León Trotsky: Literatura y Revolución
Sin embargo, la cuestión está lejos de ser tan simple como parece a primera vista. La sociedad en la que los poseedores de esclavos formaban la clase dirigente ha existido durante numerosos siglos. Lo mismo ocurrió con el feudalismo. La cultura burguesa, aunque se la date de su primera manifestación abierta y tumultuosa, es decir, la época del renacimiento, existe desde hace cinco siglos, pero no ha alcanzado su apogeo pleno hasta el siglo XIX, más precisamente, hasta su segunda mitad. La historia muestra que la formación de una cultura nueva en torno a una clase dominante exige un tiempo considerable y no alcanza su plena realización más que en el período precedente a la decadencia política de esta clase.
¿Tendrá el proletariado el tiempo suficiente para crear una cultura “proletaria”? Contrariamente al régimen de los poseedores de esclavos, de los feudales y de los burgueses, el proletariado considera su dictadura como un breve período de transición. Cuando queremos denunciar las concepciones demasiado optimistas sobre el paso al socialismo, subrayamos que el período de la revolución social, a escala mundial, no durará meses, sino años y decenas de años; decenas de años, pero no siglos y mucho menos milenios. ¿Puede el proletariado, en este lapso de tiempo, crear una cultura nueva? Las dudas son tanto más legítimas cuanto que los años de revolución social serán años de una cruel lucha de clases, donde las destrucciones ocuparán más lugar que una nueva actividad constructora. En cualquier caso, la energía del proletariado se gastará principalmente en conquistar el poder, en mantenerlo, en fortificarlo y en utilizarlo para las necesidades más urgentes de la existencia y de la lucha ulterior. Ahora bien, durante este período revolucionario, que encierra en límites tan estrechos la posibilidad de una edificación cultural planificada, el proletariado alcanzará su tensión más alta y la manifestación más completa de su carácter de clase. Y a la inversa, cuanto más seguro esté el nuevo régimen frente a las perturbaciones militares y políticas, y cuando más favorables se vuelvan las condiciones de la creación cultural, tanto más se disolverá entonces el proletariado en la comunidad socialista, y se liberará de sus características de clase, es decir, dejará de ser el proletariado. En otros términos, durante el período de dictadura, no puede existir el problema de la creación de una cultura nueva, es decir, de la edificación histórica en el sentido más amplio; por contra, la edificación cultural no tendrá precedente en la historia cuando el puño de hierro de la dictadura no sea ya necesario, cuando no tenga carácter de clase. De ahí hay que concluir por regla general que no sólo no hay cultura proletaria, sino que no la habrá; y a decir verdad no hay motivo para lamentarlo: el proletariado ha tomado el poder precisamente para terminar de una vez por todas con la cultura de clase y para abrir la vía a una cultura humana. Parece que olvidamos esto con demasiada frecuencia.
Las referencias confusas sobre la cultura proletaria, por analogía y antítesis respecto a la cultura burguesa, se nutren de una asimilación excesivamente falta de crítica entre los destinos históricos del proletariado y los de la burguesía. El método banal, liberal en puridad, de las analogías históricas formales, nada tiene en común con el marxismo. No hay analogía real alguna entre el ciclo histórico de la burguesía y el de la clase obrera.
El desarrollo de la cultura burguesa ha comenzado muchos siglos antes de que la burguesía, mediante una serie de revoluciones, tomase el poder del Estado. Cuando la burguesía no era todavía más que el Tercer Estado, privado a medias de sus derechos, jugaba ya un gran papel, que sin cesar crecía en todos los dominios del desarrollo cultural. Puede uno verlo, con particular nitidez, en la evolución de la arquitectura. Las iglesias góticas no fueron construidas de pronto, bajo el impulso de una inspiración religiosa. La construcción de la catedral de Colonia, su arquitectura y su escultura, resumen toda la experiencia arquitectónica de la Humanidad desde el tiempo de las cavernas, y todos los elementos de esta experiencia concurren en un estilo nuevo que expresa la cultura de su época, es decir, en último análisis, la estructura y la técnica sociales de esa época. La antigua burguesía de las corporaciones y los gremios fue el verdadero constructor del gótico. Al desarrollarse y al tomar fuerza, es decir, al enriquecerse, la burguesía sobrepasó consciente y activamente el gótico y comenzó a crear su propio estilo arquitectónico, pero ya no para las iglesias, sino para sus palacios. Apoyándose en las conquistas del gótico, se volvió hacia la antigüedad, especialmente la romana, utilizó la arquitectura árabe, sometió todo a las condiciones y necesidades de la nueva vida urbana, y creó así el Renacimiento (en Italia, a fines del primer cuarto del siglo XV). Los especialistas pueden contar, y cuentan en realidad, los elementos que el Renacimiento debe a la antigüedad y los que debe al gótico, para ver de qué lado se inclina la balanza. En cualquier caso, el Renacimiento no comienza antes de que la nueva clase social, una vez establecida culturalmente, no se sienta lo suficientemente fuerte para salir del yugo del arco gótico, para considerar el gótico y todo lo que lo había precedido como un material, y para someter los elementos técnicos del pasado a sus objetivos arquitectónicos. Esto es igualmente válido para las restantes artes, con la diferencia de que en razón de su mayor flexibilidad, es decir, en razón de que dependen menos de los objetivos utilitarios y de los materiales, las artes “libres” no revelan la dialéctica del dominio y de la sucesión de los estilos con una fuerza tan convincente.
Entre el Renacimiento y la Reforma, por un lado, que tenían por objeto crear las condiciones de existencia intelectual y política más favorables para la burguesía en la sociedad feudal, y, por otro, la Revolución que transferirá el poder a la burguesía (en Francia), han transcurrido de tres a cuatro siglos de crecimiento de las fuerzas materiales e intelectuales de la burguesía. La época de la gran revolución francesa y de las guerras que hizo nacer rebajó temporalmente el nivel material de la cultura. Pero luego el régimen capitalista se afirmó como “natural” y “eterno”.
Así, el proceso fundamental de acumulación de los elementos de la cultura burguesa y de su cristalización en un estilo específico ha sido determinado por las características sociales de la burguesía como clase poseedora, explotadora: no solamente se ha desarrollado materialmente en el seno de la sociedad feudal, vinculándose a éste de mil maneras y atrayendo hacia sí las riquezas, sino que también ha puesto de su parte a la intelligentsia, creando para sí puntos de apoyo culturales (escuelas, universidades, academias, periódicos, revistas) mucho tiempo antes de tomar posesión abiertamente del Estado a la cabeza del tercero. Basta con recordar aquí que la burguesía alemana, con su incomparable cultura técnica, filosófica, científica y artística, ha dejado el poder en las manos de una casta feudal y burocrática hasta 1918, y no decidió, o mejor dicho, no se vio obligada a tomar directamente el poder hasta que la osamenta material de la cultura alemana comenzó a caer convertida en polvo.
