“Las elecciones italianas del 25 de septiembre han otorgado una victoria rotunda a la ultraderechista Giorgia Meloni, que se ha hecho con el 26% de los votos. Con su demagogia reaccionaria (“Dios, patria y familia”), nacionalista (“Primero Italia y los italianos”), contra las élites financieras y la burocracia de la Unión Europea, y respaldada por un sector importante de la burguesía italiana, la formación neofascista  Fratelli d'Italia (Hermanos de Italia) ha rentabilizado el haber sido la única fuerza política que no ha formado parte del Gobierno de unidad nacional de Mario Draghi”.

Con este párrafo se inicia el balance de las elecciones italianas que publicamos en la web de Izquierda Revolucionaria[1]. Meloni, admiradora confesa de Mussolini, fue militante del Fronte della Gioventù (Frente de la Juventud, FdJ), la organización de choque del Movimiento Social Italiano (MSI) fundada por el fascista Giorgio Almirante. El FdJ se hizo visible por sus violentos ataques contra las movilizaciones obreras y juveniles en los años setenta, el asesinato de activistas de la izquierda política y sindical, y contó con decenas de miembros juzgados y condenados por su actividad terrorista.

Este pasado no ha impedido que Meloni se haya convertido en la primera jefa de Gobierno neofascista en la Italia posterior a la Segunda Guerra Mundial, confirmando de paso que la liberación de la mujer no se resuelve por ganar posiciones de poder. Giorgia se ha destacado como una furiosa antifeminista y homófoba, partidaria del machismo más acérrimo, del integrismo católico y el racismo más visceral. Nunca ha ocultado sus ideas. Por eso es muy significativa la actitud que han tenido hacia ella, y hacia el cambio político que representa, las instituciones que se dicen democráticas.

Empezando por el presidente de la República Italiana, Sergio Mattarella, que elogió la rapidez con la que se constituyó el Gobierno de Meloni, siguiendo por las parabienes que recibió desde el Partido Popular Europeo, y terminando en las elogiosas palabras de felicitación de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, y las que igualmente pronuncio el secretario general de la OTAN, el socialdemócrata Jens Stoltenberg, la operación de legitimación de la extrema derecha neofascista por parte del capital europeo, y de los partidos gobernantes, puede llevar a asombro pero es una constante en la historia.

La falacia de los llamados “cordones sanitarios” para frenar a las formaciones neofascistas y ultraderechistas se ha revelado en toda su dimensión. Han mostrado su impotencia en EEUU, en Brasil, en Suecia, en Alemania, Portugal, Italia, o el Estado español, donde la ultraderecha sigue progresando y consolidando una fuerte base social. Las causas de este proceso hunden sus raíces en la descomposición del capitalismo y las políticas de la nueva y la vieja socialdemocracia, entregadas a una estrategia de colaboración con la burguesía y de búsqueda de la estabilidad capitalista que la están llevando, en los hechos, a respaldar por enésima vez los programas de ajuste, recortes y austeridad que empobrece a millones de personas. Este substrato es el que abona el crecimiento de la extrema derecha y da vigor a su demagogia.

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En Italia la falacia de los llamados “cordones sanitarios” para frenar a las formaciones neofascistas y ultraderechistas se ha revelado en toda su dimensión. 


Como decíamos, no es la primera vez que esto sucede. Un vistazo a los procesos políticos en la Europa de los años treinta del siglo XX nos muestra que los mismos errores que hoy comete la izquierda institucional ya se produjeron a una escala igual de trascendental. Entender por qué la política de concesiones y colaboración de clases cosechó unos resultados trágicos no es un ejercicio académico. Lo que nos jugamos en el futuro inmediato es demasiado como para obviar las lecciones del pasado.

Por eso, recordar como Mussolini fue capaz de llegar al Gobierno en octubre de 1922, cual fue el papel de las instituciones de la República Italiana en aquel momento, cómo se posicionaron las diferentes clases y sus organizaciones, qué hizo y qué no hizo la izquierda parlamentaria, no es nostalgia. A pesar de las diferencias que la situación actual presenta con ese periodo (la existencia de la URSS y el ascenso de la revolución socialista en Europa), la toma del poder por parte de Mussolini y el crecimiento de las fuerzas fascistas no dejan de mostrar tendencias objetivas que guardan una gran similitud con lo que hoy estamos viviendo.

El fracaso de la revolución europea

La crisis revolucionaria se extendió con virulencia por el viejo continente tras el final de la Primera Guerra Mundial y especialmente después del Octubre ruso de 1917. Finlandia a comienzos de 1918 y Alemania y Austria en noviembre. En 1919, la insurrección espartaquista en Berlín y la proclamación de la república soviética en Hungría y Baviera. Entre 1919 y 1921 Gran Bretaña se vio sumida en una oleada de huelgas y motines obreros. En 1920 se desató el movimiento revolucionario y las ocupaciones de fábricas en Italia. En 1921, nueva insurrección en Alemania central.  De 1918 a 1921, el trienio bolchevique en el Estado español. Nuevamente en 1923, insurrección en Bulgaria y crisis revolucionaria en Alemania. En 1924, insurrección obrera en Estonia[2].

En Alemania, el país clave, la actuación de la socialdemocracia y de las tropas de choque de la burguesía, reprimiendo y asesinando a miles de militantes comunistas, conjuró temporalmente la amenaza revolucionaria. Pero la correlación de fuerzas era tan desfavorable a los capitalistas, que los intentos de imponer una dictadura militar fracasaron: la violencia contrarrevolucionaria tuvo que combinarse con concesiones y reformas para aplacar a los trabajadores. La derrota de la revolución socialista en enero de 1919, y el asesinato de Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht y Leo Jogiches ordenado por el Gobierno socialdemócrata y ejecutado por los Freikorps, tuvo como subproducto el alumbramiento de un régimen de democracia burguesa: la república de Weimar.

