El 5 de febrero de 2024, el entonces presidente Andrés Manuel López Obrador envió al Congreso de la Unión un paquete de veinte reformas constitucionales, dentro de las cuales se encontraban la Reforma al Poder Judicial, la Reforma en materia de Simplificación Administrativa y una posible Reforma electoral. Dos de estos proyectos entraron en vigor durante los primeros nueve meses de la presidenta Claudia Sheinbaum. La última, aquella que reestructuraba el sistema electoral para reducir presupuestos e impulsar consultas populares, quedó descartada a mediados del año pasado. 

Esta semana, la presidenta volvió a tocar el tema, particularmente sobre la eliminación de los plurinominales y dejó abierta la posibilidad de enviar una nueva reforma electoral para el próximo periodo ordinario en el Congreso, en septiembre de este año. Con esto, el gobierno de Claudia Sheinbaum concluye un periodo de transición de dimensiones históricas, posiblemente inédito, en el que se termina por aniquilar la vieja democracia liberal, cultivada en México a finales del siglo XX, para dar paso a un nuevo modelo: una nueva democracia popular, una democracia con características mexicanas.

Muerte a la democracia

No es descabellado, desde cierto viraje conceptual, calificar al periodo comprendido entre el 5 de febrero de 2024 y el 1 de junio de 2025 como el “año en que murió la democracia” —como ha insistido en acusar la prensa opositora. Las altas esferas mediáticas, académicas y empresariales se han obstinado en denunciar autoritarismo, represión e incluso dictadura a los cambios estructurales presentados durante este último año. El oficialismo, por el contrario, argumenta haber abierto al Poder Judicial a voto popular, recurrir constantemente a la movilización de masas y gozar de una alta aprobación popular de su presidenta.

Se trata de un problema de conceptualización, naturalmente. Los pensadores liberales evalúan a la democracia desde criterios preestablecidos, cuasi-dogmáticos, convenientemente entrelazados con los valores e intereses de los grupos empresariales que les respaldan, tales como la libre competencia o la reducción sistemática del Estado. Esa es la democracia liberal, la democracia burguesa, que deforma las libertades individuales en lagunas de poder e instrumentaliza las limitaciones del Estado en forma de desregulación comercial. La que celebra la pluralidad pero suprime a los subalternos sociales. La que alardea de soberanía popular pero se opone al sentir de las mayorías.

Resolvamos el problema terminológico recordando a Platón y apuntemos que la democracia es una idea perfecta, tanto como lo son la justicia o la igualdad. Los sistemas políticos derivados de ella, en cambio, son manifestaciones sensibles, imperfectos y falibles. Lo que existía en México hasta antes de este primero de junio no era democracia, por tanto, al menos no en su expresión abstracta. Teníamos, en el mejor de los casos, un sistema político-electoral incipiente, disfuncional, trastabillado, una suerte de aspiración democrática inspirada en el bipartidismo republicano de los Estados Unidos. No murió la democracia en México, como exclama el conservadurismo. Murió, en todo caso, su democracia liberal, la de ellos, la de sus grupos, la de los capitales y las clases medias.

La victoria de Morena

Entre 2024 y 2025, Morena ganó las elecciones presidenciales y aumentó significativamente su fuerza política en los tres niveles de gobierno. Con poco más de 35 millones de votos, Claudia Sheinbaum Pardo se convirtió en la presidenta más votada de la historia, sosteniendo durante estos nueve meses los más altos porcentajes de aprobación. Morena se hizo de mayoría calificada en ambas cámaras del Congreso de la Unión y de 27 legislaturas locales. Asimismo, el Gobierno Federal logró desaparecer siete de los organismos autónomos, centralizando facultades estratégicas en telecomunicaciones, energía y economía. 

Así, se sentaron las bases características de una democracia popular: un partido hegemónico, un líder carismático y una constante movilización de masas. Por el contrario, perecieron las propiedades de la democracia liberal: se eliminaron los contrapesos institucionales, se redujo la pluralidad parlamentaria y las clases medias pasaron a segundo plano en favor de los sectores populares. 

Los altos capitales

Sin representación parlamentaria, sin cabildeo legislativo y sin organismos públicos afines, los grandes capitales de México se vieron acorralados frente a una inexorable disyuntiva: negociar alianzas con el oficialismo o, en su defecto, refugiarse en el único de los poderes públicos en resistencia, el Poder Judicial. Allí se escondieron Ricardo Salinas Pliego y los deudores de impuestos, las mineras canadienses y los destructores ambientales.