Puede replicarse a esto que han sido precisos miles de años para crear el arte de la sociedad esclavista, y sólo algunos siglos para el arte burgués. ¿Por qué entonces no iban a bastar algunas decenas de años para el arte proletario? Las bases técnicas de la vida no son iguales hoy día, y por ello el ritmo es igualmente muy distinto. Esta objeción, que a primera vista parece muy convincente, pasa en realidad de refilón junto al problema.
Cierto que en el desarrollo de la nueva sociedad llegará un momento en que la economía, el edificio cultural, el arte, serán dotados de la mayor libertad de movimientos para avanzar. En cuanto al ritmo de este movimiento, no podemos en la actualidad más que soñarlo. En una sociedad que haya rechazado la áspera y embrutecedora preocupación por el pan cotidiano, en que los restaurantes comunitarios prepararán a elección de cada uno una alimentación buena, sana y apetitosa, en que las lavanderas comunales lavarán bien buena ropa para todos, en que los niños, todos los niños, estarán bien alimentados, serán fuertes y alegres, y absorberán los elementos fundamentales de la ciencia y del arte como absorben albúmina, el aire y el calor del sol, en que la electricidad y la radio no serán ya los procedimientos primitivos que hoy son, sino fuentes inagotables de energía concentrada que respondan a la presión de un botón, en que ya no habrá “bocas inútiles”, en que el egoísmo liberado del hombre -¡fuerza inmensa!- será totalmente dirigido hacia el conocimiento, la transformación y la mejora del universo, en una sociedad semejante la dinámica del desarrollo cultural no tendrá comparación alguna con lo que se ha conocido en el pasado. Pero esto no vendrá sino tras un largo y difícil período de transición, que aún está casi entero delante de nosotros. Precisamente aquí hablamos de ese período de transición.
Nuestra época, la época actual, ¿no es dinámica? Lo es, y en el más alto grado. Pero su dinamismo se concentra en la política. La guerra y la revolución son dinámicas, pero la mayor parte de las veces en detrimento de la técnica y de la cultura. Cierto que la guerra ha producido una larga serie de invenciones técnicas. Pero la pobreza general que ha causado ha diferido para un largo período la aplicación práctica de estas invenciones que podían revolucionar la vida cotidiana. Y lo mismo ocurre con la radio, la aviación y numerosos inventos químicos. Por otro lado, la revolución crea las premisas de una nueva sociedad. Pero lo hace con los métodos de la vieja sociedad, con la lucha de clases, la violencia, la destrucción y la aniquilación. Si la revolución salva la sociedad y la cultura, pero en medio de la cirujía más cruel. Todas las fuerzas activas están concentradas en la política, en la lucha revolucionaria. El resto es rechazado a segundo plano, y todo lo que obstaculiza el avance es pisoteado sin compasión. Este proceso tiene evidentemente sus flujos y sus reflujos parciales: el comunismo de guerra ha dejado paso a la Nep, que a su vez pasa por diversas fases. Pero en su esencia, la dictadura del proletariado no es la organización económica y cultural de una nueva sociedad, es un régimen militar revolucionario cuyo fin es luchar para la instauración de esa sociedad. No hay que olvidarlo. El historiador del futuro colocará probablemente el punto culminante de la viera sociedad en el 2 de agosto de 1914, cuando el poder exacerbado de la cultura burguesa sumió al mundo en el fuego y la sangre de la guerra imperialista. El comienzo de la nueva historia de la humanidad será probablemente datado el 7 de noviembre de 1917. Y es probable que las etapas fundamentales del desarrollo de la humanidad se dividan poco más o menos así: la “historia” prehistórica del hombre primitivo; la historia de la Antigüedad, cuyo desarrollo se apoyaba sobre la esclavitud; la Edad Media, fundada sobre la servidumbre; el capitalismo, con la explotación asalariada, y, por último, la sociedad socialista con el paso, que se hará, esperemos que sin dolor, a una Comuna donde cualquier forma de poder habrá desaparecido. En cualquier caso, los veinte, treinta o cincuenta años que se tomará la revolución proletaria mundial entrarán en la Historia como la transición más penosa de un sistema a otro, y de ninguna forma como una época independiente de cultura proletaria.
En los años de tregua actuales pueden nacer ilusiones sobre este punto en nuestra república soviética. Hemos puesto los problemas culturales en la orden del día. Al proyectar nuestras preocupaciones de hoy sobre un porvenir lejano, podemos llegar a imaginar una cultura proletaria. De hecho, por importante y vital que pueda ser nuestra edificación cultural, se sitúa enteramente bajo el signo de la revolución europea y mundial. No somos más que soldados en campaña. Tenemos por ahora una jornada de reposo, y hemos de aprovecharla para lavar nuestra camisa, hacernos cortar el cabello y ante todo para limpiar y engrasar el fusil. Toda nuestra actividad económica y cultural de hoy no es nada más que una cierta puesta en orden de nuestro equipo entre dos batallas, entre dos campañas. Los combates decisivos están todavía delante de nosotros, y sin duda los hay también en un horizonte más alejado. Los días que vivimos no son todavía la época de una cultura nueva, todo lo más el umbral de esa época. Debemos tomar oficialmente posesión de los elementos más importantes de la vieja cultura en primer lugar, para poder al menos abrir la puerta a una cultura nueva.
Esto resulta especialmente claro si se considera, como hay que hacer, el problema a su escala internacional. El proletariado era y sigue siendo la clase no poseedora. Por eso mismo, la posibilidad para él de iniciarse en los elementos de la cultura burguesa que han entrado para siempre en el patrimonio de la humanidad es extremadamente restringida. En cierto sentido, se puede decir, porque es cierto, que el proletariado, al menos el proletariado europeo, ha tenido, también él, su Reforma, sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX, cuando, sin alcanzar aún directamente el poder del Estado, logró su empeño de alcanzar las condiciones jurídicas más favorables a su desarrollo en el régimen burgués. Pero, en primer lugar, para su período de “Reforma” (parlamentarismo y reformas sociales), que ha coincidido principalmente con el período de la II Internacional, la Historia ha concedido a la clase obrera aproximadamente tantos decenios como siglos a la burguesía. En segundo lugar, durante este período preparatorio, el proletariado en modo alguno se ha convertido en una clase más rica, no ha reunido entre sus manos ningún poder material; por el contrarío, desde el punto de vista social y cultural, se ha encontrado cada vez más desheredado. La burguesía llegó al poder completamente armada de la cultura de su tiempo. El proletariado no viene al poder más que armado completamente de una necesidad aguda de conquistar la cultura. Después de apoderarse del poder, el proletariado tiene por primera tarea apoderarse del aparato de la cultura que antes servía a otros -industrias, escuelas, ediciones, prensa, teatros, etc.- y, gracias a este aparato, abrirse el camino de la cultura.
