La clase obrera empieza a levantarse contra las consecuencias de la crisis capitalista y la guerra imperialista

En las últimas semanas una ola de huelgas ha empezado a recorrer todo el mundo. Desde Reino Unido hasta la India, desde Grecia hasta Túnez, cientos de miles de trabajadoras y trabajadores han ido a la huelga para defender el poder adquisitivo de sus salarios, gravemente dañado por la ola mundial de inflación que se inició a finales del pasado año y que se ha acelerado e intensificado como consecuencia del choque global entre los dos grandes bloques imperialistas.

Sectores enteros, como el del transporte aéreo europeo o el de la sanidad en prácticamente todo el mundo, están en pie de guerra para revertir los retrocesos en derechos y el deterioro de sus condiciones laborales que se les impusieron con la excusa de la pandemia de Covid-19. El transporte público de Reino Unido se prepara para una lucha como no se conocía desde 1989 en defensa los salarios frente a la inflación. En Francia, el ministro del Interior acaba de advertir al presidente Macron que se acerca una oleada de protestas laborales y sociales de enorme magnitud.

En algunos lugares, como Sri Lanka, estas protestas han crecido en intensidad hasta desembocar en un auténtico levantamiento revolucionario, y en países como Túnez – que ha empezado ya a racionar los alimentos – o Argentina, se están gestando de nuevo inmensos movimientos de masas.

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Una ola de huelgas ha empezado a recorrer todo el mundo. En Reino Unido, la India, Grecia, Túnez... cientos de miles de trabajadoras y trabajadores han ido a la huelga para defender el poder adquisitivo de sus salarios. 


En Estados Unidos, se están dando los primeros pasos hacia una renovada respuesta de la clase trabajadora al continuo deterior de sus condiciones de vida. En los años de mandato presidencial de Donald Trump tuvo lugar una extraordinaria ola de movilización social y el número de huelgas alcanzó su nivel más alto desde 1986. Esa ola de protesta social remitió temporalmente debido a las ilusiones levantadas por la victoria de Joe Biden, pero ahora, cuando esas ilusiones se han demostrado vanas, la clase trabajadora norteamericana vuelve a lanzarse a la acción confiando solo en sus propias fuerzas. Es muy significativo que en los últimos doce meses las demandas de elección de representantes sindicales hayan crecido en un 57%. Empresas caracterizadas por su profundo odio a los sindicatos, como Amazon o Starbucks, no han conseguido parar la movilización y organización de sus plantillas a pesar de no haber escatimado medios para ello. Hace apenas unos días, por primera vez en su historia, trabajadores de una tienda de Apple vencían las presiones y las represalias de la empresa y formaban su primer sindicato.

Sin duda alguna, todos estos hechos son los primeros compases de un gran enfrentamiento entre las dos clases fundamentales de nuestra sociedad.

La crisis global del capitalismo, prácticamente agotadas ya todas las medidas de estímulo concebibles – al precio de un incremento de la deuda pública y privada mundial que ya cuadriplica los volúmenes previos a la gran recesión de 2008 – obliga a la burguesía de todo el planeta a atacar con mayor dureza los salarios para mantener los beneficios estratosféricos que consiguieron en los últimos años.

La supervivencia del sistema capitalista en las presentes condiciones de crisis global de sobreproducción, agravadas por las consecuencias de la guerra imperialista en Ucrania y de las sanciones económicas impuestas a Rusia por el bloque occidental, empuja inevitablemente al empresariado a apretar aún más las tuercas de la explotación de sus asalariados y asalariadas.

Según datos del Banco Mundial, desde 2019 la formación bruta de capital fijo (es decir, la inversión productiva) en el mundo cae aceleradamente, con la consiguiente caída en el crecimiento de la productividad del trabajo. Si al mismo tiempo los beneficios empresariales en todo el globo baten récords trimestre tras trimestre es porque las tasas de explotación de la población trabajadora han aumentado drásticamente. Los beneficios escandalosos de la élite capitalista que domina la economía mundial se cimentan cada vez más en la extensión de la pobreza, e incluso del hambre. La especulación desatada en las últimas semanas en los mercados globales de alimentos, aprovechando la crisis ucraniana, que amenazan con matar de inanición a millones de personas en África y Asia, así lo demuestra.

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Los beneficios empresariales en todo el globo baten récords trimestre tras trimestre porque las tasas de explotación de la población trabajadora han aumentado drásticamente. 


Un nuevo periodo de luchas y levantamientos populares es inevitable

La recesión de 2008 agudizó la lucha de clases en todo el mundo y desencadenó desde 2010-2011 una gran oleada de luchas y levantamientos, entre ellos la Primavera Árabe, que acabó con dictaduras aparentemente inamovibles y que contaban con el pleno respaldo político y militar de las grandes potencias occidentales.

También en el mundo capitalista desarrollado se vivió una movilización social, acompañada por una profunda deslegitimación del sistema de dominación capitalista, sin precedentes desde los años 30.