Después de grandes combates, de innegables muestras de heroísmo y voluntad revolucionaria, la burguesía logró asestar un duro golpe a las perspectivas de la Internacional Comunista de un rápido triunfo en Europa. La clase dominante pudo restablecer temporalmente sus posiciones y la confianza en sí misma se engrandeció, dejando en claro que más de un siglo monopolizando el poder no habían pasado en balde. Trotsky describió así la situación en 1921:

  “Lo que hemos visto en el curso de los diez años últimos es la ruina, la descomposición de la base económica de la sociedad capitalista y la destrucción de la riqueza acumulada. Actualmente estamos en plena crisis, una crisis aterradora, desconocida en la historia, y que no es una simple crisis periódica ‘normal’ e inevitable en el proceso de desarrollo de las fuerzas productivas del régimen capitalista; esta crisis significa hoy la ruina y el desastre de las fuerzas productivas de la sociedad burguesa. (...) la curva del desarrollo económico capitalista tiende, a través de todas sus oscilaciones, hacia abajo y no hacia arriba. Sin embargo, ¿quiere esto decir que el fin de la burguesía llegará automática y mecánicamente? De ningún modo. La burguesía es una clase viva que ha surgido sobre determinadas bases económicas y productivas. Esta clase no es un producto pasivo del desarrollo económico, sino una fuerza histórica, activa y enérgica. Esta clase ha sobrevivido a sí misma, o sea, se ha convertido en el más terrible freno del desarrollo histórico. Esto no quiere decir que esta clase esté dispuesta a cometer un suicidio histórico ni que se disponga a decir: ‘Como la teoría científica de la evolución histórica dice que soy reaccionaria, abandono la escena’. ¡Evidentemente esto es imposible! Por otra parte, no es suficiente que el Partido Comunista reconozca a la clase burguesa como condenada y casi liquidada para considerar segura la victoria del proletariado. No. ¡Todavía hay que vencer y derrocar a la burguesía!”[3]

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La crisis revolucionaria se extendió con virulencia por el viejo continente tras el final de la Primera Guerra Mundial y especialmente después del Octubre ruso de 1917. 


La radicalización de amplios sectores de la clase obrera y el campesinado europeos dejó paso a un periodo de reflujo, que coincidió además con un agravamiento de la crisis económica. En aquellas condiciones adversas, avanzar en la construcción de los partidos comunistas equivalía a ganar posiciones firmes en el movimiento obrero y ligarse a las luchas defensivas de los trabajadores. Para vencer y derrocar a la burguesía había que fortalecer, perfeccionar y curtir el factor subjetivo de la revolución proletaria, es decir, el partido comunista, para conquistar el apoyo consciente de la mayoría de la clase obrera.

La burguesía aprovechó la derrota revolucionaria y la dura crisis económica para lanzar una ofensiva general contra los salarios y las condiciones de vida. Las concesiones realizadas en los momentos más críticos de la ofensiva revolucionaria se recuperaban ahora con intereses añadidos. Los dirigentes de la Internacional Comunista plantearon un giro táctico hacia una política defensiva que, mediante acciones por reivindicaciones concretas —como aumentos salariales, reducción de jornada, subsidio obrero, derechos democráticos—, permitiese a los comunistas llegar a la base obrera de las organizaciones socialdemócratas. Esta táctica, aprobada en el III Congreso de la IC (1921) y que recibió el nombre de frente único, se resume en el lema “marchar separados, golpear juntos”.

Los comunistas querían entrar en contacto con la base socialdemócrata a través de acciones contra el enemigo común, pero garantizando la total independencia de su partido y la defensa del programa revolucionario. El llamado a la unidad de acción no solo se dirigía a la base de la socialdemocracia, sino también a sus dirigentes, que obviamente reaccionaron con gran hostilidad. Los líderes de la Segunda Internacional no estaban dispuestos a emprender una lucha unitaria por ese tipo de reivindicaciones, y mucho menos cuando solo podrían ser arrancadas a la burguesía mediante acciones de carácter revolucionario.

Aunque las derrotas del periodo 1919-1923 permitieron una estabilización precaria de la situación, la política de las potencias vencedoras colocó cargas de dinamita en los cimientos de la sociedad. A la salida de la guerra mundial, Europa se encontró en una posición de subordinación frente a EEUU, pero también más atomizada y debilitada por la creación de un gran número de pequeños Estados. En palabras de Trotsky: “El inglés Keynes llamó a Europa casa de locos y, en efecto, desde el punto de vista del progreso económico, toda esta novedad de pequeños estados que la reducen, con su sistema de aduanas, etc., se presenta como un monstruoso anacronismo, como una absurda incursión de la Edad Media en el siglo XX. En el momento en que la península balcánica está en una situación de barbarie, Europa se balcaniza”[4].

La nueva correlación mundial de fuerzas surgida de la guerra reforzó las ambiciones anexionistas e imperialistas de Francia y Gran Bretaña y su afán por someter al pueblo alemán a un expolio humillante. Con el tratado de Versalles (junio de 1919), Alemania perdió una séptima parte de su territorio nacional y fue obligada a indemnizar a los aliados con 20.000 millones de marcos-oro antes de mayo de 1921, una cifra que la conferencia de Londres (abril 1920) aumentó a 132.000 millones, a pagar en los veinticinco años siguientes.