Ya desde su tercera candidatura a la presidencia, López Obrador llegó a la conclusión –errónea en nuestra opinión– que para ser presidente de México no bastaba con movilizaciones masivas y simpatías populares: para gobernar México había que establecer alianzas estratégicas con los grandes consorcios económicos, con los verdaderos dueños de este país. De ahí el pacto de no agresión con Televisa en las telecomunicaciones o la cesión de derechos de distribución de los apoyos sociales a Banco Azteca de Grupo Salinas. De ahí el CADERR de Sheinbaum y Altagracia Gómez, las devoluciones de concesiones hídricas de Grupo Lala en el Plan Nacional Hídrico y las negociaciones entre Grupo México y la Semarnat para indultar el ecocidio en el río Sonora. 

De ahí que Morena busque devolver el papel protagónico del Estado mexicano como eje rector de la economía, en contubernio estrecho con los altos capitales, y detenga, al mismo tiempo, una hipotética socialización de los medios de producción. No es el Estado de los trabajadores mexicanos: es un Estado burocrático, generoso si acaso, paternalista. Morena no es el partido bolchevique de México, no es la plataforma proletaria por medio de la cual emergerá la clase trabajadora. Morena es el regreso de la socialdemocracia, del Estado benefactor, del priismo corporativista. El regreso del milagro mexicano.

De ahí también todos los favores que, sin necesidad, se han tenido que pagar a los largo de estos años, poniendo a arribistas impresentables al frente de candidaturas, gobiernos y como funcionarios. 

El motor de la historia

Si el motor de la historia es la lucha de clases, y la lucha de clases tiene su base material en el conjunto de relaciones sociales de producción que producen los bienes materiales, entonces aquel que controla el modo económico predominante, el que posee los medios de producción, controla el devenir de la historia. Y aquel que controla los sectores estratégicos de la economía nacional controla México.

Cuando el PNR de Plutarco Elías Calles se enfrentó a las secuelas de la Revolución, se encontró con un país fragmentado, roto, subdesarrollado. Entonces llegó Cárdenas en 1938 y le otorgó su estructura corporativista, su voracidad institucional. El PNR pasó a ser PRM y comenzó a absorber la totalidad de los poderes fácticos que manejaban cual cacicazgos las piezas dispersas de México. Uno a uno, los sindicatos, las confederaciones, las cámaras empresariales, pasaron a formar parte de la estructura interna del partido hegemónico, directa o indirectamente. Se nacionalizó Petróleos Mexicanos, la industria eléctrica y posteriormente la banca. Una mediana burguesía creció resguardada bajo el seno del Estado, en simbiosis con la alta burocracia del partido. En el presidencialismo, el Estado mexicano dominaba la mayor parte de los bienes nacionales y el presidente ostentaba la máxima autoridad, fáctica y jurídica, sobre todo el  territorio nacional. Así ocurrió el milagro mexicano.

Con la apertura neoliberal, ocurrió el efecto contrario. El Estado mexicano se despojó a sí mismo de su patrimonio y, en consecuencia, cedió a los privados el control de la economía nacional. Emergió entonces una nueva oligarquía en potestad de los sectores estratégicos de la Nación. Carlos Slim se convirtió en el hombre más rico del mundo al controlar los Teléfonos de México y Ricardo Salinas Pliego se anexó al duopolio televisivo sobre las cenizas de Imevisión.

El Estado pasó a ser un instrumento de los capitales y la alta burocracia del partido hegemónico se vió obligada a ceder representaciones proporcionales, contrapesos institucionales y libertades comerciales. Así nació la democracia burguesa: encima de los cadáveres de los estudiantes del ‘68, del zapatismo del ‘94, de la izquierda marginal, de todos aquellos que legítimamente reclamaron libertad y justicia. Por arriba de ellos se impuso el Capital y subordinó todo espíritu democrático, toda pluralidad ideológica, a los intereses de las altas esferas. No era aquella la democracia de todos, era la democracia del Capital.

