Desde el siglo XV, con el advenimiento del capitalismo, el control de la capacidad reproductiva de la mujer ha sido la principal herramienta del capital para garantizar la reproducción de la fuerza de trabajo. Para el capital el cuerpo es una máquina y, como tal, debe servir para producir. Las mujeres siempre hemos sido responsables del bajo o alto crecimiento poblacional; por lo tanto, bajo juicios moralistas se nos dice cuándo y cuántos hijos tener, se criminaliza el aborto, se castra a mujeres racializadas, etc., y más recientemente ha entrado al plano del control del cuerpo de la mujer la renta de vientres, los vientres de alquiler.
Dicho control reproductivo es ejercido sobre las mujeres precarizadas y racializadas, quienes, al carecer de oportunidades de trabajo y vivienda dignos, acceso a programas sociales, etc., no tienen más alternativa que alquilar sus úteros a quienes la remuneren por ello.
El capitalismo ha mercantilizado todo, ha cosificado la vida, todo cabe dentro de su lógica de compra-venta y su poder dominador. Dentro de este sistema parecería que toda compra es legítima, que mientras alguien posea el capital necesario puede comprar lo que sea sin aplicar ninguna consideración ética o humana; y en caso contrario, quienes han sido despojados de todo y no poseen más que su fuerza de trabajo, “no merecen” condiciones de vida dignas, y están al servicio de los que más tienen.
Se argumenta falazmente que las mujeres que se ven obligadas a vender su capacidad reproductiva a los burgueses lo hacen no obligadas, sino libremente. Misma “libertad” de la que gozan las mujeres que venden sus cuerpos y se prostituyen, “libertad” que ejerce la clase trabajadora al elegir por qué empresa ser explotada, y la misma que ejercemos día a día al elegir entre los productos de Pepsi y los de Coca Cola. Es la falsa libertad capitalista de elegir quién nos explota, y que, en el neoliberalismo, a partir de la privatización de los servicios que son responsabilidad del Estado, se ha vuelto más grotesca.
Además, al enajenar el cuerpo de la mujer, es decir, volver ajeno el cuerpo de la persona alquilando su vientre para provecho de un tercero, se obliga la mujer a reprimir cualquier sentimiento hacia el recién nacido. Por ello no podemos hablar de una “maternidad subrogada” desde el momento que se niega la maternidad de la mujer. El término “vientres de alquiler” hace énfasis en el hecho de que al ser cosificado el cuerpo y enajenado, el recién nacido que se geste en ese vientre no le pertenece. Es una distopía del neoliberalismo porque la enajenación ha pasado a otros planos, ahora al cuerpo de las mujeres y la reproducción de la vida. Ahora, al igual que el producto de nuestro trabajo, no nos pertenece y es absorbido por la dinámica mercantil de producción y consumo en la que no producimos para nosotras mismas.
La legalización de los vientres de alquiler alrededor del mundo ha significado aumentar la incidencia de esta práctica y contribuir a la mercantilización del cuerpo de la mujer. Al igual que ha pasado con la regulación de la prostitución, los beneficiados de la permisibilidad que otorga la ley para alquilar vientres no somos las mujeres, puesto que se legaliza la explotación de nuestros cuerpos, sino los burgueses o pequeñoburgueses que lo rentan; se legitima la compra del cuerpo. Por ello desde el feminismo revolucionario y anticapitalista no apoyamos la regulación de la mal llamada maternidad subrogada. Levantamos la bandera del socialismo, ya que sólo bajo este podemos ser verdaderamente libres y tener pleno control sobre nuestro cuerpo y su capacidad reproductiva; podremos desarrollar sus potencialidades y nunca tendremos que degradarnos ni vender nuestro cuerpo para subsistir.