La Internacional Comunista denunció implacablemente esta política de revancha de las potencias imperialistas: “Embriagada por su chovinismo y sus victorias, la burguesía francesa se considera ya dueña de Europa. En realidad, Francia nunca estuvo, desde todo punto de vista, en una situación de dependencia más servil con respecto a sus rivales más poderosos, Inglaterra y EEUU. Francia impone a Bélgica un programa económico y militar, y transforma a su débil aliada en provincia vasalla, pero frente a Inglaterra desempeña, en mayor dimensión, el papel de Bélgica. Por el momento, los imperialistas ingleses dejan a los usureros franceses la tarea de hacerse justicia en los límites continentales que les son asignados, logrando de ese modo que recaiga sobre Francia la indignación de los trabajadores de Europa y de la propia Inglaterra. En ambos casos contaron con la colaboración leal de la socialdemocracia, de sus parlamentarios y ministros, contra los trabajadores revolucionarios”[5].

Las contradicciones no resueltas, y agravadas por los draconianos acuerdos de la posguerra, resurgieron con una virulencia mayor en poco menos de seis años. En 1929 la economía mundial sufrió un crack sin precedentes. Tras el breve interludio de los “felices 20”, la nueva recaída del capitalismo anunció una nueva era de revoluciones proletarias, pero también de contrarrevoluciones y guerras.

Los acontecimientos de 1917-1923 habían probado que la burguesía no abandonaría el poder sin una lucha encarnizada. La clase dominante estaba dispuesta a todo en aras de asegurar la continuidad del capitalismo, aunque eso significara sacrificar y mandar a mejor vida las instituciones de la democracia parlamentaria en que tanto creía la socialdemocracia.

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Imagen de la revolución alemana de 1918. 


El fracaso de la revolución europea dejó al Estado obrero soviético aislado en unas condiciones materiales espantosas, lo que originó fenómenos no previstos. La falta de apoyo de las economías más avanzadas complicó de manera considerable la edificación del socialismo en Rusia. El hundimiento de la economía y el retroceso a condiciones de barbarie, forzado por años de intervención imperialista contra la Rusia soviética, minó progresivamente las bases de la democracia obrera. Los sóviets y el Partido Comunista pasaron a ser controlados por una casta burocrática cuyos intereses materiales y políticos se fueron consolidando en abierta contradicción con los del proletariado mundial. La perspectiva internacionalista de la revolución fue sustituida por la estrechez nacional del socialismo en un solo país.

La derrota del proletariado europeo también abrió la puerta a otro fenómeno difícil de prever en aquel momento: el fascismo. En Italia fue donde primero triunfó.

La revolución italiana

Al finalizar la contienda Italia seguía siendo una nación capitalista atrasada, con una economía marcada por el desarrollo desigual. Gracias al impulso de la guerra se aceleró el crecimiento industrial en el norte, concentrado en el triángulo Génova-Milán-Turín, y alrededor de Terni y Nápoles en el centro y sur. Los obreros industriales sumaban por aquel entonces 4.350.000. A pesar de ello, las debilidades estructurales del capitalismo italiano se manifestaban en su gran dependencia del capital financiero exterior, en que debía importar todo tipo de maquinaria, materias primas y bienes de consumo, y en una agricultura muy poco productiva basada en grandes latifundios en el sur del país trabajados por una masa de jornaleros. Su estructura de clases era muy semejante a la del Estado español.

“En la Primera Guerra Mundial, escribe Chris Bambery, Italia se había situado en el bando de los vencedores. Entró en el conflicto transcurrido un año, dejando de lado su alianza con Alemania y Austria y sustituyéndola por Gran Bretaña y Francia, tras regatear entre los bandos rivales por el mejor precio. En el tratado secreto de Londres (revelado por los bolcheviques solamente después de la Revolución de Octubre de 1917), Londres y París prometieron a Italia buena parte de los Balcanes, una franja del territorio turco, más posesiones coloniales en el Norte y el Este de África, y las zonas del Imperio austríaco con población italiana. No obstante, los tratados de paz finales quedaron lejos de todo esto. Estados Unidos y Francia respaldaron la creación de un Estado que aglutinase las distintas agrupaciones eslavas: la futura Yugoslavia. La violenta reacción nacionalista entre los antiguos oficiales, los estudiantes y otros sectores de la clase media italiana representó un factor decisivo en el crecimiento del fascismo entre 1920 y 1922”[6].

Pero el acontecimiento más importante de la Italia de posguerra fue el fermento político entre los trabajadores y los campesinos italianos, atizado por la inflación y el crecimiento del desempleo, y que aumentó considerablemente con las noticias del triunfo bolchevique. Esas fueron las condiciones que alentaron el formidable giro a la izquierda en las filas del Partido Socialista Italiano (PSI) y para la gran oleada huelguística que entre 1918 y 1920 se extendió por los campos meridionales y el norte industrial.

Fueron los años del bienio rojo, cuando gigantescas huelgas obreras dominaron Florencia, Bolonia, Palermo, Milán, Roma, Turín, Nápoles… y el movimiento jornalero protagonizó ocupaciones de tierras (cerca de 28.000 hectáreas en dos años) y creó potentes sindicatos agrarios, las Ligas Rojas. Aquel movimiento de masas arrancó concesiones y mejoras salariales, la reducción de la jornada a 8 horas, el reconocimiento de los sindicatos y reforzó los consejos de fábrica, auténticos órganos de poder proletario. El ascenso de la lucha obrera quedó plasmado en el vertiginoso avance de la Confederación General del Trabajo (CGdL), que pasó de unos 250.000 miembros antes de la guerra a 2.200.000 a finales de 1919.

