Un punto de inflexión en la lucha de clases de EEUU
El levantamiento social desatado tras el asesinato de George Floyd a manos de la policía racista de Minneapolis ha estremecido el mundo. Su fuerza, su extensión y la determinación de los cientos de miles de jóvenes afroamericanos, latinos, blancos, asiáticos, trabajadores y activistas de la izquierda que han llenado las calles de EEUU, ha colocado al Gobierno de Donald Trump contra las cuerdas. No solo ha desbaratado el toque de queda y los planes represivos de los 50.000 efectivos de la Guardia Nacional movilizados, la oleada de protestas ha destapado la olla podrida en que se ha convertido el capitalismo norteamericano. La réplica de este maravilloso movimiento, con manifestaciones de masas en Francia, Bélgica, Gran Bretaña, Australia, el Estado español… entre muchos otros países, marca un nuevo punto de inflexión en la lucha de clases.
La lucha de clases unifica a los oprimidos por encima de las diferencias raciales
La furia generada entre la juventud y la clase trabajadora por años de recortes sociales, precariedad, bajos salarios, racismo, machismo, autoritarismo y violencia policial, y que Donald Trump simboliza, se ha avivado de forma extraordinaria al calor de la pandemia del Covid19 y el estallido de la crisis económica. Los acontecimientos en EEUU son solo un adelanto de la época en la que nos adentramos y que pondrá la lucha de clases al rojo vivo en todo el globo.
Sin duda, el impacto de la pandemia en Norteamérica con más de 115.000 muertos, soportando las imágenes de fosas comunes abiertas en parques públicos, las colas kilométricas de coches para acceder a los bancos de alimentos y una desprotección sanitaria que afecta a más de 40 millones de personas abandonadas a su suerte... ha colocado una cantidad considerable de material explosivo en la situación objetiva. Mientras, la administración Trump —en colaboración con el Partido Demócrata— ha aprobado rescates billonarios a Wall Street y no pierde oportunidad para proclamar su mensaje de odio hacia la clase obrera y los oprimidos de su propio país.
La población negra ha sido el sector más golpeado por los contagios y la que ha sufrido más muertes en esta pandemia: tres veces más posibilidades de contraer la enfermedad, y un porcentaje de fallecimientos que se eleva al 70% en grandes ciudades como Chicago. Son cifras, estadísticas y números que reflejan una realidad de pobreza y opresión racial incrustada hasta el tuétano en el sistema y que transpira por todos sus poros: en sus instituciones, en la judicatura, en la policía...
No es ninguna casualidad que hayan sido los jóvenes y trabajadores negros los que se han plantado ante esta situación. Lo verdaderamente extraordinario es que su llamada no solo ha conectado con la comunidad latina, asiática o inmigrante de otras partes del mundo, sino que ha encontrado un respaldo inmediato y decidido de la clase trabajadora blanca, y muy especialmente de su juventud precarizada y radicalizada, y también de sectores de las capas medias empobrecidas durante la última década. Ellos y ellas también han acudido a la primera línea de la movilización, hermanados en un movimiento que no entiende de razas pero sí de clases. Un movimiento que apunta directamente al corazón del sistema y que ha arrollado con su acción muchos de los prejuicios pequeñoburgueses de las políticas de identidad, uniendo a los oprimidos por encima de barreras raciales o de género.
Este es el precio que la burguesía norteamericana paga tras décadas de recortes sociales salvajes, y de minar su propia base social proletarizando a amplios sectores de las capas medias. Hundiendo a niveles extremos las condiciones de vida de la clase trabajadora norteamericana, extendiendo la desigualdad y la pobreza para poder mantener los beneficios de las grandes corporaciones, la plutocracia que domina Wall Street y la Casa Blanca han provocado un escenario de polarización social y política sin precedentes.
Han roto en mil pedazos el sueño americano. Esa ilusión que mantuvo la situación bajo un control relativamente estable durante décadas, se ha desvanecido. Ahora, los que no tienen futuro se unen y se levantan para cambiar su realidad y lo hacen completamente en serio.
La declaración de guerra de Trump y su estrepitosa derrota
Cuando Trump amenazó con movilizar al ejército para sofocar las protestas no hacía más que declarar una guerra de la que ha salido escaldado. Incluso reputados representantes de la opinión pública burguesa como Paul Krugman le acusaban de poner al país al borde de la guerra civil. Pero ni los toques de queda, ni los gases lacrimógenos, las balas de goma o los porrazos de la Guardia Nacional han servido para frenar al movimiento. Lo único que han provocado es aumentar la indignación y dar a la lucha un carácter multitudinario. Una tras otra, las principales ciudades de EEUU se han ido uniendo a la protesta en manifestaciones masivas e imparables, cada vez más radicalizadas.