Partidos tradicionales de la burguesía y de la izquierda reformista saltaron por los aires, los cimientos sociales e ideológicos del sistema construidos tras la segunda guerra mundial sufrieron una erosión irreversible, y los aparatos sindicales tradicionales, una pieza clave para la estabilidad social del capitalismo, se vieron abiertamente desbordados y desautorizados.

El vacío dejado por la izquierda reformista tradicional y por los aparatos sindicales fue llenado por nuevas fuerzas políticas surgidas desde el corazón de la protesta social. Personalidades como Corbyn en Reino Unido o Sanders en Estados Unidos, o nuevas formaciones como Syriza y Podemos, concentraron enormes apoyos y en varios casos alcanzaron el Gobierno.

Pero para enfrentar la profunda crisis del sistema capitalista, las buenas intenciones, como hemos explicado reiteradamente, son impotentes. Desprovistas de un programa efectivo para transformar la sociedad y sin voluntad real para organizar una lucha consecuente que asegurase una victoria definitiva sobre la clase dominante, estas nuevas formaciones de izquierda se estrellaron contra su propio miedo y su propia indecisión.

Temporalmente la movilización social quedó huérfana de referente político y pagó por ello un duro precio en forma de desánimo y escepticismo. Pero, como estamos viendo estos días, la realidad de la lucha de clases se impone y la clase trabajadora de todo el mundo está avanzando los primeros pasos en el camino que conducirá inexorablemente a un nuevo  enfrentamiento frontal con la burguesía.

Los aparatos sindicales tradicionales, anquilosados por décadas de pacto social y de freno consciente a la lucha obrera, se ven sometidos por todas partes a una presión que pronto habrá alcanzado la suficiente fuerza para desbordarlos.

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Las buenas intenciones son impotentes para enfrentar la profunda crisis del sistema capitalista. Las nuevas formaciones de izquierda se estrellaron contra su propio miedo y su propia indecisión. 


Es muy significativo que ante la decisión de los trabajadores ferroviarios de Reino Unido de ir a la huelga los días 21, 23 y 25 de junio, tanto el secretario general de su sindicato, Mick Lynch, como el dirigente de la izquierda laborista y hombre fuerte de Corbyn, John McDonnell, se dirigieron de forma apremiante al Gobierno suplicándole que dejase abierta una puerta a una salida negociada. McDonnell, en una intervención parlamentaria sobre la inminente huelga, incluso advirtió al Ejecutivo de que “hay preocupación en los sindicatos de que estemos volviendo a los años 80”, es decir, a los años en que sectores fundamentales de la clase obrera británica, con los mineros a la cabeza, libraron una encarnizada batalla contra las políticas antiobreras de Margaret Thatcher. En aquella ocasión, la colaboración de los dirigentes sindicales fue fundamental para conseguir derrotar a ese gran levantamiento obrero, pero hoy las cosas han cambiado radicalmente.

Varias décadas de continuo empobrecimiento y precarización de la clase trabajadora, que derruyeron lentamente hasta la última piedra del llamado “Estado del bienestar” conquistado por la clase obrera en los años de la segunda postguerra, y el papel de muro de contención a la movilización desempeñado por los dirigentes sindicales, han reducido a cenizas su prestigio y su autoridad, hasta el punto de que cada vez es más dudoso que, ante una ola masiva de descontento obrero, puedan seguir jugando el papel de garantes de la paz y la conciliación social que, con notable provecho para los capitalistas, han ejercido hasta hoy.

Los dirigentes sindicales y la izquierda reformista del Estado español intentan frenar la lucha obrera

En el Estado español estamos asistiendo, en sus líneas fundamentales, a estos mismos desarrollos. Las subidas desbocadas de los precios, especialmente de la energía, de los alimentos y de otros bienes de primerísima necesidad, abocan a cientos de miles de trabajadores y trabajadoras a una situación de pobreza.

El malestar se extiende y se multiplica ante la sistemática negativa patronal a ceder ni un euro de sus beneficios para mantener el poder adquisitivo de los salarios. Empresarios grandes y pequeños, propietarios inmobiliarios, especuladores y rentistas de todo tipo hacen su agosto a costa de la miseria creciente de la mayoría. La indignación de la clase trabajadora es tan grande que las primeras huelgas en defensa del poder adquisitivo están prendiendo con fuerza, como acabamos de comprobar en la ejemplar huelga del metal de Cantabria.

La intransigencia de la patronal se alimenta de años y años de concesiones y retrocesos de los dirigentes sindicales. Con notable hipocresía, los dirigentes de CCOO y UGT se rasgan hoy las vestiduras ante la precarización de las condiciones de trabajo, ante las dobles y triples escalas salariales, ante las inhumanas condiciones de las subcontratas, etc. pretendiendo hacernos olvidar que todos y cada uno de esos retrocesos fueron aceptados y firmados por ellos, en la inmensa mayoría de los casos contra la opinión de los afectados y afectadas y de su propia afiliación. E intentan hacernos olvidar también que cuando sindicalistas combativos se opusieron a esos vergonzosos retrocesos fueron acosados con medidas disciplinarias, con expulsiones del sindicato e incluso, en complicidad con los empresarios, con represalias en su puesto de trabajo que en algunos casos llegaron al despido.