Estos acontecimientos se dejaron sentir dentro del PSI y reforzaron las tendencias pro-  comunistas. La Revolución rusa ya había provocado la formación de una corriente en el seno del partido, cuyos miembros más relevantes serían los jóvenes Antonio Gramsci y Amadeo Bordiga, y la tendencia centrista del partido, los llamados “maximalistas” ganarían el congreso del partido  en 1918 con el 70% de los votos. Pero los líderes maximalistas, pese a su retórica radical, jamás asimilaron el programa del marxismo ni defendieron una estrategia consecuentemente revolucionaria en 1919-1920. Bordiga y Gramsci, los futuros dirigentes del Partido Comunista Italiano, fundarían dos periódicos pro bolcheviques de gran influencia: Il Soviet de Nápoles y L’Ordine Nuovo de Turín.

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De 1918 a 1920, fueron los años del bienio rojo. Gigantescas huelgas obreras dominaron Florencia, Bolonia, Palermo, Milán, Roma, Turín, Nápoles… y el movimiento jornalero protagonizó masivas ocupaciones de tierras. 


Si el ascenso revolucionario reforzó el crecimiento del ala maximalista y permitió al PSI obtener un espectacular resultado en las elecciones de noviembre de 1919 —logró 156 diputados convirtiéndose en el primer partido del Parlamento—, los consejos de fábrica eran el mejor testimonio de la atmósfera que se vivía y las posibilidades de que la clase obrera pudiera tomar el poder como en Rusia. En septiembre de 1919 se publicó en Turín el programa de los consejos, elaborado por los propios trabajadores de la Fiat:

   “1) Los comisarios de fábrica son los únicos y autorizados representantes sociales de la clase proletaria, elegidos por sufragio universal por todos los trabajadores en el mismo lugar de trabajo (...) 3) Los sindicatos tendrán que continuar su actual función, que es la de negociar con los patronos buenas condiciones de salario, horario y normas de trabajo para el conjunto de los trabajadores de las diferentes categorías, dedicando todos sus conocimientos adquiridos durante las luchas del pasado (...). Los consejos encarnan, en cambio, el poder de la clase obrera, ordenada por taller, en contra de la autoridad patronal. Los consejos encarnan socialmente la acción de todo el proletariado en la lucha para la conquista del poder público, para la abolición de la propiedad privada. 4) Los trabajadores organizados en los consejos (...) rechazan como artificial, parlamentarista y falso cualquier otro sistema que los sindicatos deseen seguir para conocer la voluntad de las masas organizadas. La democracia obrera no se basa en el número ni en el concepto burgués de ciudadano, sino en las funciones del trabajo, en el lugar que la clase obrera naturalmente asume en el proceso de la producción industrial (...) 7) Las asambleas de todos los comisarios de los talleres de Turín afirman con orgullo y certeza que su elección y la formación de consejos representa la primera afirmación concreta de la revolución comunista en Italia. Se compromete a dedicar todos los medios a su disposición para que el sistema de los consejos (...) se difunda irresistiblemente y consiga en el menor tiempo posible que sea convocada una conferencia nacional de los delegados obreros y campesinos de toda Italia”.

Las condiciones para la revolución socialista estaban madurando a gran velocidad. En la conferencia de Bolonia, el PSI se tuvo que comprometer formalmente a “construir sóviets en dos meses”, además de adherirse por aclamación a la Internacional Comunista. La correlación de fuerzas era desfavorable a la burguesía y al aparato del Estado. En definitiva, las posibilidades para crear y coordinar por todo el país un poder obrero alternativo al Parlamento burgués, partiendo de los consejos de fábrica y las Ligas Rojas, eran enormes. Pero las masas esperaron en vano las directrices del PSI, y pronto comprobarían que una cosa era votar resoluciones para conectar con el ambiente probolchevique de la base, y otra muy distinta poner la maquinaria del partido al servicio de una estrategia revolucionaria y tomar el poder.

Las vacilaciones de los dirigentes socialistas y su negativa a impulsar el movimiento fueron aprovechadas por la patronal. En abril de 1920, la huelga lanzada por los comités de fábricas de Turín fue enfrentada por los empresarios con un cierre patronal generalizado. En respuesta, la Federación Obrera Metalúrgica (FIOM) de Turín, en la que Gramsci y sus camaradas probolcheviques de L’Ordine Nuovo tenían una influencia destacada, organizó una huelga que duró casi 20 días y que implicó a medio millón de trabajadores de todo el Piamonte, incluidos los campesinos. Gramsci y sus compañeros propusieron una huelga general nacional indefinida para preparar la insurrección, pero no lograron el apoyo de la dirección del partido ni de la CGdL.

La patronal del metal, envalentonada después de ese primer choque, lanzó una nueva provocación y se negó a negociar con la FIOM las condiciones de los convenios colectivos. Pero en esta ocasión la presión de la base obrera prevaleció. Cuando, a finales de agosto la dirección de Alfa Romeo evacua la fábrica y cierra las puertas de acceso para terminar con la huelga, la FIOM llama a los trabajadores a ocupar las fábricas para tratar de impedir que los empresarios vuelvan a recurrir al cierre patronal.

“Esta ocupación de fábricas —escribe Angelo Tasca en su libro sobre el fascismo italiano— es, en su origen, un simple y mal sucedáneo de la huelga (...) un medio más económico para imponer el nuevo contrato colectivo de trabajo. Los dirigentes de la FIOM han escogido la vía del mínimo esfuerzo: creían que con la ocupación de las fábricas pronto provocarían la intervención del Gobierno, y algunos de ellos incluso acariciaban —sin atreverse a confesarlo— la esperanza de que la ocupación tendría un desenlace político con la participación de los socialistas en el poder”.