El partido hegemónico

Hoy Morena se encuentra en una fase similar a la de aquel Partido Nacional Revolucionario. No cuenta con la estructura corporativista del viejo PRI hegemónico, pero ya la cultiva. Tampoco es este un México roto y primigenio, pero si un México enredado entre cacicazgos privados y capitales transnacionales. Con la contundente victoria del oficialismo en las elecciones judiciales, una nueva SCJN cercana a la presidenta y un dominio de los órganos judiciales locales: hemos regresado al presidencialismo, al modelo de partido único, al Estado mexicano fuerte.

Pero no es esta la democracia popular de la que alardeaba López Obrador, de la que profesa todas las mañanas Sheinabum desde el Salón de la Tesorería. No es la voluntad del pueblo hecha gobierno. Es, más bien, el robustecimiento acelerado de un partido, de una burocracia, y de su simbiótica relación con las bases populares que los llevaron al Poder. 

La elección judicial, primicia del mes, acontecimiento público del año, es la última piedra en el edificio de la Cuarta Transformación, de su segundo piso. Con ella, el partido ha afianzado la transición hacia el nuevo régimen. No fue en 2018, tampoco en 2024, fue este mes, junio de 2025, cuando entramos de lleno a una nueva democracia popular. 

Con las leyes secundarias en materia energética, la nueva Ley de Telecomunicaciones y Radiodifusión, y las inminentes reformas en materia fiscal, electoral y de seguridad, comienza una nueva etapa histórica. El Estado mexicano, gozoso de una nueva plataforma político-institucional centralizada, absoluta, sin contrapesos, transiciona también de modelo económico. Regresa a su papel protagónico como eje rector de la economía y pretende encaminarse al soberanismo autosuficientista de cara a la inminente crisis global, a la escasez de recursos naturales y al resquebrajamiento del comercio internacional. Pero las posibilidades reales de dar esta transformación son desalentadoras, especialmente, en el contexto actual de lucha a muerte por la hegemonía mundial en la que EEUU está sometiendo a todos sus aliados para asegurarse la competitividad necesaria frente a la amenazante China.

Eventualmente, volverá a manejar la electricidad, los hidrocarburos, las ferrovías, la minería y el sistema financiero. Pero no en oposición a los altos capitales, sino en contubernio, en simbiosis, como lo hicieron Miguel Alemán, Ruiz Cortines, López Mateos y Díaz Ordaz. ¿Cuál será el papel de la clase trabajadora en el nuevo panorama histórico? Frente a este Estado socialdemócrata, paternalista y autoritario. Frente a la crisis global y el resquebrajamiento dramático de la hegemonía estadounidense.

El papel del proletariado

Extorsionar. Deberemos extorsionar al partido, apretujarlo y condicionarlo hasta los dientes, tal y como lo hicieron los trabajadores de la CNTE.

Este no es el PRI de finales del siglo XX porque no tiene estructura corporativista. Lo vimos en la elección judicial, en la revocación de mandato, en la consulta del juicio a los expresidentes. López Obrador no ganó en 2018 gracias al voto corporativo, a la movilización de masas. Su victoria fue genuina gracias a la conjugación del profundo descontento nacional y el aglutinamiento estratégico de los opositores al viejo régimen. Sheinbaum, por otro lado, ganó gracias al aparato de propaganda oficial, apuntalado en dosis diarias desde la Mañanera y materializado en las pre-campañas millonarias de Morena en 2023. 

El partido depende afanosamente de la aprobación popular, del carisma de su presidenta, de la legitimidad de su discurso, del adoctrinamiento de las masas. Es ahí donde se cierne su mayor debilidad, nuestra mayor fortaleza, el resquicio por donde se cuela la movilización proletaria. 

Es ahora, que dependen de los índices de aprobación, que se votan a los cargos judiciales, que les pegan las decisiones impopulares, cuando debemos apretar, presionar, extorsionar hasta las últimas consecuencias. Antes de que no queden libertades, de que se blinde por completo la Federación, que se hagan de los datos biométricos, de la policía militarizada, de la banca central, de los medios de producción. Antes de que sea demasiado tarde.



FUENTES

  1. Tras la reforma judicial, ¿cuáles son las otras 19 reformas que impulsa AMLO? | CNN  
  2. Ricardo Monreal anuncia que reforma electoral de AMLO será desechada - Infobae 
  3. Sheinbaum: reforma electoral no quitará autonomía al INE; va contra 'pluris'

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