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En el Estado español las subidas desbocadas de los bienes de primerísima necesidad, abocan a cientos de miles de trabajadores y trabajadoras a una situación de pobreza y el malestar se extiende. 


Hace unos meses los dirigentes de CCOO y UGT vendieron la lucha de los metalúrgicos de Pontevedra y Cádiz y firmaron unos convenios indignos. Hoy, ante la creciente radicalización de las huelgas del metal en Cantabria, Bizcaia, Araba, A Coruña - y todo indica que muy pronto en unas cuantas provincias más - esos mismos dirigentes no solo se esfuerzan denodadamente por aislarlas y evitar a toda costa cualquier atisbo de coordinación y unificación de las luchas, sino que, como acaban de hacer en Cantabria, están dispuestos ¡tras 20 días de huelga y una inquebrantable voluntad de lucha de los trabajadores! a aceptar en lo fundamental la oferta patronal inicial, que implica una considerable pérdida de salario durante cuatro años. La asamblea de trabajadores, que se desarrolló entre enormes tensiones y protestas, acabó aceptando el preacuerdo. Los dirigentes sindicales ejercieron, una vez más, un auténtico chantaje, colocando a los trabajadores del sector ante un hecho consumado ante el que no habría más alternativa que ceder. Pese a todo, el preacuerdo recibió un 35% de votos en contra, lo que indica que, a poco que en Cantabria hubiese un núcleo organizado de sindicalistas combativos capaces de presentar un plan para continuar la lucha, el resultado de la asamblea podría haber sido muy diferente.

La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, actuó como muñidora de esta cesión vergonzosa. Sus objetivos están muy claros: seguir imponiendo a toda costa la paz social, parar como sea las huelgas y las luchas, y dejar las manos libres para que el gobierno de coalición siga adelante con unas políticas que solo benefician al gran capital.

Las medidas estrella que PSOE y UP iban a aprobar en beneficio de la clase trabajadora se han estrellado contra la dura realidad de la crisis capitalista. La tan cacareada subida del SMI ha sido completamente neutralizada por la subida de los precios, hasta el punto de que el poder adquisitivo del SMI es hoy cuatro puntos más bajo que antes de la entrada de Yolanda Díaz y UP en el Gobierno. Incluso los datos oficiales del INE no pueden ocultar la realidad: la Encuesta de Población Activa publicada hace pocos días muestra una reducción sistemática de los salarios en todos los sectores de más de un 8% en los últimos seis meses.

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La subida del SMI ha sido neutralizada por la subida de los precios. El poder adquisitivo del SMI es hoy cuatro puntos más bajo que antes de la entrada de Yolanda Díaz y UP en el Gobierno. 


¡Es el momento de levantar la bandera del sindicalismo combativo y de unificar todas las luchas!

No podemos dejar en manos de los dirigentes de CCOO y UGT el timón de las huelgas y luchas que van a surgir con fuerza – ya lo están haciendo – en los próximos meses. La negociación de numerosos convenios está ahora mismo estancada, con una patronal que exige nuevos y más duros sacrificios a los asalariados, y unos dirigentes sindicales de CCOO y UGT que se ven obligados a convocar movilizaciones ya que no se atreven a desafiar abiertamente la presión que les llega desde abajo.

Pero no podemos confiarnos. Lo ocurrido en el metal de Pontevedra, Cádiz y Cantabria, y en un sinfín de convenios más, es una seria advertencia de hasta dónde están dispuestos a llegar los dirigentes sindicales para mantener sus indignos pactos con la patronal y el Gobierno.

Las asambleas de trabajadores han demostrado una y otra vez la voluntad de luchar y conquistar unas condiciones laborales dignas. Para que esa inmensa fuerza sea efectiva hay que armarla con el programa del sindicalismo combativo, de clase y democrático. Desde la red Sindicalistas de Izquierda peleamos día a día, a pie de tajo, para que la desbordante energía que se manifiesta en las asambleas y las huelgas no sea desviada de sus objetivos por las maniobras de una burocracia sindical que, como los hechos demuestran, hace ya años que ha dado la espalda a los intereses reales de la clase obrera.

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Es el momento de levantar la bandera del sindicalismo combativo y de unificar todas las luchas. 

La tarea más urgente hoy es la de unificar todas las luchas por el objetivo común de defender el poder adquisitivo de nuestros salarios. Es una batalla que podemos ganar si golpeamos todas y todos unidos. ¡Únete a Sindicalistas de Izquierda para construir el sindicalismo combativo que necesitamos!


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