantizando a todos un puesto de trabajo digno. Gracias a la planificación socialista de la economía sería completamente factible la reducción drástica de la jornada laboral, sin recorte del salario, permitiendo a la mayoría de la población participar realmente en la gestión de la vida social, en la economía, en la política, en la cultura, que dejarían de ser el monopolio de la clase dominante. No existiría ningún impedimento para garantizar una vivienda pública decente y asequible, una enseñanza y una sanidad gratuitas y de calidad. Esta es la verdad que los grandes medios de comunicación de la burguesía y la ideología dominante se encargan de ocultar sistemáticamente.
La conclusión más importante a sacar de la impresionante lucha de masas de estos años es evidente: todos los trabajadores y jóvenes que entendemos la necesidad de construir un referente de lucha con un programa y una estrategia revolucionaria, anticapitalista, verdaderamente socialista, tenemos que organizarnos. El socialismo es una necesidad pero no caerá del cielo. Será el producto de la acción consciente de la clase trabajadora para levantar una organización revolucionaria a la altura de las circunstancias históricas. La Corriente Marxista Revolucionaria lucha por construir esta alternativa socialista no sólo en el Estado español sino internacionalmente. A través de nuestro periódico El Militante, defendemos día a día estas ideas con nuestra intervención cotidiana en las luchas de los trabajadores, en los sindicatos y las organizaciones políticas de la clase obrera, en el movimiento juvenil y estudiantil. Participa con nosotros en la tarea más necesaria y que más merece la pena llevar a cabo: la transformación socialista de la sociedad.
¡Únete a la lucha por la revolución socialista! ¡Únete a la Corriente Marxista Revolucionaria!
Octubre de 2012
· Por la retirada de todos los planes de ajuste aprobados por el PP desde que llegó a La Moncloa. En defensa de la sanidad, la educación y los servicios sociales públicos. En defensa de todos los puestos de trabajo.
· ¡No a la amnistía fiscal a los defraudadores, que son los grandes empresarios y banqueros del país! ¡Aumento drástico de los impuestos a las grandes fortunas! ¡Confiscación del patrimonio de los defraudadores!
· Basta de pérdida de poder adquisitivo. Por una escala móvil precios-salarios. Jornada laboral de 35 horas sin reducción salarial. Salario mínimo de 1.100 euros al mes.
· Subsidio de desempleo indefinido hasta encontrar un empleo. Paralización de todos los desahucios. Juicio y encarcelamiento de los banqueros responsables de la quiebra de Bankia y de la estafa de las “preferentes”.