La escena no puede ser más sórdida. Ocurre en una playa de Niza, en la glamurosa Costa Azul. La policía francesa obliga a una mujer musulmana a despojarse de su túnica. Puede que también le hayan puesto una multa, en estricto cumplimiento de la legislación que, en más de una docena de municipios franceses prohíbe el uso del burkini en sus playas. A su alrededor, algunos la increpan con gritos de “vuélvete a tu país”. La mujer ya está en su país. La mujer es francesa. Su hija, superada por los acontecimientos, llora atemorizada, quizá también avergonzada por esta grotesca situación.
En todo caso, la mujer se ha quitado ya la túnica. Debajo lleva una camiseta negra, de tirantes y unos leggins. A juicio de los policías presenta ya el aspecto adecuado para disfrutar libremente de un soleado día de playa. Los agentes se van, con la satisfacción del deber cumplido. Ni un solo gramo de libertad ha ganado el pueblo francés, ni mucho menos las mujeres tras esta actuación policial. Si acaso, algunos elementos racistas y xenófobos sacan pecho con satisfacción, sintiéndose amparados por el Estado, y miran con desprecio a la familia musulmana. A la madre, a la niña, al resto del grupo.
Pese a lo que pretenden hacernos creer, las leyes que prohíben el burkini no son progresistas. No pretenden velar por la libertad de las mujeres. Tampoco solucionar ningún problema de orden público. No nacen de ninguna reivindicación popular, ni son una demanda mayoritaria. Las leyes que prohíben el burkini, como sus antecesoras de 2004 y 2010, forman parte de una estrategia política más amplia. La de señalar a un grupo social (en este caso la comunidad musulmana), estigmatizándolo mediante el sistema de proscribir determinadas actuaciones o comportamientos propios de dicho grupo, que en si mismos no suponen ningún delito. Es un paso necesario para construir el mito. El mito pagano. El mito judío. El mito musulmán. El chivo expiatorio, tan oportuno para desviar la atención de los problemas reales, los que provocan los capitalistas con su insaciable codicia, con su obsesiva búsqueda de beneficios a cualquier precio.
Porque, a la vez que la burguesía francesa extiende los prejuicios sobre la comunidad musulmana en su conjunto, en nombre de los “valores laicos y republicanos”, el Estado francés recorta derechos laborales y sociales y endurece la represión sobre los activistas, el movimiento obrero, los estudiantes… El objetivo es siempre el mismo: debilitarnos, dividirnos, enfrentarnos… y su justificación absoluta la amenaza terrorista que se cierne en torno a nosotros. Y es cierto que el terrorismo yihadista golpea cruelmente en Europa (y más cruelmente aún en el continente africano o asiático) pero no lo es menos que muchos de los grupos que lo practican no se sostendrían ni diez minutos sin el apoyo económico y logístico de las democracias occidentales, o de gobiernos títeres, como el de Arabia Saudí o el de Turquía. Y que este apoyo viene determinado por los intereses económicos en juego.
Y como históricamente los avances en los derechos de las mujeres han venido de la mano de los avances económicos y sociales del conjunto de la sociedad, fruto de una lucha descarnada contra las oligarquías de la zona, los gobiernos occidentales se han posicionado siempre con los poderosos para preservar sus intereses. Así fue, por ejemplo, con la victoria de los talibanes en Afganistán, apoyados por los Estados Unidos, que liquidó los avances de la revolución Saur de 1978, sumió al país en la barbarie y determinó, entre otras cosas, la imposición del burka o la prohibición de estudiar a las niñas.
Contra la opresión del integrismo islámico la lucha de las mujeres en estos países ha revestido en ocasiones un carácter heroico. Arriesgando su integridad física y su vida, mujeres feministas, militantes de la izquierda, activistas en general, denuncian su situación y luchan por recuperar el espacio público del que las han excluido, por conquistar el control sobre sus vidas y sus cuerpos. En esa lucha nos reconoceremos siempre los revolucionarios de todo el mundo.
Pero las leyes recientemente aprobadas en Francia, y otras muchas en el resto de Europa que implican una clara discriminación contra los musulmanes nada tienen que ver, como decimos, con una voluntad emancipadora, sino todo lo contrario. Su aplicación no libera a las mujeres musulmanas, sino que segrega a muchas de ellas, apartándolas del espacio público, y las señala y estigmatiza a todas. Y esto favorece la extensión de los prejuicios xenófobos, y apuntala el ascenso de la extrema derecha. Por este motivo, oponernos a estas leyes y combatir cualquier tipo de discriminación contra las minorías en los países occidentales es también una obligación ineludible para los trabajadores en general y para la izquierda en particular.
Luchar contra la opresión integrista en Asia o en África, y contra las conductas racistas y xenófobas y la legislación que las alienta en Europa es, por tanto, una y la misma cuestión. Una cuestión de clase.