En Rusia nuestra tarea es complicada por la pobreza de nuestra tradición cultural y por las destrucciones materiales debidas a los sucesos de los diez últimos años. Tras la conquista del poder y casi seis años de lucha por su conservación y su reforzamiento, nuestro proletariado está obligado a emplear todas sus fuerzas en crear las condiciones materiales de existencia más elementales y a iniciarse él mismo literalmente en el A B C de la cultura. Si nos fijamos por tarea liquidar el analfabetismo de aquí al décimo aniversario del poder soviético, no es porque falten motivos.
Quizá alguien objete que doy a la noción de cultura proletaria un sentido demasiado amplio. Si no puede haber una cultura proletaria total, plenamente desarrollada, la clase obrera podría, sin embargo, triunfar en su objetivo de poner su huella sobre la cultura antes de disolverse en la sociedad comunista. Una objeción de este género debe ser ante todo observada como una desviación grave respecto a la posición de la cultura proletaria. Que el proletariado, durante la época de su dictadura, deba marcar la cultura con su huella es indiscutible. Sin embargo, está muy lejos de eso una cultura proletaria si se entiende por ello un sistema desarrollado e interiormente coherente de conocimiento y de técnicas en todos los terrenos de la creación material y espiritual. El único hecho que, por primera vez, decenas de millones de hombres sepan leer y escribir y conozcan las cuatro reglas constituirá un acontecimiento cultural, y de la mayor importancia. La nueva cultura, por esencia, no será aristocrática, no será reservada a una minoría privilegiada, sino que será una cultura de masa, universal, popular. La cantidad se transformará también ahí en calidad: el crecimiento del carácter de masa de la cultura elevará su nivel y modificará todos sus aspectos. Este proceso no se desarrollará más que a través de una serie de etapas históricas. Con cada éxito en este camino, los lazos internos que hacen del proletariado una clase se relajarán y, en consecuencia, el terreno para una cultura proletaria desaparecerá.
Pero ¿y las capas superiores de la clase obrera? ¿Su vanguardia ideológica? ¿No puede decirse que en este medio, aunque sea restringido, se asiste desde ahora al desarrollo de una cultura proletaria? ¿No tenemos la academia socialista? ¿Ni profesores rojos? Algunos cometen el error de plantear la cuestión de esta forma tan abstracta. Se conciben las cosas como si fuera posible crear una cultura proletaria con métodos de laboratorio. De hecho, la trama esencial de la cultura está tejida por las relaciones e interacciones que existen entre la intelligentsia de la clase y la clase misma. La cultura burguesa -técnica, política, filosófica y artística- ha sido elaborada en la interacción de la burguesía y de sus inventores, dirigentes, pensadores y poetas. El lector creaba al escritor, y el escritor al lector. Esto es válido en un grado infinitamente mayor para el proletariado porque su economía, su política y su cultura no se pueden construir más que sobre la iniciativa creadora de las masas. Para el porvenir inmediato, sin embargo, la tarea principal de la intelligentsia proletaria no está en la abstracción de una nueva cultura -cuya base falta incluso ahora-, sino en el trabajo cultural más concreto; ayudar de forma sistemática, planificada, y por supuesto crítica, a las masas atrasadas a asimilar los elementos indispensables de la cultura ya existente. No se puede crear una cultura de clase a espaldas de la clase. Ahora bien, para edificar esta cultura en cooperación con la clase, en estrecha relación con su trayectoria histórica general, es necesario... construir el socialismo, o al menos sus grandes líneas. En esta vía, las características de clase de la sociedad no irán acentuándose, sino, por el contrario, reduciéndose poco a poco hasta cero, en proporción directa con los éxitos de la revolución. La dictadura del proletariado es liberadora en el sentido de que es un medio provisional -muy provisional- para desbrozar la vía y sentar las bases de una sociedad sin clases y de una cultura basada en la solidaridad.
Para explicar más concretamente la idea de “período de edificación cultural” en el desarrollo de la clase obrera, consideremos la sucesión histórica no de las clases, sino de las generaciones. Decir que adoptan la sucesión unas de otras -cuando la sociedad progresa y no cuando es decadente- significa que cada una de ellas añade su aportación a lo que la cultura ha acumulado hasta entonces. Pero antes de poder hacerlo, cada generación nueva debe atravesar por un período de aprendizaje. Se apropia de la cultura existente y la transforma a su manera, haciéndola más o menos diferente de la cultura de la generación precedente. Esta apropiación no es aún creadora, es decir, creación de nuevos valores culturales, sino solamente una premisa para ella. En cierta medida, lo que acabo de decir puede aplicarse al destino de las masas trabajadoras que se elevan al nivel de la creación histórica. Sólo hay que añadir que antes de salir del estadio de aprendizaje cultural, el proletariado habrá cesado de ser el proletariado. Recordemos una vez más que la capa superior, burguesa, del tercer Estado hizo su aprendizaje bajo el techo de la sociedad feudal; que aún en el seno de ésta había superado, desde el punto de vista cultural, a las viejas castas dirigentes y que se había convertido en el motor de la cultura antes de acceder al poder. Las cosas son muy distintas con el proletariado en general y con el proletariado ruso en particular; ha sido forzado a tomar el poder antes de haberse apropiado de los elementos fundamentales de la cultura burguesa; ha sido forzado a derribar la sociedad burguesa por la violencia revolucionaria precisamente porque esta sociedad le impedía el acceso a la cultura. La clase obrera se esfuerza por transformar su aparato de Estado en una potente bomba para apagar la sed cultural de las masas. Es una tarea de un alcance histórico inmenso. Pero si no se quiere emplear las palabras a la ligera, todavía no es ésta la creación de una cultura proletaria propia. “Cultura proletaria”, “arte proletario”, etc., en tres de cada diez casos estos términos son empleados entre nosotros sin espíritu crítico para designar la cultura y el arte de la próxima sociedad comunista; en dos de diez casos, para indicar el hecho de que grupos particulares del proletariado adquieren ciertos elementos de la cultura proletaria; y por último, en cinco de cada diez casos, es un amasijo confuso de ideas y de términos sin pies ni cabeza.