Pero el llamamiento de la FIOM desató un poderoso movimiento de ocupación de empresas que contó con la participación de decenas de miles de trabajadores. “El 31 de agosto —continúa Tasca—, los obreros invaden 280 empresas metalúrgicas de Milán y, en los días siguientes, el movimiento se extiende a toda Italia, adelantándose, en ocasiones, a las órdenes de los dirigentes. Se empieza por las fábricas metalúrgicas, pero como estas fábricas necesitan materias primas y accesorios que les son proporcionados por otras industrias, la ocupación se extiende a estas para hacer posible la continuación del trabajo de las primeras. La dirección de las empresas pasa a los consejos de fábrica, que se esfuerzan en continuar la producción. En esta tarea, las comisiones obreras únicamente pueden contar consigo mismas, ya que todos los ingenieros y casi todos los técnicos y empleados han abandonado las fábricas por orden de la organización patronal”[7].

Las ocupaciones pusieron sobre el tapete la cuestión del poder. Durante algunas semanas, los consejos de fábrica controlaron la producción, ante la impotencia de los patronos, pero una situación así no podía durar mucho tiempo. El control obrero de la producción, síntoma inequívoco de la madurez que la crisis revolucionaria va alcanzando, es una fase transitoria, un puente necesario para continuar profundizando la ofensiva obrera hasta expropiar política y económicamente a la burguesía.

Septiembre de 1920 marcó el punto decisivo para coordinar las ocupaciones de fábrica con el movimiento campesino de las Ligas Rojas en una estrategia clara hacia la toma del poder. Pero, a pesar de los esfuerzos de los trabajadores, la dirección del PSI no tenía ningún plan revolucionario, no había preparado la sublevación ni el armamento obrero. Por su parte, los maximalistas, ardientes partidarios en palabras de la Revolución de Octubre, dieron muestras de una completa carencia de programa y táctica revolucionarias, más allá de sus buenos discursos a favor de los sóviets. En cuanto a la dirección reformista de la CGdL, saboteó todo lo que pudo el movimiento revolucionario.

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El bienio rojo italiano fue una clara advertencia de que un triunfo revolucionario, como en Rusia, era perfectamente posible. 


Tras diez días de resistencia, las fábricas seguían ocupadas. Pero sin planes para una huelga general nacional y sin una estrategia insurreccional, el poder se escapó de las manos de los trabajadores. El movimiento de ocupaciones de fábricas, que se podría haber transformado en el ariete de la lucha por el poder, terminó, a pesar de las concesiones de la patronal y el Gobierno, con un sabor muy amargo: “Los obreros han obtenido, además del contrato colectivo, el control sindical sobre la industria. Pero, ¿qué puede significar a sus ojos esta ambigua comisión, instituida por decreto de 15 de septiembre, en comparación con la ilusión vislumbrada durante algunas semanas en las fábricas ocupadas?”[8].

A finales de septiembre de 1920, las fábricas fueron desalojadas por miles de soldados siguiendo las directrices del Gobierno burgués de Giolitti, y las concesiones legales quedaron aparcadas en las discusiones infructuosas del Parlamento burgués.

El bienio rojo fue una clara advertencia de que un triunfo revolucionario, como en Rusia, era perfectamente posible. Pero no se llevó hasta el final la lucha y eso tuvo graves consecuencias. Así lo señala Tasca en su obra: “Con la ocupación de las fábricas, la burguesía ha recibido una conmoción psicológica que explica su violencia y que determina sus sucesivas actitudes. Los industriales se han sentido heridos en sus derechos a la propiedad y el mando; se han visto eliminados de las fábricas, en las que, bien o mal, el trabajo se proseguía en su ausencia. Han sentido el estremecimiento del que ha sido rozado por la muerte y que, vuelto a la vida, se siente un ‘hombre nuevo’ (...) La hora del fascismo ha llegado”[9].

El turno de Mussolini

La burguesía tomó buena nota de lo ocurrido, y dejando atrás las vacilaciones y las buenas palabras del discurso liberal-parlamentario se dispuso a brindar su apoyo a las tropas de choque de Benito Mussolini.

En los años del bienio rojo las guardias fascistas habían sido entrenadas como una milicia para aterrorizar a los trabajadores y golpear sus organizaciones. Pero el intento fracasado de tomar el poder en septiembre de 1920, permitió a los capitalistas socavar las conquistas obreras de los años previos y colocar todo el peso de la crisis económica sobre sus espaldas y las de la clase media. De esta manera, y ante la incapacidad del PSI para ofrecer una salida revolucionaria, la pequeña burguesía italiana quedó a merced de la demagogia fascista.

Las milicias de Mussolini fueron reforzadas por miles de estudiantes, parados, comerciantes y profesionales arruinados; la desesperación de la pequeña burguesía proporcionó una base de masas a los fascistas y les dio la confianza necesaria para aumentar la audacia de sus acciones.

Después de septiembre, los fascistas comenzarían una ofensiva general contra el movimiento obrero, para la que contaron con el apoyo del aparato estatal capitalista. Merece la pena citar las palabras de Daniel Guérin al respecto:

   “En esa época las escuadras fascistas no solo cuentan con los subsidios de la gran burguesía, sino con el apoyo material y moral de las fuerzas represivas del Estado: policías, carabineros, ejército. La policía recluta para las escuadras a gente fuera de la ley, con amenazas o con promesas de tolerancias. Presta sus vehículos a los escuadristas, niega permisos de uso de armas a los obreros y campesinos y los concede o los prorroga a los fascistas. La fuerza pública tiene órdenes de no intervenir cuando atacan los fascistas y, de hacerlo, solo si los rojos resisten. Con frecuencia, policías y fascistas preparan de común acuerdo las agresiones contra las organizaciones obreras (....).

