El 15 de enero se cumplen cien años del asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, comunistas e internacionalistas irreductibles. Su legado revolucionario es un patrimonio incalculable para el auténtico marxismo, y debe ser estudiado con seriedad por las nuevas generaciones de luchadores. A continuación publicamos la parte final del libro de Juan Ignacio Ramos, Rosa Luxemburgo, la llama de la revolución. En los próximos días subiremos nuevos textos a la web para conmemorar este centenario.
La revolución alemana
1917 terminó con una transformación profunda del ambiente entre las masas alemanas. El impacto del Octubre soviético y los desastres de la guerra imperialista alentaron un sentimiento de indignación y rebelión. Más de 240.000 soldados alemanes murieron en Verdún entre febrero y diciembre de 1916. En la retaguardia, el acaparamiento y el mercado negro llenaban los bolsillos de los especuladores, mientras la miseria y la escasez se propagaban en los barrios obreros.
A partir del abril de 1917, las manifestaciones obreras contra el gobierno, empezando por la huelga de los metalúrgicos berlineses, desató las alarmas entre la burguesía y al aparato socialdemócrata. En numerosas asambleas de fábrica se votaba masivamente una consigna que presagiaba lo que estaba por llegar: “¡Elección de consejos obreros!”. El ejemplo de la Revolución Rusa cautivaba ya la imaginación de cientos de miles de trabajadores alemanes.
Entre septiembre y octubre de 1918, las noticias provenientes de los distintos frentes de guerra no hacían más que empeorar. En esas circunstancias, y con la agobiante presión de los acontecimientos rusos, las opciones para la burguesía alemana no eran muchas. Así fue como el Estado Mayor del ejército, junto a los políticos burgueses y los dirigentes del SPD —con Ebert y Scheidemann a la cabeza— se pusieron manos a la obra para establecer un gobierno de coalición con apariencia parlamentaria, que calmara los ánimos de la población y conjurara la amenaza revolucionaria.
El primer acto de esa gran coalición gubernamental, presidida por el principe Max de Baden, consistió en dirigir una petición de armisticio al presidente norteamericano Wilson. Entretanto, los ejércitos de Austria-Hungría y Turquía, aliados del káiser, se desmoronaron y las tropas de la Entente se aproximaban a las desprotegidas fronteras del sur de Alemania desde los Balcanes e Italia.
Un acontecimiento elevó la temperatura de aquél hervidero: Karl Liebknecht fue puesto en libertad a finales de octubre. El 23 de ese mes, el internacionalista insobornable, el comunista revolucionario, fue recibido triunfalmente. Kautsky escribió: “Ningún monarca tuvo jamás en Berlín una acogida tan entusiasta como la que le fue tributada a Liebknecht a su llegada a la estación de Anhalt”1. En Berlín se formó un Consejo Obrero provisional, integrado por los delegados revolucionarios de las principales fábricas de la capital, y apoyado por la Liga Espartaquista y el USPD2.
Las divisiones entre la clase dominante daban buena cuenta de lo lejos que había llegado el fermento revolucionario. Los sectores vinculados al aparato del Estado se resistían a realizar concesiones, temiendo fortalecer a Rosa Luxemburgo y sus partidarios. Otros, en cambio, creían que sólo la colaboración con la socialdemocracia oficial podría evitar un final semejante al Octubre soviético. Pero la casta militar tenía su propia agenda. Respirando una atmósfera irreal y creyéndose sus propias mentiras, planearon un acto “heroico”.
El 20 de octubre, después de que el gobierno burgués-socialdemócrata, atendiendo a la exigencia de Wilson, decretase el cese de la guerra submarina, los jefes de la Flota rehusaron cumplir con las órdenes y urdieron una “última batalla” contra la Armada británica. La decisión suponía la masacre de miles de marinos alemanes. Y ese fue su gran error.