He aquí un ejemplo reciente, sacado de entre otros cien, de un empleo visiblemente descuidado, erróneo y peligroso de la expresión “cultura proletaria”: “La base económica y el sistema de superestructuras que te corresponde, escribe el camarada Sizov, forman la característica cultural de una época (feudal, burguesa, proletaria)”. De este modo la época cultural proletaria se sitúa aquí en el mismo plano que la época burguesa. Ahora bien, lo que ahí se llama época proletaria no es más que el breve paso de un sistema social y cultural a otro, del capitalismo al socialismo. La instauración del régimen burgués ha sido precedido igualmente por una época de transición, pero contrariamente a la revolución burguesa, que se ha esforzado, no sin éxito, de perpetuar la dominación de la burguesía, la revolución proletaria tiene por objeto liquidar la existencia del proletariado en tanto que clase en un plazo lo más breve posible. Este plazo depende directamente de los logros de la revolución. ¿No es sorprendente que se pueda olvidar y se sitúe la época de la cultura proletaria en el mismo plano que la de la cultura feudal o burguesa?
Si esto es así, ¿se deduce que no tenemos ciencia proletaria? ¿No podemos decir que la concepción materialista de la historia y la crítica marxista de la economía política constituyan los elementos científicos inestimables de una cultura proletaria? ¿No hay una contradicción?
Por supuesto, la concepción materialista de la historia y la teoría del valor tienen una importancia inmensa tanto como arma de clase del proletariado como para la ciencia en general. Hay más ciencia verdadera sólo en el Manifiesto del Partido comunista que en bibliotecas enteras repletas de compilaciones, especulaciones y fabricaciones profesorales sobre la filosofía de la historia. ¿Puede decirse por ello que el marxismo constituye un producto de la cultura proletaria? ¿Y puede decirse que ya utilizamos efectivamente el marxismo no sólo en las luchas políticas, sino también en los problemas científicos generales?
Marx y Engels salieron de las filas de la democracia pequeño-burguesa y es evidentemente la cultura de ésta la que los formó, y no una cultura proletaria. Si no hubiese existido la clase obrera, con sus huelgas, sus luchas, sus sufrimientos y sus revueltas, no habría habido comunismo científico, porque no habría habido necesidad histórica de él. La teoría del comunismo científico ha sido enteramente edificada sobre la base de la cultura científica y política burguesa, pese a que haya declarado a esta última una lucha no para la vida, sino una lucha a muerte. Bajo los golpes de las contradicciones capitalistas, el pensamiento universalizador de la democracia burguesa se ha alzado, en sus representantes más audaces, más honestos y más clarividentes, hasta una genial negación de sí misma, armada con todo el arsenal crítico de la ciencia burguesa. Tal es el origen del marxismo.
El proletariado ha encontrado en el marxismo su método, pero no al primer golpe, y ni siquiera hoy todavía completamente. Muy lejos de ello. Hoy, este método sirve principalmente, casi en exclusiva, a fines políticos. El desarrollo metodológico del materialismo dialéctico y su larga aplicación al conocimiento son aún enteramente del dominio del porvenir. Sólo en una sociedad socialista el marxismo dejará de ser sólo un instrumento de lucha política para convertirse en un método de creación científica, el elemento y el instrumento esenciales de la cultura espiritual.
Resulta incontestable que toda ciencia refleja más o menos las tendencias de la clase dominante. Cuando más estrechamente se vincula una ciencia a las tareas prácticas de dominación de la naturaleza (la física, la química, las ciencias naturales en general), tanto mayor es su aporte humano, fuera de consideraciones de clase. Cuanto más profundamente se liga una ciencia al mecanismo social de la explotación (la economía política) o cuanto más abstractamente generaliza la experiencia humana (como la psicología, no es su sentido experimental y fisiológico, sino en el sentido denominado “filosófico”), tanto más se subordina al egoísmo de clase de la burguesía, y tanto menos importa su contribución a la suma general del conocimiento humano. El terreno de las ciencias experimentales conoce a su vez diferentes grados de integridad y de objetividad científica, en función de la amplitud de las generalizaciones que se hacen. Por regla general, las tendencias burguesas se desarrollan más libremente en las altas esferas de la filosofía metodológica, de la “concepción del mundo”. Por ello es necesario limpiar el edificio de la ciencia de abajo arriba, o más exactamente desde arriba hasta abajo, porque hay que comenzar por los pisos superiores. Sería, sin embargo, ingenuo pensar que el proletariado, antes de aplicar a la edificación socialista la ciencia heredada de la burguesía, deba someterla por completo a una revisión crítica. Sería aproximadamente lo mismo que decir, con los moralistas utópicos: antes de construir una sociedad nueva, el proletariado debe elevarse a la altura de la moral comunista. De hecho, el proletariado transformará radicalmente la moral, tanto como la ciencia, sólo después de que haya construido la sociedad nueva, aunque sólo estén elaboradas sus líneas maestras. ¿No caemos ahí en un círculo vicioso? ¿Cómo construir una sociedad nueva con la ayuda de la vieja ciencia y de la vieja moral? Se necesita un poco de dialéctica, de esa misma dialéctica que esparcimos profusamente en la poesía lírica, en la administración y en la sopa de verduras y el puré. Para empezar a trabajar, la vanguardia proletaria tiene necesidad absoluta de ciertos puntos de apoyo, de ciertos métodos científicos susceptibles de liberar la conciencia del yugo ideológico de la burguesía; en parte ya los posee, en parte debe aún adquirirlos. Ha experimentado su método fundamental en numerosas batallas y en las condiciones más diversas. Pero eso está muy lejos aún de una ciencia proletaria. La clase revolucionaria no puede interrumpir su combate porque el partido no ha decidido todavía si debe aceptar o no la hipótesis de los electrones y de los iones, la teoría psicoanalítico de Freud, la genética, los nuevos descubrimientos matemáticos de la relatividad, etc. Evidentemente, después de haber conquistado el poder, el proletariado tendrá posibilidades mucho mayores para asimilar la ciencia y revisarla. Pero también en este caso es más fácil decir las cosas que hacerlas. No se trata de que el proletariado aplace la edificación del socialismo hasta que sus nuevos sabios, muchos de los cuales tienen hoy los pantalones rotos, hayan verificado y depurado todos los instrumentos y todas las vías del conocimiento. Rechazando lo que es manifiestamente inútil, falso, reaccionario, el proletariado utiliza en los diversos dominios de su obra de edificación los métodos y los resultados de la ciencia actual, adoptándolos necesariamente con el porcentaje de elementos de clase, reaccionarios, que contienen. El resultado práctico se justificará en el conjunto porque la práctica, sometida al control de los objetivos socialistas, operará gradualmente una verificación y una selección de la teoría, de sus métodos y de sus conclusiones. Mientras tanto, habrán crecido los sabios educados en condiciones nuevas. De cualquier modo, el proletariado deberá llevar su obra de edificación socialista hasta un nivel bastante elevado, es decir, hasta una satisfacción real de las necesidades materiales y culturales de la sociedad, antes de poder emprender la limpieza general de la ciencia, desde arriba hasta abajo. No quiero decir nada con esto contra el trabajo de crítica marxista que numerosos círculos y seminarios se esfuerzan por realizar en diversos campos. Este trabajo es necesario y fructífero. De todas maneras, debe ser extendido y profundizado. Debemos conservar, sin embargo, el sentido marxista de la medida para apreciar el peso específico que tienen hoy estas experiencias y estas tentativas por relación a la dimensión general de nuestro trabajo histórico.