    Los magistrados, por su parte, distribuyen ‘siglos de cárcel a los antifascistas y siglos de indulgencia a los convictos del fascismo’. En 1921, el ministro de Justicia, Fera, envió una circular a la magistratura aconsejando que dejen dormir los expedientes sobre las acciones criminales de los fascistas. Pero el apoyo decisivo es el que les presta el ejército. El 20 de octubre, el general Badoglio, jefe del Estado Mayor, envía una circular confidencial a los jefes de las regiones militares. Les anuncia que los oficiales que están siendo desmovilizados (unos 60.000 en aquel momento) irán a los centros más importantes, con obligación de afiliarse a los fascios de combate, para dirigirlos y encuadrarlos (...) En noviembre de 1921, con la colaboración del general Gandolfi, las escuadras se funden en una verdadera organización militar (...).

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La burguesía italiana tomó buena nota de lo ocurrido, y se dispuso a brindar su apoyo a las tropas de choque de Benito Mussolini. 
 

   ‘Miles de hombres armados —cuenta Malaparte— hasta 15.000 o 20.000 en ciertas ocasiones, caen de pronto sobre una ciudad o varias aldeas, yendo rápidamente de una provincia a otra en sus camiones’. Atacan las sedes de los sindicatos, las cooperativas y diarios obreros; a primeros de agosto de 1922, se apoderan del Ayuntamiento de Milán y de Livorno, dos municipios socialistas; incendian los locales del diario Avanti, de Milán; del diario Lavoro, de Génova, y ocupan el puerto de esta ciudad, plaza fuerte de las cooperativas obreras de los estibadores. Con esta táctica desgastan y desmoralizan al proletariado organizado, privándole de sus medios de acción, de sus puntos de apoyo, en espera de aniquilarlo definitivamente después de la conquista del poder”[10].

La amenaza fascista colocó al PSI y a los sindicatos ante una disyuntiva decisiva. ¿Cómo afrontaron las organizaciones obreras el avance del fascismo? ¿Cómo reaccionaron frente a la burguesía y su aparato estatal?

“En lugar de explicar la naturaleza del fascismo a los trabajadores y qué ocurriría si Mussolini llegaba el poder —escribe Ted Grant— los dirigentes [socialistas] persistieron en engañarse a sí mismos y a sus seguidores diciendo que el Estado capitalista les protegería de la amenaza de estas bandas ilegales (...). Los socialistas llegaron incluso al punto de firmar un pacto de paz con Mussolini el 3 de agosto de 1921. Esto se hizo a iniciativa del primer ministro liberal, que deseaba ‘reconciliar’ a los socialistas con los fascistas (...). Los camisas negras utilizaron esta posición para prepararse mejor. Denunciaron el pacto y redoblaron su ofensiva contra las organizaciones obreras. Los socialistas suplicaban al Estado para que emprendiera alguna acción contra los fascistas. Y el Estado lo hizo. Empezaron las redadas, no contra los fascistas, sino contra los trabajadores y sus organizaciones”[11].

El fiasco de la política de los dirigentes socialistas para combatir el fascismo provocó que miles de militantes de izquierdas de diferentes tendencias, sindicalistas revolucionarios, socialistas de izquierda, jóvenes comunistas, organizaran sus propios grupos de autodefensa antifascistas denominados “Arditi del Popolo” (Atrevidos del Pueblo). Desgraciadamente, el joven Partido Comunista[12] adoptó una postura ultraizquierdista hacia el frente único antifascista, negándose a integrarse en los Arditi y creando sus propios escuadrones de acción, postura duramente criticada por Lenin y la dirección de la Internacional Comunista.

En todo caso, el deseo de combatir a los fascistas y desarmarlos estaba firmemente arraigado entre las masas. Así, en la primavera de 1922 la clase obrera volvió a la batalla, muy intensa entre junio y julio, obligando a los sindicatos a formar la Alianza Italiana de los Trabajadores, pero las cúpulas reformistas hicieron todo lo posible para que los obreros no desbordaran los límites de la legalidad burguesa[13].

A menos de dos años del bienio rojo, la clase obrera protagonizó una nueva oleada de luchas contra el fascismo pero, una vez más, carecía de una dirección revolucionaria, o al menos de una dirección probada. Los líderes del PSI, que pretendían que el Gobierno reaccionario parase los pies a los fascistas[14], llamaron a una “huelga por la legalidad” para finales de agosto, cuando los trabajadores ya estaban agotados tras meses de batalla desarticulada y desarmada contra la represión.

A partir de esta segunda derrota, el camino quedó completamente allanado para los fascistas. Los ataques de las bandas de Mussolini se hicieron aún más duros, obligando a los comunistas a pasar a la semiclandestinidad. Pero lo fundamental es que la decisión de apoyar a Mussolini para que se apoderase del poder había sido tomada.

Los líderes de la Asociación de la Banca, la Federación de la Industria y la Federación Agrícola, lo apoyaban incondicionalmente y financiaron con millones de liras la marcha fascista sobre Roma de octubre de 1922.

A mediados de ese mes Mussolini ordenó a los militantes del Partido Nacional Fascista que organizasen manifestaciones masivas en las principales ciudades de Italia. Pero el trabajo más importante ya estaba hecho. A esas alturas, las acciones punitivas de las escuadras fascistas habían logrado que la mayoría de los alcaldes y concejales socialistas del norte italiano renunciaran. En pocos días la región quedó en manos de las fuerzas paramilitares de Mussolini con el apoyo abierto de los mandos militares y policiales.