La maniobra criminal de los oficiales fue respondida con el amotinamiento de la escuadra. Ante la insubordinación, los almirantes decidieron dispersar la flota y detener a más de mil marineros que fueron desembarcados en el puerto de Kiel, en el mar Báltico, e internados en prisiones militares. Les esperaba un consejo de guerra y el pelotón de fusilamiento. Ante esta perspectiva, la revuelta estalló para salvar sus vidas. “La mañana del lunes 4 de noviembre —escribe Sebastian Haffner— los marineros de la 3ª Escuadra eligieron sus consejos, desarmaron a los oficiales, se armaron e izaron en los navíos la bandera roja (...) Marineros armados, ahora bajo las ordenes de sus consejos de soldados y dirigidos por un contramaestre llamado Arlet, desembarcaron en formación, ocuparon sin resistencia la prisión militar y liberaron a sus compañeros. Otros ocuparon los edificios públicos y la estación (…) Los infantes de marina de la guarnición se solidarizaron con los marineros. Los estibadores de los muelles declararon una huelga general. Al atardecer del 4 de noviembre, Kiel estaba en manos de cuarenta mil marineros y soldados insurrectos”3.
Aunque los marineros confiaban en que los líderes socialdemócratas del gobierno les apoyarían, tenían claro que necesitaban extender el movimiento, conseguir la liberación de todos los prisioneros y acabar con el káiser. Sin esperar consignas y consejos de los dirigentes del SPD o del USPD, y gracias a la audacia de los elementos más conscientes y resueltos —entre los que destacaron muchos espartaquistas—, los marineros, los soldados y los trabajadores se pusieron en marcha.
Durante la semana del 4 al 10 de noviembre, Alemania dejó de ser una dictadura militar para convertirse en una república de los consejos. Así describe Haffner esta marcha triunfal: “Por todas partes como por acuerdo tácito, sucedía lo mismo: los soldados de las guarniciones elegían sus consejos de soldados, los obreros escogían sus consejos de trabajadores, las autoridades militares capitulaban, se entregaban o huían, y las autoridades civiles, atemorizadas e intimidadas, reconocían tímidamente la nueva soberanía de los consejos de trabajadores y soldados. El mismo espectáculo se repetía por doquier: se veían por todas partes concentraciones de personas por las calles, grandes asambleas populares en las plazas de los mercados, por todas partes se veían escenas de hermanamiento entre marineros, soldados y civiles extenuados. En todas partes se trataba en primer lugar de liberar a los presos políticos; después de las prisiones, se ocupaban los ayuntamientos, las estaciones, las comandancias militares e incluso a veces las redacciones de los periódicos”4.
¡Liberar a los presos políticos! Ese impulso instintivo del movimiento revolucionario sacó a Rosa Luxemburgo de la cárcel de Breslau el 9 de noviembre. Físicamente ebilitada, agotada psicológicamente, ansiosa, se dirigió inmediatamente a Berlín para continuar con su tarea revolucionaria.
Los consejos de obreros y soldados tiñeron de rojo la geografía alemana. Como había ocurrido con los sóviets en Rusia tras la revolución de febrero, esos órganos revolucionarios no eran todavía un poder consolidado, con un programa y unos objetivos estratégicos claros. Ante todo reflejaban la acción directa de los trabajadores y los soldados.
El miércoles 6 de noviembre, Ebert apareció con otros dirigentes del SPD en la cancillería del Reich y exigió a modo de ultimátum la abdicación del káiser. “La revolución social será inevitable si el káiser no abdica, pero yo no la quiero en absoluto, la detesto como al pecado”, declaró Ebert al príncipe Max5. Pero la maniobra fracasó. La revolución, que ya había llegado a Berlín, barrió la monarquía.
La proclamación de la república
La efervescencia en los barrios obreros de la capital, en las grandes fábricas, entre la masa de delegados revolucionarios, había alcanzado un punto crítico. El 8 de noviembre, los líderes del USPD no pudieron resistir más la presión y llamaron al derrocamiento inmediato del régimen imperial y al establecimiento de la República. Paralelamente, Liebknecht y los espartaquistas incitaban a la insurrección obrera, al poder de los consejos y a la unión con los obreros de Rusia para el triunfo de la revolución socialista mundial. El 8 de noviembre, el káiser, en un arrebato bravucón, advirtió que restablecería el orden en el país marchando al frente de su ejército; pero los treinta y nueve comandantes a los que convocó afirmaron que las tropas no responderían.