Lo que precede ¿excluye la posibilidad de ver surgir de las filas del proletariado, mientras que esté en período de dictadura revolucionaria, de eminentes sabios, inventores, dramaturgos y poetas? Por nada del mundo. Pero sería actuar muy a la ligera dar el nombre de cultura proletaria a las realizaciones, incluso las más valiosas, de representantes individuales de la clase obrera. La noción de cultura no debe ser cambiada en calderilla de uso individual, y no se pueden definir los progresos de la cultura de una clase por los pasaportes proletarios de tales o cuales inventores o poetas. La cultura es la suma orgánica de conocimiento v de técnicas que caracteriza a toda la sociedad, o al menos a su clase dirigente. Abarca y penetra todos los dominios de la creación humana, y los unifica en un sistema. Las realizaciones individuales se desarrollan por encima de este nivel y lo elevan gradualmente.
Esta relación orgánica ¿existe entre nuestra poesía proletaria de hoy y la actividad cultural de la clase obrera en su conjunto? Es evidente que no. Individualmente o por grupos, los obreros se inician en el arte que ha sido creado por la intelligentsia burguesa y se sirven de su técnica, por el momento de una forma bastante eléctrica. ¿Es con el fin de dar una expresión a su mundo interior, propio, proletario? No, por supuesto, y muy lejos de ello. La obra de los poetas proletarios carece de esa cualidad orgánica que no puede provenir más que de una relación íntima entre el arte y el desarrollo de la cultura en general. Son obras literarias de proletarios dotados o con talento, pero no la literatura proletaria. ¿Será, sin embargo, una de sus fuentes?
Naturalmente, en el trabajo de la generación actual se encuentran numerosos gérmenes, raíces, fuentes donde algún erudito futuro, aplicado y diligente, se remontará a partir de los diversos sectores de la cultura del futuro, igual que los actuales historiadores del arte se remontan del teatro de lbsen a los misterios religiosos, o del impresionismo y del cubismo a las pinturas de los monjes. En la economía del arte, como en la de la naturaleza, nada se pierde y todo está ligado. Pero de hecho, concretamente en la vida, la producción actual de los poetas salidos del proletariado está aún lejos de desarrollarse en el mismo plano que el proceso que prepara las condiciones de la futura cultura socialista, es decir, el proceso de elevación de las masas.
El camarada Dubovskoi ha puesto frente a él, y al parecer contra él, a un grupo de poetas proletarios con un artículo[1] en el que, al lado de ideas en mi opinión discutibles, expresa una serie de verdades en realidad algo amargas, pero incontestables en lo esencial. El camarada Dubovskoi llega a la conclusión de que la poesía proletaria no se encuentra en el grupo “Kuznitsa” [La Fragua], sino en los periódicos murales de las fábricas, con sus autores anónimos.
Hay ahí una idea justa, aunque esté expresada de forma paradójica. Podría decirse con igual razón que los Shakespeare y los Goethe proletarios están en este momento a punto de correr con los pies desnudos hacia alguna escuela primaria. Es incontestable que el arte de los poetas de fábrica está orgánicamente mucho más ligado con la vida, con las preocupaciones cotidianas y los intereses de la casa obrera. Pero eso no es una literatura proletaria. Es sólo la expresión escrita del proceso molecular de elevación cultural del proletariado. Más arriba hemos explicado que no es lo mismo. Los corresponsales obreros de los periódicos, los poetas locales, los críticos cumplen un gran trabajo cultural que desbroza el terreno y lo prepara para las futuras semillas. Pero la cosecha cultural y artística requerida será - ¡afortunadamente! - socialista, y no “proletaria”.
El camarada Pletnev, en un interesante artículo[2] sobre “Las vías de la poesía proletaria”, emite la idea de que las obras de los poetas proletarios, independientemente de su valor artístico, son ya importantes por el hecho de su vínculo directo con la vida de la clase. A partir de ejemplos de poesía proletaria, el camarada Pletnev muestra de forma bastante convincente los cambios en el estado de ánimo de los poetas proleta relación con el desarrollo general de la vida y de las luchas del proletariado. Igualmente, el camarada Pletnev demuestra que los productos de la poesía proletaria -no todos, pero sí muchos- son importantes documentos de la historia de la cultura. Lo cual no quiere decir que sean documentos artísticos. “Que esos poemas sean flojos, de forma antigua, llenos de faltas, lo admito -escribe Pletnev a propósito de un poeta obrero que se ha alzado desde los sentimientos religiosos a un espíritu revolucionara militante-, pero ¿no marcan el camino del progreso para el poeta proletario?”. Evidentemente: incluso flojos, incluso incoloros, incluso llenos de faltas, los versos pueden marcar la vía del progreso político de un poeta y de una clase y tener una significación inmensa como síntoma cultural. Sin embargo, los poemas flojos, y más aún los que ponen de relieve la ignorancia del poeta, no pertenecen a la poesía proletaria simplemente porque no son poesía.
Es muy interesante observar que, al trazar el paralelo de la evolución política de los poetas obreros y el progreso revolucionario de la clase obrera, el camarada Pletnev comprueba acertadamente que desde hace algunos años, y sobre todo desde los comienzos de la Nep, los escritores emergen de la clase obrera. El camarada Pletnev explica la “crisis de la poesía proletaria” -que va acompañada de una tendencia al formalismo y... al filisteísmo- por la insuficiente formación política de los poetas y la escasa atención que les concede el Partido. De lo cual resulta, dice Pletnev, que los poetas “no han resistido a la colosal presión de la ideología burguesa: han cedido o están a punto de ceder a ella”. Esta explicación es, evidentemente, insuficiente. ¿Qué “colosal presión de la ideología burguesa” puede haber entre nosotros? No hay que exagerar. No discutiremos para saber si el partido habría podido hacer más en favor de la poesía proletaria, o no. Eso no basta para explicar la falta de fuerza de resistencia de esta poesía, de igual modo que esa falta de fuerza no está compensada por una violenta gesticulación “de clase” (en el estilo del manifiesto de “Kuznitsa”). El fondo de la cuestión es que en el período prerrevolucionario y en el primer período de la revolución los poetas proletarios consideraban la versificación no como un arte que tiene sus propias leyes, sino como uno de los medios de quejarse de su triste suerte o de exponer sus sentimientos revolucionarios. Los poetas proletarios no han abordado, la poesía como un arte y un oficio más que en estos últimos años, una vez que se relajó la tensión de la guerra civil. De pronto apareció que en la esfera del arte el proletariado no había creado aún medio cultural alguno, mientras que la intelligentsia burguesa tiene el suyo, sea bueno o malo. El hecho esencial no es aquí que el partido o sus dirigentes no hayan “ayudado suficientemente”, sino que las masas no estaban artísticamente preparadas; y el arte, como la ciencia, exige una preparación. Nuestro proletariado posee su cultura política -en cantidad suficiente para asegurar su dictadura-, pero no tiene cultura artístico. Mientras los poetas proletarios caminaban en las filas de las formaciones de combate comunes, sus versos, como ya hemos dicho, conservaban un valor de documentos revolucionarios. Cuando tuvieron que enfrentarse a problemas de oficio y de arte comenzaron, voluntaria o involuntariamente, a buscarse un nuevo medio. No hay, por tanto, simplemente una falta de atención, sino un condicionamiento histórico profundo. Lo cual no significa en modo alguno, sin embargo, que los poetas obreros que han entrado en ese período de crisis estén definitivamente perdidos para el proletariado. Esperamos que por lo menos algunos de ellos saldrán fortalecidos de esa crisis. Una vez más, esto no quiere decir tampoco que los grupos de poetas obreros de hoy estén destinados a sentar las bases inquebrantables de una nueva y gran poesía. Nada de eso. Verosímilmente, será un privilegio de las generaciones futuras, que también tendrán que atravesar sus períodos de crisis, porque habrá todavía durante mucho tiempo muchas desviaciones de grupos y de círculos, muchas dudas y errores ideológicos y culturales, cuya causa profunda reside en la falta de madurez cultural de la clase obrera.