Las imágenes de Minneapolis, Los Ángeles, Philadelphia, Houston, Washington o Nueva York han dejado boquiabierto a todo el mundo. No es para menos, recuerdan a las grandes movilizaciones revolucionarias de Chile, Ecuador, Sudán, Argelia o la huelga general en Francia durante 2019. Si Trump no ha podido ir tan lejos como Piñera en Chile ha sido por la fuerza de la lucha de masas y el miedo a un estallido revolucionario de consecuencias imprevisibles, que ha convencido a un sector decisivo de la clase dominante —por boca del propio Pentágono, del Partido Demócrata e incluso de voces autorizadas del Republicano— a abortar de cuajo los planes del presidente.
El miedo de la burguesía no se ha quedado dentro de las fronteras de EEUU, sino que ha generado una gran preocupación internacional. Trump se ha quedado completamente solo y aislado en su estrategia. Los primeros mandatarios de Canadá, Alemania, Reino Unido o Nueva Zelanda, o el portavoz de exteriores de la UE entre muchos otros, se apuraban a desmarcarse de las posiciones del presidente norteamericano y solidarizarse públicamente con las protestas por la muerte de Floyd, en un intento de mantener lo más lejos posible de sus países la onda expansiva de este estallido.
El apagado de las luces de la Casa Blanca por primera vez desde 1889 o la noticia de que Trump había sido recluido en el búnker presidencial, reflejan el carácter histórico y excepcional de estos acontecimientos. La confianza del movimiento en sus propias fuerzas ha ido creciendo día a día, como lo han hecho las conclusiones políticas que han sacado miles de participantes.
Encuestas realizadas al calor de las protestas revelaban que el 64% de la población las apoya. Pero evidentemente las calles abarrotadas dicen mucho más que cualquier cifra. Frente a las minúsculas concentraciones de hace solo unas semanas de los seguidores del presidente —fusil en mano— pidiendo el fin del confinamiento, en estos días millones han gritado que hasta que no haya justicia no habrá paz. La polarización se da siempre en dos direcciones, y aunque la amenaza de la extrema derecha no debe infravalorarse, lo que domina la escena es un giro a la izquierda profundo y una correlación de fuerzas enormemente favorable para la clase trabajadora y la juventud. La cuestión es cómo organizar todo este potencial para la construcción de un partido revolucionario en lucha por el socialismo.
La experiencia del movimiento: un factor decisivo
El salto en la conciencia de millones de jóvenes y trabajadores en los EEUU no es solo fruto de los últimos quince días, sino el resultado de un proceso en el que el movimiento ha hecho una valiosa experiencia, cargada de lecciones y conclusiones que hoy se ponen en práctica.
No se pueden entender acontecimientos de estas dimensiones sin tener en cuenta el camino que la clase trabajadora y la juventud han recorrido tras el estallido de la crisis en 2008. Desde Ocuppy Wall Street y el nacimiento de Black Lives Matter, las históricas marchas de mujeres contra Trump, el movimiento de apoyo a Bernie Sanders, pasando por la oleada de huelgas de los profesores, la de la General Motors o la explosión de solidaridad con los inmigrantes encarcelados en centros de internamiento, la sociedad norteamericana ha sido golpeada por la lucha de clases.
Todos estos movimientos se han abierto paso a codazos, impulsados por activistas y organizaciones de la izquierda militante, sobrepasando las estructuras de los sindicatos tradicionales y del Partido Demócrata. Se han construido desde abajo y han tenido a la juventud en su vanguardia. Se han reclamado “socialistas”, han confrontado con el 1% de multimillonarios y han pedido sanidad y educación públicas y universales, han peleado por el salario mínimo de 15$ la hora y lo han logrado en muchas ciudades, y han acumulado victorias también en el frente electoral con la elección de concejales de la izquierda como en Seattle. Todo eso es lo que se ha expresado en este estallido, pero sus conclusiones siguen avanzando a toda velocidad.
Si algo ha distinguido todas estas luchas es que han tenido que sortear muchas barreras y dificultades. La última y más notable la claudicación de Bernie Sanders ante el establishment del Partido Demócrata, y que a pesar de provocar un sentimiento de decepción entre muchos de sus seguidores no ha podido frenar el actual proceso. Una lección también para todos aquellos observadores superficiales que ven la política, y la lucha de clases, con los anteojos estrechos de la contienda electoral burguesa.
Por supuesto, el Partido Demócrata ya está moviendo ficha para tratar de contener esta situación y llevarla a dique seco. Después de que varios gobernadores demócratas aprobaran toques de queda en muchas ciudades, la dirección del partido maniobra ahora consciente de que aparecer enfrentados a esta lucha es la peor estrategia posible. Las declaraciones y gestos bien estudiados de Biden o Pelosy buscan rentabilizar la protesta y, sobre todo, retomar el control de la calle en su beneficio electoral. Lamentablemente, otras personalidades supuestamente “a la izquierda” dentro de sus filas, como Ocasio Cortez, no hacen otra cosa que servir de comparsa en este teatro.