La huelga general del sábado 9 de noviembre, impulsada por los espartaquistas, el USPD y los delegados revolucionarios de las fábricas berlinesas, paralizó la ciudad. Decenas de miles de trabajadores y de mujeres se desplazaron desde los barrios al centro, liberando a cientos de presos políticos. A la hora de la comida, la multitud se agolpó en las inmediaciones del edificio del Reichstag, “Un coro de voces gritaba al unísono: ‘¡Fuera el káiser!, ¡Fuera la guerra! y ¡Viva la República!’ (...) Scheidemann, que era un brillante orador populista y que esperaba beneficiarse de ello, dejó su sopa y se apresuró a salir (...) Se acercó a una ventana y la abrió (...) se le desató la lengua. ‘El pueblo ha logrado una victoria en toda regla’, exclamó, y añadió exultante de júbilo: ‘¡Viva la República Alemana’…”6.
La proclamación de Scheidemann no contuvo el ascenso de la marea revolucionaria: “A las cuatro de la tarde alguien pronunció la consigna ‘¡Al Palacio!’. Media hora más tarde, el palacio real estaba ocupado y Karl Liebknecht se asomó a un balcón desde el que alguien había desenrollado una sábana roja y proclamó por segunda vez en ese día la República, pero ahora era una República socialista”7.
El discurso del jefe espartaquista fue vibrante: “La dominación del capitalismo, que ha convertido Europa en un cementerio, está rota de ahora en adelante. Nos acordamos de nuestros hermanos rusos. Nos habían dicho: Si en un mes no habéis hecho como aquí, romperemos con vosotros. Nos han bastado cuatro días. No porque el pasado esté muerto debemos creer que nuestra tarea está terminada. Debemos aprovechar todas nuestras fuerzas para formar el gobierno de los obreros y soldados y construir un nuevo Estado proletario, un Estado de paz, de alegría y de libertad para nuestros hermanos alemanes y nuestros hermanos de todo el mundo. Les tendemos la mano y les invitamos a completar la revolución mundial. ¡Los que quieran ver realizadas la república libre y socialista alemana y la revolución alemana levanten la mano!”. 8 Un bosque de brazos se levantó.
Sólo la fuerza de los hechos forzó a los capitalistas alemanes a aceptar la proclamación de la república. A tenor de cómo evolucionaban las cosas en la capital, el príncipe Max, con el buen tino que caracteriza a los aristócratas en los momentos decisivos, huyó esa misma tarde de Berlín apresurada y clandestinamente. El káiser Guillermo II de Alemania se comportó de igual manera. El campeón de las proclamas patrióticas, el que condujo a las trincheras a millones de jóvenes y trabajadores para ser masacrados… tomó cautamente el camino del exilio sin levantar mucha polvareda. El puño de los trabajadores alemanes golpeó a la monarquía prusiana mucho más fuerte que las divisiones de la Entente.
Lo ocurrido en esa jornada histórica del 9 de noviembre, como el 14 de julio de 1789 en la toma de la Bastilla en París, en febrero de 1917 en Rusia, o el 19 de julio de 1936 en Barcelona o Madrid, confirmó una ley histórica: Las grandes transformaciones políticas y sociales son obra de las masas en acción.
El Consejo de Obreros y Soldados de Berlín
El torbellino de los acontecimientos no se detuvo. En el Reichstag, una sesión de 100 delegados revolucionarios decidió la misma noche del 9 de noviembre proceder a elegir representantes para un Consejo de Obreros y Soldados de Berlín.