El solo aprendizaje de la técnica literaria es una etapa indispensable y que requiere tiempo. La técnica se hace notar de forma más acusada en aquellos que no la poseen. Puede decirse de muchos jóvenes proletarios con toda exactitud que no son ellos los que dominan la técnica, sino que es la técnica la que les domina a ellos. En algunos, en los de más talento, no es más que una crisis de crecimiento. En cuanto a aquellos que no podrán convertirse en dueños de la técnica, parecerán siempre “artificiales”, imitadores e incluso bufones. Pero sería excesivo concluir de ello que los obreros no necesitan de la técnica del arte burgués. Sin embargo, muchos caen en este error: “Dadnos -dicen- algo que sea nuestro, incluso algo detestable, pero que sea, nuestro.” Esto es falso y falaz. El arte detestable no es arte y por tanto los trabajadores no tienen necesidad de ello. Quien se conforma con “lo detestable”, quien lleva en él, en el fondo, una buena porción de desprecio por las masas, es muy importante para esa especie particular de políticos que nutren una desconfianza orgánica en la fuerza de la clase obrera pero que la halagan y glorifican cuando “todo va bien”. Detrás de los demagogos, los inocentes sinceros repiten esta fórmula de simplificación pseudoproletaria. Eso no es marxismo, sino populismo reaccionario, teñido apenas de ideología “proletaria”. El arte destinado al proletariado no puede ser un arte de segunda categoría. Hay que aprender, a pesar del hecho de que los “estudios” -que se hacen obligatoriamente entre el enemigo- impliquen un cierto peligro. Hay que aprender, y la importancia de organizaciones como el proletkult, por ejemplo, debe medirse no por la velocidad con que crean una nueva literatura, sino por la contribución que aportan a la elevación del nivel literario de la clase obrera, comenzando por sus capas superiores.
Términos tales como “literatura proletaria” y “cultura proletaria” son peligrosos porque reducen artificialmente el porvenir cultural al marco estrecho del presente, porque falsean las perspectivas, porque violan las proporciones, porque desnaturalizan los criterios y porque cultivan de forma muy peligrosa la arrogancia de los pequeños círculos.
Si se rechaza el término “cultura proletaria”, ¿qué hacer entonces con... el “proletkult”? Convengamos en que proletkult significa “actividad cultural del proletariado”, es decir, lucha encarnizada por elevar el nivel cultural de la clase obrera. En verdad que la importancia del proletkult no disminuirá ni un ápice por esta interpretación.
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En su declaración programática, que ya hemos citado de pasada, los escritores proletarios de “Kuznitsa” proclaman que “el estilo es la clase” y que por tanto los escritores de un origen social distinto no pueden crear un estilo artístico que corresponda con la naturaleza del proletariado. De ahí parece deducirse que el grupo “Kuznitsa”, que es proletario a un tiempo por su composición y por su tendencia, está a punto de crear precisamente el arte proletario.
“El estilo es la clase”. Sin embargo, el estilo no nace completamente al mismo tiempo que la clase. Una clase encuentra su estilo por caminos extremadamente complejos. Sería muy simple que un escritor pudiera, por el mero hecho de ser un proletario fiel a su clase, instalarse en la encrucijada y declarar: “Yo soy el estilo del proletariado.”
“El estilo es la clase”, y no sólo en arte, sino ante todo en política. Ahora bien, la política es el único terreno en que el proletariado ha creado efectivamente su propio estilo. ¿Cómo? No mediante ese simple silogismo: cada clase tiene su estilo, el proletariado es una clase, y encarga a determinado grupo proletario formular su estilo político. No, el camino fue hecho más complejo. La elaboración de la política proletaria ha pasado por las huelgas económicas, por la lucha, por el derecho de coalición, por los utopistas ingleses y franceses, por la participación de los obreros en los combates revolucionarios bajo la dirección de la democracia burguesa, por el Manifiesto del Partido comunista, por la creación de la socialdemocracia, que, sin embargo, en el curso de los acontecimientos se sometió al “estilo” de otras clases, por la escisión de la socialdemocracia y la separación de los comunistas, por la lucha de los comunistas por el frente único, y por una serie de etapas que aún están por venir. Todo lo que le queda de energía al proletariado después de lo que ha hecho frente a las exigencias elementales de la vida ha ido y va encaminada a la elaboración de ese “estilo” político. Mientras que la ascensión histórica de la burguesía tuvo lugar con una igualdad relativa en todos los dominios de la vida social, la burguesía al enriquecerse, al organizarse, al formarse filosófica y estéticamente, y al acumular hábitos de dominio, para el proletariado, como clase económicamente desheredada, todo el proceso de autodeterminación toma un carácter político revolucionario intensamente unilateral, que encuentra su más alta expresión en el partido comunista.