El éxito llenó al futuro Duce de una enorme confianza. Todas las líneas defensivas de sus contrincantes se deshacían ante su determinación, y de lo que se trataba era de asestar el golpe definitivo. Mussolini llamó a su masa combativa a marchar sobre la capital romana, en coches, camiones, en trenes y por cualquier medio, con el objetivo de forzar la entrega del poder. Con toda su parafernalia y bien armados, los primeros camisas negras llegaron a Roma el 22 de octubre y hasta el mismo 25 no dejaron de acudir en masa y cercar la ciudad.

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Benito Mussolini y sus camisas negras marchan sobre Roma. Octubre de 1922. 


Aunque el primer ministro Luigi Facta solicitó tímidamente la aprobación del estado de sitio en la capital, el rey Víctor Manuel III rechazó firmar la orden, capitulando en toda regla de acuerdo con las instrucciones de la oligarquía financiera, industrial y terrateniente, y siguiendo también sus propias simpatías profascistas.

Mussolini recibió la instrucción del monarca de formar Gobierno el 30 de octubre, y al día siguiente cerca de 25 000 camisas negras desfilaron triunfalmente. A pesar de que el partido fascista solo tenía 35 diputados de un total de 600, la burguesía entregó el poder a Mussolini. Los dirigentes socialistas hicieron como si no pasase nada. Participaron activamente en las elecciones de abril de 1924, las últimas de aquel periodo, pero se mantuvieron impotentes ante la escalada fascista. Como señala Daniel Guérin:

   “Cuando, a raíz del asesinato de Matteotti [líder parlamentario del PSI], la indignación conmueve toda la península, los socialistas no saben explotar la situación: ‘En aquel momento preciso en que hubiera sido necesario salir a la calle y lanzarse a la insurrección —dice Nenni, dirigente del ala izquierda del PSI—, fue la táctica de la lucha legal en el terreno judicial la que prevaleció’. La oposición se contentó con no aparecer en el Parlamento, en señal de protesta, retirándose del Aventino, como la antigua plebe. ‘¿Qué hacen nuestros enemigos? —dijo Mussolini en la cámara— ¿Desencadenan huelgas generales o al menos parciales? ¿Organizan manifestaciones en la calle? ¿Tratan de provocar revueltas en el ejército? Nada de eso. Se limitan a las campañas de prensa’…”[15].

Una vez en el poder, Mussolini liquidó con rapidez las instituciones parlamentarias, ilegalizó las organizaciones obreras, asesinó a cientos de activistas y encarceló u obligó a exiliarse a miles más.

Tras quebrar la capacidad de resistencia del movimiento obrero organizado, el Estado autoritario de Mussolini a través de su legislación reaccionaria, les proporcionó a los grandes empresarios los medios legales para que obtuviesen grandes plusvalías. Las noticias del triunfo fascista en Italia entusiasmaron a la burguesía española y europea: no había mejor prueba de que la amenaza revolucionaria se podía combatir exitosamente, aunque fuera a costa de implantar una dictadura y acabar con las instituciones de la democracia liberal.

En Inglaterra, el partido tory se deshizo en elogios del dictador. Las palabras de Winston Churchill  en una rueda de prensa de 1927 citada en The Times, no dejan lugar a dudas: “No pude evitar sentirme cautivado (…) como les ha sucedido a tantas otras personas por el noble y sencillo porte del signor Mussolini y por su serenidad e imparcialidad pese a las numerosas cargas y peligros (….). Si yo fuera italiano, habría sido desde el principio su partidario incondicional para acabar uniéndome a su triunfante lucha contra los brutales apetitos y pasiones del leninismo”[16].

En efecto. La burguesía inglesa, francesa, norteamericana, y por supuesto la española, veía en Mussolini a un protector, un dique de contención contra la revolución social. Estas declaraciones de Churchill se reprodujeron en boca de políticos de derechas y empresarios de las potencias “democráticas” a lo largo de más de una década. Sus crímenes contra la clase obrera se encubrieron con total descaro, y los “logros” de su Estado corporativo y totalitario no dejaron de ensalzarse.

Ahora, después de la experiencia tenebrosa del fascismo italiano y del nazismo alemán, la burguesía “democrática” es más comedida en sus afirmaciones, menos estridente, pero el fondo sigue siendo el mismo. No les gusta el pasado que Giorgia Meloni reivindica, pero la necesitan para que haga el trabajo. La fuerza de la exmisina nace de la misma base social que en su momento aupó a Mussolini. Y aunque sus objetivos aparezcan dulcificados por su discurso otanista, estamos ante una loba que busca aplastar los derechos democráticos y sociales de los trabajadores italianos.

Mussolini perdió la partida. Los obreros y la juventud antifascista le colgaron boca abajo derrotando a sus camisas negras con la insurrección armada, pero los imperialistas americanos y los burgueses italianos, que habían entregado el poder a los fascistas, pudieron recomponer sus posiciones y asegurar la continuidad del capitalismo (por supuesto gracias a la colaboración inestimable de Stalin). Hoy vuelven a jugar con fuego otra vez y entronan a una neofascista en el Gobierno con el 26% de los votos obtenidos y una abstención récord.

Esperemos que las lecciones de los años treinta no caigan en saco roto y que, a pesar de todos los obstáculos y dificultades, la izquierda revolucionaria italiana sea capaz de abrirse un camino efectivo hacia las masas.

