El martes 3 de noviembre se celebrarán las elecciones presidenciales en EEUU en un contexto de enorme crisis económica y política, y de máxima polarización social. El levantamiento contra la violencia racista de la policía —en el que han participado millones de personas— se sucede sin descanso, mientras las fuerzas represivas del Estado siguen cometiendo nuevos asesinatos apoyadas por bandas de extrema derecha que recorren las calles armas en mano. EEUU vive un punto de inflexión en su historia, y las consecuencias revolucionarias del mismo se dejarán sentir en todo el mundo.

Donald Trump alienta la violencia racista con un discurso anticomunista

El 23 de agosto en la localidad de Kenosha (Wisconsin) la policía disparaba siete tiros por la espalda al afroamericano Jacob Blake delante de sus tres hijos. Este fue el detonante de nuevas y masivas protestas en las calles. A los tres días, en esa misma ciudad, Kyle Rittenhouse, un joven de extrema derecha y declarado seguidor de Trump, utilizaba su fusil de asalto contra los manifestantes asesinando a dos personas mientras era protegido por la policía. Pocos días después, en Portland (Oregón), ciudad en la que desde el asesinato de George Floyd en mayo se suceden a diario las protestas, Jay Danielson, miembro del grupo de extrema derecha Patriot Prayer, recibía un disparo mortal de un militante antifascista tras un choque violento en las calles.

La reacción de Trump fue inequívoca. El 1 de septiembre acudió a Kenosha no solo para apoyar los crímenes de la policía, también justificó los asesinatos perpetrados por Kyle Rittenhouse y calificó como “terrorismo doméstico” las manifestaciones contra el racismo y la brutalidad policial. En el caso de la muerte del fascista Danielson, exigió por redes sociales la detención del presunto autor, que finalmente fue abatido a tiros por el FBI cuando procedía a su detención.

Esta ofensiva de Trump, a dos meses de las elecciones, pretende polarizar al máximo el escenario con tres objetivos. Primero, ocultar el fracaso de su desafío a China y el declive imparable del imperialismo norteamericano. Segundo, desviar la atención de la catástrofe social y económica que vive el país. Tercero, en el caso de que finalmente salga derrotado por un estrecho margen, justificar un supuesto pucherazo en los comicios.

En esta estrategia es muy significativa su cruzada contra la amenaza del “socialismo”. En los días que duró la convención del Partido Republicano, Trump se erigió en guardián de la ley y el orden, de la familia y la tradición, y lanzó un mensaje de combate para movilizar a un aparato del Estado plagado de racistas y supremacistas blancos, a los sectores de la pequeña burguesía que exigen mano dura para bajar los salarios y aplastar los derechos de los trabajadores —especialmente de los inmigrantes— y también a capas obreros atrasados y desesperados ante la crisis. Convertido en el Führer de esta masa social, y jaleado por un sector de la clase dominante, está colocando la lucha de clases a un nivel desconocido desde los años 30 del siglo pasado.

La lucha antirracista expresa la furia de la clase obrera y la juventud

Trump está respondiendo a una dinámica objetiva que hunde sus raíces en la descomposición del capitalismo estadounidense. El asesinato de George Floyd no fue más que un catalizador para desatar las mayores movilizaciones sociales de la historia norteamericana. Ni los toques de queda, ni los miles de detenidos, ni el despliegue de la Guardia Nacional fueron capaces de frenar el levantamiento de millones de jóvenes y trabajadores, activistas sociales y sindicalistas, afroamericanos, latinos, blancos, asiáticos, de todas las razas, bajo la bandera de Black Lives Matter. Un movimiento que ha superado con creces la lucha por los derechos civiles de los años 60, e incluso las movilizaciones contra la guerra de Vietnam de los setenta.

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"Ni los toques de queda, ni los miles de detenidos, ni el despliegue de la Guardia Nacional fueron capaces de frenar el levantamiento de millones de jóvenes y trabajadores."

Colocando las contradicciones de clase en primer plano, la lucha en curso ha unificado a los oprimidos por encima de cualquier barrera racial o nacional, y ha sacado a la luz el profundo retroceso en las condiciones de vida de millones de norteamericanos, empezando por la comunidad afroamericana. Un movimiento que certifica algo sabido: el “sueño americano” se ha hecho añicos ante la codicia de una oligarquía económica que lo quiere todo.