Si se quisiera comparar la ascensión artística del proletariado a su ascensión política, habría que decir que en el terreno del arte nos encontramos actualmente más o menos en el período en que los primeros movimientos, todavía impotentes, de las masas coincidían con los esfuerzos de la intelligentsia y de algunos obreros por construir sistemas utópicos. Deseamos de todo corazón a los poetas de “Kuznitsa” que aporten su parte a la creación del arte del porvenir, que será, si no proletario, al menos socialista. Pero en el estado actual, extremadamente primitivo, de este proceso sería un error imperdonable conceder a “Kuznitsa” el monopolio de la expresión del “estilo proletario”. La actividad de Kuznitsa en relación con el proletariado se sitúa, en un principio, en el mismo plano que la de Lef, que la de Krug y que la de otros grupos que se esfuerzan por dar una expresión artística a la revolución. Honestamente no sabemos cuál de estas contribuciones se revelará como más importante. En numerosos poetas proletarios la influencia del futurismo, por ejemplo, es indiscutible. El gran talento de Kazin está impregnado de elementos de la técnica futurista, Bezimensky es una esperanza.
La declaración de “Kuznitsa” pinta la situación actual en el terreno del arte con trazos muy sombríos y acusadores: “La Nep, como etapa de la revolución, ha aparecido en el ambiente de un arte que se parece a las gesticulaciones de los gorilas...” “Y todo eso está pagado con subvenciones... No hay Bielinsky. Por encima del desierto del arte, el crepúsculo... Pero nosotros elevamos nuestra voz y desplegamos la bandera roja...”, etc. Del arte proletario se habla en términos extremadamente enfáticos, es decir, grandilocuentes, en parte como arte del futuro, y en parte como arte del presente: “La clase obrera, monolítica, crea un arte únicamente a su imagen y semejanza. Su lengua particular, de sonoridades diversas, alta en colores, rica en imágenes, favorece con su simplicidad, con su claridad, con su precisión, la fuerza de un gran estilo.” Si ello es así, ¿de dónde viene entonces el desierto del arte, y por qué precisamente por encima de él se yergue el crepúsculo? Esta contradicción evidente no puede tener más que una explicación: el arte protegido por el gobierno soviético, que es un desierto invadido por el crepúsculo, los autores de la declaración oponen un arte proletario “de gran envergadura y de gran estilo” que, sin embargo, no goza de la consideración necesaria porque ya no hay “Bielinsky” y porque en el lugar de los Bielinskys hay algunos “camaradas publicistas salidas de nuestras filas y habituados a llevar las bridas de todo”. Con riesgo de quedar yo también algo incluido en la Orden de la Brida, debo decir, sin embargo, que la declaración de “Kuznitsa” habla de sí como del portador exclusivo del arte revolucionario, exactamente en los mismos términos que los futuristas, que los imaginistas, que los “hermanos Serapion” y que los demás. ¿Dónde está, camaradas, este “arte de envergadura, de gran estilo, ese arte monumental?” ¿Dónde? Pensad en la obra de tal o cual poeta de origen proletario –y lo que evidentemente necesitamos ahora es un trabajo de crítica atenta, estrictamente individualizada-: no hay arte proletario. No hay que jugar con las grandes palabras. No es cierto que exista un arte proletario, y menos que sea de gran envergadura ni monumental. ¿Dónde estaría? ¿En quién? Los poetas proletarios hacen su aprendizaje e, incluso sin recurrir a los métodos microscópicos de la escuela formalista, se puede definir, como hemos dicho, la influencia ejercida en ellos por otras escuelas, y ante todo por los futuristas. No es esto un reproche, porque ahí no hay pecado. Pero ninguna declaración llegará a crear un estilo proletario monumental.
“No hay Bielinskys”, lamentan nuestros autores. Si tuviéramos que presentar la prueba jurídica de que la actividad de “Kruznitsa” está penetrada del estado de ánimo que reina en ese pequeño mundo cerrado, en los restringidos círculos, en las pequeñas escuelas de la intelligentsia, la encontraríamos en esta triste fórmula: “No hay Bielinskys.” Evidentemente, no se refieren con ello a Bielinsky como persona, sino como representante de esa dinastía de críticos rusos inspiradora y guía de la vieja literatura. Nuestros amigos de “Kuznitsa” no se han dado cuenta de que esa dinastía ha dejado de existir, precisamente después de que la masa proletaria haya ascendido a la escena política. Por uno de sus lados, y precisamente por el más importante, Plejanov fue el Bielinsky marxista, el último representante de esta noble dinastía de publicistas. Por lo que atañe a la literatura, los Bielinskys abrían respiraderos en la opinión pública de su época. Tal fue su papel histórico. La crítica literaria reemplazaba a la política, y la preparaba. Y lo que en Bielinsky y en los demás representantes de la crítica radical no eran más que alusiones, ha recibido en nuestra época la carne y la sangre de Octubre, se ha convertido en la realidad soviética. Si Bielinsky, Chernichevsky, Dobroljubov, Pisarev, Mijailovsky y Plejanov fueron, cada uno a su manera, los inspiradores públicos de la literatura y, más aún, los inspiradores literarios de la opinión pública naciente, ¿es que ahora toda nuestra opinión pública, con su política, su prensa, sus reuniones, sus instituciones no aparece como el intérprete suficiente de sus propias vías? Toda nuestra vida social está situada bajo un proyector: el marxismo ilumina todas las etapas de nuestra lucha, cada una de nuestras instituciones está sometida en todas sus partes al fuego graneado de la crítica. En estas condiciones pensar en Bielinsky con suspiros de pesar es revelar -¡ay, ay!- un espíritu de renuncia propio de los pequeños círculos intelectuales, al estilo (que nada tiene de monumental) de algún populista de izquierdas lleno de piedad, como Ivanov-Razumnik. “No hay Bielinskys”. Pero, en fin, Bielinsky era mucho menos un crítico literario que un guía de la opinión en su época. Y si Vissarion Bielinsky pudiera vivir en nuestros días, sería probablemente -no se lo ocultaremos a “Kuznitsa”- miembro... del Politburó. Y quizá llevara las cosas con bridas relajadas. ¿No se quejaba, en efecto, de que él, cuya naturaleza era aullar como un chacal, debía hacer oír notas melodiosas?
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No es totalmente casual que la poesía de los pequeños círculos, en sus esfuerzos por vencer su soledad, caiga en el romanticismo soso del “cosmismo”. La idea es poco más o menos así: hay que sentir el mundo como unidad, y a uno mismo como una parte activa de esa unidad, con la perspectiva de dirigir más tarde no sólo la tierra, sino todo el cosmos. Todo esto, por supuesto, es realmente soberbio y terriblemente grande. Nosotros éramos simples habitantes de Kursk o de Kaluga, acabamos de conquistar toda Rusia, y marchamos ahora hacia la revolución mundial. ¿Vamos a contentarnos con “límites planetarios”? Pongamos inmediatamente al círculo proletario sobre el barril del universo. ¿Qué hay más simple? Sabemos hacerlo, y no tenemos a nadie.