Notas:

[1] Victoria de Meloni, colapso del PD y una abstención récord. Las lecciones de Italia

[2] En Austria, la crisis revolucionaria tuvo una evolución muy parecida a la de Alemania: como consecuencia del movimiento revolucionario de Viena, en diciembre de 1918, tras la abdicación del emperador, se proclamó la república democrática. La socialdemocracia logró contener el movimiento revolucionario en los límites del parlamentarismo burgués, hasta que este fue suprimido por el golpe de Estado de Dollfuss en 1934.

La revolución de 1918 en Finlandia fue una consecuencia de la Revolución de Octubre y de la proclamación de la independencia de Finlandia en diciembre de 1917, reconocida por el Gobierno soviético en enero de 1918. Los trabajadores de Helsinki intentaron proclamar la república obrera y constituyeron para tal fin un Gobierno revolucionario en la ciudad, pero la burguesía lanzó una brutal guerra civil apoyándose en las guardias blancas organizadas por el general Mannerheim.

Tan solo entre finales de abril y junio de 1918, el terror blanco asesinó a 4.725 personas, y en total no hubo menos de 8.380 obreros y soldados comunistas muertos a manos de la contrarrevolución. Murieron también unos 12.000 prisioneros, de los aproximadamente 80.000 encarcelados e internados en campos de concentración, la mayoría de ellos por hambre, desnutrición y enfermedad. En un país de 3.300.000 habitantes, las ejecuciones y las muertes en las prisiones sumaron 20.000 personas, unas diez veces más que en la guerra civil de Irlanda. (Julián Casanova, “Una dictadura de cuarenta años”, en Morir, matar, sobrevivir, Ed. Crítica, Barcelona, 2002, p. 6).

La república soviética húngara se estableció en marzo de 1919, tras la unificación de los partidos socialdemócrata y comunista. Con la creación del Consejo de Trabajadores y Soldados presidido por Béla Kun, la república soviética solo pudo mantenerse hasta el mes de agosto, cuando la coalición de fuerzas contrarrevolucionarias de terratenientes y militares abrieron Budapest a las tropas rumanas, que aplastaron la revolución.

La república soviética de Baviera fue proclamada en febrero de 1919 y fue parte del proceso revolucionario iniciado en noviembre de 1918.

La insurrección búlgara, dirigida por los comunistas, tuvo lugar en septiembre de 1923. El Gobierno reaccionario asesinó a 5.000 revolucionarios.

[3] León Trotsky, Una escuela de estrategia revolucionaria, FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS, Madrid, 2006, p. 80.

[4] Ibíd., p. 62.

Trotsky subrayó el carácter reaccionario de este hecho: “El programa de emancipación de las naciones pequeñas, que había surgido durante la guerra, condujo a la derrota total  y al sometimiento absoluto de los pueblos de los Balcanes, vencedores y vencidos, y a la balcanización de una parte considerable de Europa. Los intereses imperialistas de los vencedores los llevaron a separar de las grandes potencias vencidas algunos pequeños Estados que representaban a nacionalidades distintas. En este caso no se trataba de lo que se denomina el principio de las nacionalidades a la libre determinación: el imperialismo consiste en romper los marcos nacionales, incluso los de las grandes potencias. Los pequeños Estados burgueses recientemente creados solo son los subproductos del imperialismo. Al crear, para contar con un apoyo provisorio, toda una serie de pequeñas naciones, abiertamente oprimidas u oficialmente protegidas, pero en realidad vasallos (Austria, Hungría, Polonia, Yugoslavia, Bohemia, Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania, Armenia, Georgia, etc.) dominándolas mediante los bancos, los ferrocarriles y el monopolio del carbón, el imperialismo los condena a sufrir dificultades económicas y nacionales intolerables, conflictos interminables, sangrientas querellas”. “Manifiesto del II Congreso de la IC”, en La Internacional Comunista. Tesis, manifiestos y resoluciones de los cuatro primeros congresos, p. 157.

[5] Ibíd., p. 155. 

[6] Chris Bambery, Historia marxista de la Segunda Guerra Mundial, Editorial Pasado y Presente, Barcelona 2015, página 83.

[7] Angelo Tasca, El nacimiento del fascismo, Ed. Ariel, Barcelona, 2000, pp. 86-87.

[8] Ibíd., p. 93.

[9] Ibíd., pp. 91-92.

[10] Daniel Guérin, Fascismo y gran capital, Ed. Fundamentos, Madrid, 1973, pp. 160-162.

[11] Ted Grant, “La amenaza del fascismo. Qué es y cómo combatirlo”, en Obras, vol. I, FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS, Madrid, 2007, p. 188.

[12] El fracaso revolucionario de septiembre de 1920 empujaría al nacimiento del Partido Comunista Italiano, tras la escisión vivida por el PSI en su congreso de enero de 1921 en Livorno.

[13] La AIL estaba formada por la CGdL (1.850.000 afiliados en 1922, de los que 415.000 eran la minoría comunista; la mayoría se repartía entre maximalistas y fieles a Turati y D’Aragona), la USI (sindicato anarcosindicalista escindido de la CGdL en 1912, con 320.000 afiliados); la UIL (175.000 afiliados), el SFI (un sindicato ferroviario anarquista con 120.000 afiliados) y la FLP (portuarios, 100.000 afiliados). La actitud de los dirigentes del PCI hacia este frente único fue sectaria, oscilando entre la participación crítica y el boicot.

[14] Turati, portavoz del PSI, apeló al rey en julio de 1922 para “recordarle que él era el defensor supremo de la Constitución”.

[15] Guérin, op. cit., p. 191.

[16] Chris Bambery, página 32.


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