Las últimas encuestas dan a Biden una ventaja de 11 puntos sobre Trump para las elecciones de noviembre. Pero si el movimiento pensase que Biden es la solución no habrían salido a desafiar el estado policial ni a llenar las calles día sí y día también. Obviamente, la lucha de masas tendrá su efecto favorable para los demócratas, pero no por confianza ni mucho menos entusiasmo, sino por un rechazo frontal a Trump y sus políticas criminales.
Lo cierto es que la situación está ahora mismo fuera de control, también para ese resorte de seguridad de la burguesía norteamericana llamado Partido Demócrata. Sus maniobras y sus palabras, sus reuniones con la familia de Floyd, sus fotos hincando la rodilla… ya no son suficientes. Precisamente el Partido Demócrata, con Obama en la Casa Blanca, hizo bandera de “una reforma de la policía” para acabar con el racismo y la brutalidad policial. Pero toda su legislación no fue más que un fraude que ha permitido que el racismo siga campando a sus anchas en la policía, la justicia y el resto de las instituciones del Estado capitalista. No debemos olvidar que fue precisamente la administración Obama, tan querida por todos los socialdemócratas del mundo, la que incrementó a niveles sin precedentes las deportaciones y detenciones a inmigrantes y a personas negras.
Las masas en EEUU han aprendido mucho. Su vanguardia ha luchado por levantar su propia alternativa en torno a Sanders y ha sido abandonada con el mensaje de que no es el momento de “jugar a la revolución”, sino de ser “responsables”. Bien, pues los mismos que llenaban los actos de Sanders, y muchos otros más, están demostrando que su lucha no es ningún juego y sus vidas tampoco. Lo verdaderamente importante de Sanders no era él en sí mismo sino lo que reflejaba.
En las últimas protestas de Minneapolis el alcalde demócrata de la ciudad fue abucheado y expulsado de la misma por parte de los asistentes. Este hecho simboliza lo que decimos y demuestra las lecciones aprendidas; también las dificultades de los demócratas por hacerse con el control. El movimiento tiene fuerza de sobra para echar a Trump antes de los comicios de noviembre, eso es innegable. En todo caso hay que subrayar que una victoria demócrata no solucionará los acuciantes problemas de los millones que hoy protagonizan este levantamiento social.
Por un partido de los trabajadores y la juventud para luchar por el socialismo
Una de las consignas que más fuerza ha ganado en el movimiento es la de “Defund the police”, desmantelar la policía (retirarle la financiación). Los millones que han tomado las calles han identificado con claridad que su función no es otra que ejercer la represión y la violencia contra ellos. El carácter profundamente reaccionario de este cuerpo armado en defensa del Estado capitalista, y la impunidad completa de la que goza, han generado una indignación insoportable.
La presión en torno a este punto ha sido tan fuerte, que los concejales de Minneapolis aprobaron hace unos días el desmantelamiento de la policía de la ciudad. No han sido los únicos forzados a hacer gestos similares. El fin de semana pasado las autoridades de Los Ángeles y Nueva York también anunciaban nuevas normas para sus cuerpos de policía y un importante recorte presupuestario.
Pero ninguna de estas maniobras pueden llevarnos a engaño. Tanto la policía, como el ejército, la justicia o el Congreso forman parte de un aparato estatal que sirve a los intereses de una clase social. La burguesia norteamericana, presionada por la lucha de masas, puede proclamar su devoción por la vida de la población negra y prometer reformas, pero el carácter racista y clasista de la policía permanecerá mientras el sistema capitalista no sea derrocado.
La idea de recortar los fondos a la policía y utilizar esos recursos en organismos comunitarios, con un enfoque social que sirva realmente para combatir la pobreza, la drogadicción, la violencia machista… etc. se abre paso con mucha fuerza, pero hay que reconocer claramente que nada de esto ocurrirá mientras las palancas del poder sigan firmemente en manos de la clase dominante.
Por supuesto estas ideas, que ya estaban presentes cuando consignas como “abolish the ICE” (abolir la policía fronteriza que reprime y encarcela a los inmigrantes en campos de internamiento) adquirieron gran popularidad al calor de las medidas antiinmigración de Trump, encierra una aspiración indudablemente progresista. Refleja que el papel del aparato del Estado ha quedado al desnudo ante los ojos de cientos de miles. Pero de lo que se trata es de ir a la esencia del problema: el sistema capitalista norteamericano y cómo derrocarlo para establecer una sociedad libre de cualquier opresión de clase, racial o de género.