El cosmismo parece, o puede parecer, extremadamente audaz, potente, revolucionario, proletario. De hecho, se encuentran en el cosmismo elementos que confinan con la deserción: se huye de los difíciles problemas terrestres -que son particularmente graves en el terreno del arte- para refugiarse en las esferas interestelares. Por eso mismo, el cosmismo muestra un parentesco a todas luces inesperado con el misticismo. En efecto, querer introducir en su concepción artística del mundo el reino de las estrellas, y no sólo de modo contemplativo, sino en cierta forma activa, es, independientemente incluso de los conocimientos que se puedan tener de astronomía, una tarea muy ardua y en cualquier caso de una urgencia poco visible. Por último, se deja traslucir que si los poetas se convierten en “cosmistas” no es porque la población de la Vía Láctea golpee imperiosamente a su puerta y exija de ellos una respuesta, sino porque los problemas terrestres, al prestarse con tanta dificultad a la expresión artística, les incitan a tratar de saltar en el mundo del más allá. Sin embargo, no basta con titularse “cosmista” para coger las estrellas del cielo. Tanto menos cuanto que en el universo hay mucho más de vacío interestelar que de estrellas. Esta tendencia dudosa que tienen para colmar las lagunas de su concepción del mundo y de su obra artística por la materia sutil de los espacios interestelares, peligra con llevar a algunos cosmistas a la más sutil de las materias, al Espíritu Santo, en el que reposan va suficientemente los difuntos poetas.
Los nudos corredizos y los lazos lanzados sobre los poetas proletarios son tanto más peligrosos cuanto que estos poetas son muy jóvenes, y algunos de ellos apenas han salido de la adolescencia. En su mayoría es la revolución victoriosa la que los ha despertado a la poesía. Han entrado en la hombredad sin estar todavía formados, llevados por las alas de la espontaneidad, del torbellino y del huracán...
A fin de cuentas, esta embriaguez primitiva se apoderó también de escritores completamente burgueses, que la pagaron en seguida con una resaca reaccionaria y mística, y todo lo que se quiera en ese sentido. Las verdaderas dificultades y las auténticas pruebas comenzaron cuando el ritmo de la revolución disminuyó, cuando los objetivos se hicieron más nebulosos, y cuando no bastó ya nadar en la corriente, tragar agua y hacer gorgoritos, sino que había que dar pruebas de circunspección, retraerse y hacer balance de la situación. Fue entonces cuando se vieron tentados: ¡adelante, hacia el cosmos! ¿Y la tierra? Como para los místicos, también puede ser para los “cosmistas” un simple trampolín.
Los poetas revolucionarios de nuestra época necesitan hallarse bien templados, y aquí más que en ninguna parte el temple moral es inseparable del temple intelectual. Necesitan una concepción del mundo, y por tanto una concepción del arte cerrada, flexible, alimentada por hechos. Para comprender el período de tiempo en que vivimos no sólo de una manera diaria, sino real, profundamente, hay que conocer el pasado de la humanidad, su vida, su trabajo, sus luchas, sus esperanzas, sus derrotas y sus éxitos. ¡La astronomía y la cosmogonía son cosas excelentes! Pero antes que nada es la historia de la humanidad lo que hay que conocer, y la vida contemporánea en sus diversas leyes y en su realidad original y personal.
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Es curioso comprobar que quienes fabrican las fórmulas abstractas de la poesía proletaria pasan habitualmente de largo junto a un poeta que, más que cualquier otro, tiene derecho al título de poeta de la Rusia revolucionaria. La definición de sus tendencias y de sus bases sociales no exige método crítico complicado: Demyan Biedny está ahí todo entero, de una sola pieza. No es un poeta que se haya acercado a la revolución, que haya descendido hasta ella, que la haya aceptado: es un bolchevique cuya arma es la poesía. Y en esto precisamente reside la fuerza excepcional de Demyan. Para él, la revolución no es una materia de creación, es la instancia más alta, la que le ha colocado en su puesto. Su obra es un servicio social no sólo “a fin de cuentas”, como se dice para el arte en general, sino también subjetivamente, en la conciencia del poeta mismo. Y esto desde los primeros días de su servicio histórico. Se integró en el Partido, creció con él, pasó por las diferentes etapas de su desarrollo, aprendió día a día a pensar y sentir con la clase obrera y a reproducir ese mundo de pensamientos y de sentimientos en forma concentrada en el lenguaje de los versos, unas veces con la malicia de las fábulas, otras con la melancolía de las canciones o la audacia de las coplillas satíricas, otras indignándose, otras lanzando vibrantes arengas. Ningún dilentantismo hay en su cólera y en su odio. Odia con el odio bien claro del partido más revolucionario del mundo. Hay en él cosas de una gran fuerza y de una maestría acabada, hay en él también un buen número de cosas que no superan el nivel periodístico, cotidiano, de segundo orden. Es que Demyan no espera para crear las raras ocasiones en que Apolo llama al poeta al sacrificio divino, pero trabaja cada día, según las exigencias de los acontecimientos y... del Comité Central. Sin embargo, considerado en, su conjunto, su obra constituye un fenómeno absolutamente nuevo, único en su género. Y "que los poetas de las diversas escuelas no cesan de burlarse de Demyan -vaya, ese folletinista- ojeen en su memoria para encontrar otro poeta que, con sus versos, tenga una influencia tan directa y tan eficaz sobre las masas. ¿Y cuáles son esas masas? Millones de obreros, campesinos, soldados rojos! ¿Y en qué momento? ¡En el más grande de todas las épocas!
Demyan no ha buscado formas nuevas. Emplea, incluso de modo ostensible, las viejas formas canonizadas. Pero en él esas formas han encontrado una auténtica resurrección; en tanto que mecanismo de transmisión incomparable del mundo de ideas bolcheviques. Demyan no ha creado ni creará jamás escuela: el mismo ha sido creado por una escuela que se llama Partido Comunista Ruso, por las necesidades de una época que no tendrá igual. Si se separa la noción metafísica de cultura proletaria para considerar las cosas desde el punto de vista que el proletariado lee, de lo que necesita, de lo que le apasiona y le impulsa a la acción, de lo que eleva su nivel cultural y con ello prepara el terreno para un arte nuevo, la obra de Demyan Biedny es realmente una literatura proletaria y popular, es decir, una literatura vitalmente necesaria a un pueblo que despierta. Quizá no sea poesía auténtica, pero es algo mayor.
Un hombre que no está entre los últimos en la historia, Ferdinand Lasalle, escribía un día en una carta dirigida a Marx y a Engels a Londres:
“Como renunciaría voluntariamente a escribir lo que sé, para realizar solamente una parte de lo que puedo.”
En este espíritu, Demyan podría decir también: “Dejo de buena gana a los otros el cuidado de escribir en formas nuevas y más complejas sobre la revolución, puesto que puedo escribir en las viejas formas para la revolución.”
[1] Pravda, 10 de febrero de 1923. (N. Del T.)
[2] El Clarín, libro 8. (N. del T.) 159