Se estima que en México ocurre un transfeminicidio cada 18 hrs. El país ocupa el segundo lugar a nivel global en este rubro, por debajo de Brasil. Sin embargo, las cifras reales podrían ser mucho mayores, pues aún no existe la tipificación de este delito y a menudo la información se ve sesgada por el manejo discriminatorio de la misma. Hasta hace relativamente poco, se ha comenzado a visibilizar la violencia tan atroz que sufre la comunidad trans; el 48.9% de las víctimas de crímenes de odio durante 2021 pertenecían a este sector.

Estos datos son una muestra del nivel de descomposición que ha alcanzado la alianza criminal entre el heteropatriarcado como sistema político-cultural y el sistema económico capitalista. Las instituciones que se generan a partir de este pacto, como lo son la familia o el matrimonio, tienen por objetivo proteger sus intereses; de esta forma, establecen moldes sexo-genéricos rígidos, binarios y totalizantes bajo los cuales se crean relaciones de poder paralelas a la opresión económica entre clases sociales. Así, el sistema logra la dominación y división de la clase trabajadora en aparentes luchas aisladas, lo que le es favorable.

Desde el feminismo revolucionario, hemos dado una batalla a lo largo de la historia entendiendo el origen de nuestra opresión en el pacto criminal entre capitalismo y patriarcado. La lucha por nuestros derechos también contempla el cuestionamiento de las normas rígidas que sirven para perpetuar las opresiones estructurales del sistema. En este sentido, y sin que eso signifique minimizar la violencia ejercida sobre las mujeres, se hace necesario ver que el patriarcado afecta también a otros grupos que no se adecúan a la heteronorma impuesta, tal como es la población sexodiversa; específicamente, la comunidad trans.

Pocas cosas convienen más al sistema que el separar las luchas de diversos grupos oprimidos por su yugo. El capitalismo se sirve de estas divisiones para fomentar las batallas aisladas contra cuestiones específicas, en lugar de contemplar una lucha conjunta contra el origen de nuestras carencias.

Históricamente, las personas trans –y, en especial, las mujeres trans– han sido objeto de discriminación, burla y criminalización. Se les ha marginalizado en todos los sentidos: falta de oportunidades laborales, de vivienda digna, de atención especializada y acceso a la salud pública, etc. Estos factores contribuyen a que actualmente la esperanza de vida de una mujer trans ronde los 35 años. Por otra parte, la violencia estructural ejercida sobre este sector comienza desde que se les niega el derecho básico a la identidad.

En los últimos tiempos, hemos observado una tendencia a utilizar términos como el “borrado de mujeres” por parte de ciertos sectores dentro del feminismo. Desde Libres y Combativas rechazamos ese discurso falaz, que pretende justificar teóricamente una postura transfóbica y perpetúa la misma violencia patriarcal que nos oprime todos los días. El feminismo no puede ser utilizado para oprimir a otros grupos; la defensa por los derechos conquistados con la lucha y la organización no puede llevarse a cabo mediante la negación de derechos a otros sectores vulnerados.

Los grupos transexcluyentes reducen de nueva cuenta la identidad a una cuestión binaria y biologicista, y delatan un conservadurismo que recuerda mucho al de los grupos de extrema derecha. Según dicen, el reconocer la identidad de las personas trans ante la ley implica desconocer la categoría de “mujer” basada en el sexo biológico y, por tanto, propiciar que de nueva cuenta las mujeres seamos excluidas de espacios ganados con la lucha. Este argumento comparte bases con aquellos que se han utilizado históricamente para negar derechos a grupos racializados, o para justificar la xenofobia ante los movimientos migratorios.

Desde una discusión teórica y academicista, se pretende respaldar la opresión hacia un sector estructuralmente violentado a partir de categorías abstractas, sin observar que en los hechos concretos esto fortalece al sistema heteropatriarcal, y que se traduce en una violencia tangible –muy real, alejada de definiciones y teorizaciones– que no se ha detenido (por el contrario, ha aumentado) hacia esta población. Negar la identidad de una persona impide su reconocimiento como sujeto de derecho, lo cual la vulnera aún más.

Recordemos que la comunidad trans no es la fuente de nuestra opresión, pues comparte la violencia que este sistema económico impone sobre nuestros cuerpos e identidades. Los discursos de odio no tienen cabida dentro del feminismo revolucionario; hemos conquistado nuestros derechos en las calles a partir de la organización y de esa forma es como debemos defenderlos, no haciéndole el juego al sistema. Una clara muestra de ello son las agresiones a la comunidad trans dentro de los centros educativos; al negar su seguridad en esos espacios, se termina por excluirles e impedir su derecho a la educación, perpetuando así la violencia sistémica.

 El feminismo revolucionario lucha por terminar con las violencias concretas que vivimos todos los días: feminicidios, negación de derechos políticos, falta de empleos y vivienda digna, carencias de salud pública y servicios especializados, entre otras. A pesar de las diversas formas en que se presenta la violencia (racista, patriarcal, económica), no debemos perder de vista que su origen es el mismo, y que la lucha es contra el sistema político-económico que se perpetúa a través de nuestra explotación.

¡Basta de transfobia y violencia patriarcal dentro de nuestras escuelas!

¡Ni cis ni trans, ni una muerta más!

¡Por un feminismo revolucionario y anticapitalista!


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