Lejos de retroceder o desinflarse, el movimiento ha ido creciendo en fuerza, en confianza y en extensión. Si bien han sido las familias afroamericanas y la juventud blanca quienes han liderado esta explosión, el movimiento obrero ha vivido con enorme simpatía y entusiasmo cada paso en la lucha. No solo como espectadores sino uniéndose activamente.
Las muestras de apoyo de colectivos como los conductores de autobuses negándose a transportar a los detenidos no han sido las únicas. Los estibadores también han convocado paros de solidaridad en todos los puertos de EEUU contra la violencia policial. Organizaciones como la International Longshoremen’s Association (ILA) y la United States Maritime Alliance (USMX), que agrupan a decenas de miles de trabajadores portuarios, suscribieron el llamamiento. También los trabajadores de supermercados y de correos en Minneapolis han secundado acciones similares. Si bien son paros simbólicos, constituyen una muestra de una solidaridad de clase que se extiende como la pólvora y de la enorme presión que existe sobre las direcciones sindicales.
El impacto internacional de esta lucha de clases en EEUU también ha sido extraordinario. Simboliza mejor que nada la lucha contra el corazón del Imperio, ese buque insignia del capitalismo que ahora se muestra en completa decadencia. Es un ejemplo poderoso que ha conquistado la mente de millones en todo el mundo. Igual que la Primavera Árabe contagió a los oprimidos y oprimidas de muchos países en 2011, lo que está por llegar se adivina a un nivel muy superior.
Las perspectivas para este movimiento están completamente abiertas. Es cierto que las movilizaciones no pueden mantenerse indefinidamente al mismo nivel y que la burguesía declarará su ferviente disposición a llevar a cabo reformas cosméticas para calmar los ánimos. Pero la catástrofe económica que se cierne sobre la clase obrera norteamericana no hará más que avivar este fuego y endurecer más el enfrentamiento. No cabe duda. EEUU es un eslabón decisivo del proceso revolucionario mundial.
El movimiento de masas encontrará nuevos cauces, pero debe conquistar claridad política. No basta con la espontaneidad, hace falta construir un partido de los trabajadores y la juventud con un programa socialista coherente, con métodos revolucionarios y que se base en la fuerza del movimiento obrero. Que abogue por la depuración completa de la policía de elementos reaccionarios y racistas, que deben ser expulsados y castigados ejemplarmente, lo que en muchos casos llevaría a la disolución de estos cuerpos tal como hoy se conocen en muchos condados y ciudades. Los departamentos de policía deben ser puestos bajo el control de las comunidades vecinales y las organizaciones de la clase obrera, empezando por los sindicatos combativos, los colectivos sociales, como Black Lives Matter y muchos otros, que están en primera línea del combate por los derechos democráticos y contra el racismo.
Pero estas medidas no agotan la cuestión ni mucho menos, y por si solas no resolverán el problema de fondo. Para combatir el racismo hay que luchar contra su causa: el sistema capitalista. Es necesario dirigir toda la fuerza del movimiento para conquistar reivindicaciones que protegan las condiciones de vida de la población: el aumento de los salarios a 15 dólares la hora; la implantación inmediata de la sanidad y la educación públicas, gratuitas, universales y de calidad; la reforma integral de los barrios pobres, dotándoles de viviendas públicas, dignas y asequibles, y de los equipamientos sociales y culturales necesarios; un transporte público, ecológico, gratuito y de calidad; la aprobación de un subsidio de desempleo federal para todos los trabajadores y trabajadoras en paro de 4.000 dólares al mes hasta encontrar empleo... Un programa socialista que implica elevar el horizonte político del movimiento con un programa revolucionario sólido y consecuente.
Necesitamos un partido de los trabajadores que no adopte ideas ni métodos sectarios, que trabaje con audacia en los movimientos sociales, en los grandes sindicatos defendiendo una política socialista genuina, que explique con claridad la necesidad de nacionalizar la banca y los grandes monopolios y planificar democráticamente la economía para rescatar a la gente y no a la plutocracia. Esta es la forma efectiva de luchar contra el racismo, la violencia policial y la catástrofe que se cierne sobre la clase obrera y la juventud norteamericana.
Construir esta alternativa revolucionaria es la tarea central ahora mismo. Y desde hace muchas décadas no han existido condiciones más favorables para hacerlo. Como señaló acertadamente Malcom X: "Vivimos en una era de revolución y la revuelta del negro americano que es parte de la rebelión contra la opresión y el colonialismo que ha caracterizado a esta época... Es incorrecto clasificar la revuelta de los negros simplemente como un conflicto racial del negro contra el blanco, como un problema puramente americano. Más bien, estamos hoy viendo una rebelión mundial de los oprimidos contra los opresores, los explotados contra los explotadores."