Cuando la administración Trump, con el beneplácito de los demócratas, ha dado luz verde a un plan para inyectar 3,6 billones de dólares a la banca y los grandes monopolios, cuando el Dow Jones ha cerrado el segundo trimestre de este año con una subida de 18 puntos, la mayor desde 1987, y cuando por primera vez en la historia las 12 personas más ricas del país (la oligarquía formada por Jeff Bezos, Bill Gates y Mark Zuckerberg…) suman una fortuna de más de un billón de dólares… la vida de la gente corriente se hunde.

El desempleo afecta a cerca de 20 millones de trabajadores, más de 40 millones viven por debajo del umbral de la pobreza y otros 165 millones (de una población total de 325) no disponen de ahorros para hacer frente a un imprevisto. ¿Eso es hacer América grande? La primera potencia capitalista del planeta registra otros récords: a finales de junio contaba con 48 millones de pobres, y la tasa de pobreza afectaba al 32% de los niños negros, al 26% de los niños latinos y al 11% de los niños blancos. Al mismo tiempo, la administración Trump lidera el ranking mundial en la pandemia de la Covid 19, con más de seis millones de contagiados y cerca de 200.000 muertos.

Necesitamos un partido de los trabajadores y la juventud. ¡El Partido Demócrata es parte del problema, no la solución!

Este abismo social es el combustible que ha inflamado la lucha de clases. El latido revolucionario en el corazón del imperio aupó la candidatura de Bernie Sanders. Con un discurso que apelaba a una “revolución política” contra el 1% de Wall Street, a la creación de un sistema de sanidad pública universal, y a políticas sociales en favor de la mayoría, se convirtió en un referente para millones de oprimidos. Paralelamente, la elección de candidatos independientes o a la izquierda del aparato demócrata también expresaba el proceso de radicalización de millones de jóvenes y trabajadores que ha sembrado el pánico en la burguesía norteamericana e internacional.

La capitulación de Bernie Sanders y su apoyo al candidato del aparato demócrata, el multimillonario y vicepresidente de Obama, Joe Biden, supuso un importante jarro de agua fría. Un amplio sector de la clase dominante presionó duramente para evitar la participación de un candidato que podría batir a Trump y que inevitablemente habría dado una enorme confianza a las masas en sus propias fuerzas. Este sector quiere frenar al actual inquilino de la Casa Blanca porque ve la dinámica descontrolada que están tomando los acontecimientos, pero quieren hacerlo dentro de los márgenes del sistema. Por eso es tan importante que, frente a todos los obstáculos, el movimiento de protesta contra un establishment podrido haya resurgido con esta fuerza explosiva.

Las encuestas realizadas en plena crisis Covid preveían una holgada victoria para Biden sobre Trump. Sin embargo, los últimos datos aparecidos en prensa y televisión parecen indicar un recorte de esa ventaja, que bajaría de 10 a 6 puntos. El aparato demócrata vuelve a sentir el fantasma de la derrota de Hillary Clinton en 2016. Es una condena inequívoca que todavía se pueda especular en una posible victoria de Trump. Pero la razón de esto es obvia: el Partido Demócrata es una ciudadela segura de los capitalistas, y su candidato, Joe Biden, un político burgués consumado cuyo objetivo es blindar los privilegios de su clase social frente a las aspiraciones de las masas.

Los discursos de “apoyo” a las movilizaciones de Biden, se mezclan con su pasado racista, sus declaraciones a favor de la policía, contra el “socialismo” y su respaldo a los grandes consorcios empresariales. Sus intentos de rentabilizar en las urnas el descontento social, apaciguándolo y reconducirlo a las aguas del parlamentarismo, chocan con el instinto de millones de oprimidos.

Por supuesto que existe un sentimiento extendido entre millones para echar a Trump de la Casa Blanca, pero convive con una desconfianza más que justificada sobre lo que pueden ofrecer los demócratas. Es evidente que una derrota de Trump sería, por encima de todo, una importante victoria del movimiento y se daría a pesar de Biden y su equipo. En cualquier caso, el desenlace electoral deja un escenario completamente abierto. La única certeza es que, sea cual sea el resultado, la clase obrera y los oprimidos de EEUU van a ver tener que recurrir a la acción directa y la lucha de clases para enfrentar sus problemas. En un proceso que tiene profundas raíces sociales, y que se ha fortalecido por la experiencia de estos años, la necesidad de construir un partido de los trabajadores y la juventud, con un programa socialista consecuente, se abrirá paso con fuerza.


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