La reunión del Consejo de Obreros y Soldados de Berlín del circo Busch del día siguiente contó con una participación de entre dos mil y tres mil hombres. Haffner describe aquella jornada histórica: “la revolución y la república parlamentaria burguesa entraron en guerra ante una masa enfervorizada (...) en las gradas inferiores, unos mil hombres en uniforme gris de campaña formaban un bloque fuertemente disciplinado; arriba hasta la cúpula, mil o dos mil obreros y obreras (...) en la pista, en unas mesas de madera improvisadas, estaban la presidencia y todas las personalidades de los partidos socialistas, desde Ebert hasta Liebknecht (...) Ebert, que habló en primer lugar, anunció la unión de los dos partidos socialistas, y con ello se ganó inmediatamente a los congregados: era precisamente eso lo que esperaban oír (...) Habló mucho de calma y orden, un orden imprescindible ‘para la victoria completa de la revolución’ (...) A continuación habló Liebknecht, que intentaba nadar contra la corriente. Le reprochaba al SPD la política que había llevado durante la guerra. Pero en ese bello momento de la victoria y la reconciliación, nadie quería oír eso. Hubo muchas interrupciones, especialmente intranquilos estaban los soldados de las primeras filas, que comenzaron a gritar al unísono ‘¡Unidad! ¡Unidad!”. 9
Al final de la reunión se votó y ratificó al nuevo gobierno, que se llamaría, para hacer una concesión al ala izquierda, Consejo de los Comisarios del Pueblo. Ebert, cabeza visible de la derecha socialdemócrata, se convirtió en jefe del Consejo de los Comisarios y a la vez del gobierno burgués instalado en el Reichstag.
La estrategia de la contrarrevolución
En las condiciones revolucionarias de la primera quincena de noviembre, la burguesía, el Estado Mayor y la socialdemocracia oficial no podían desencadenar un choque frontal con los consejos de obreros y soldados, no disponían de fuerzas con el respaldo social necesario para destruirlos. Por tanto, la única alternativa que les quedaba era la maniobra: utilizar la autoridad del SPD entre los trabajadores para sabotear la revolución desde su interior, socavar el poder de los consejos de obreros y soldados y someterlos a la legalidad capitalista. En lugar de una república socialista, había que consolidar una república burguesa.
En el Estado Mayor y en los medios empresariales y gubernamentales, la victoria de Ebert fue una gran noticia pero no aligeró la inquietud. El jefe del Estado Mayor, Hindenburg, declaró abiertamente que los militares estarían dispuestos a colaborar con el canciller para “evitar la extensión del terrorismo bolchevique en Alemania”. El general Groener era de la misma opinión: “El cuerpo de oficiales sólo podía cooperar con un gobierno que emprendiese la lucha contra el bolchevismo. Ebert estaba decidido a hacerlo”. 10
La burguesía y el SPD desplegaron inmediatamente su maquinaria política y, basándose en el control del aparato estatal con sus miles de funcionarios, cubrieron de calumnias a los espartaquistas y al conjunto de los militantes revolucionarios. Identificándolos como bolcheviques “sedientos de violencia y destrucción”, la campaña alcanzó dimensiones de auténtica cruzada. Cínicamente, los líderes del SPD que alentaban la violencia de las bandas contrarrevolucionarias en Rusia, llamaban en Alemania a evitar un “baño de sangre”.
Todos los ministros burgueses del gobierno nombrado por el príncipe Max fueron confirmados en sus puestos, mientras Ebert colocaba a sus hombres de confianza en los puestos claves de la alta administración del Estado. Al mismo tiempo, la elección de los partidarios de la derecha socialdemócrata en los cargos de responsabilidad de los consejos obreros garantizaba una completa sintonía con las directrices gubernamentales.
Desde el primer momento se buscó el acuerdo con la burocracia sindical para lograr la ansiada paz social en las fábricas. Por supuesto, la embestida revolucionaria arrancó grandes concesiones: jornada de ocho horas sin reducción salarial, negociación colectiva, reconocimiento de los sindicatos en las empresas, elección obrera de comités de empresa...
Respecto a la prensa, la socialdemocracia intentó una y otra vez que los activistas del USPD y los espartaquistas abandonaran las imprentas que habían tomado a los grandes editores, desde las que publicaban sus periódicos. En nombre de la “libertad de expresión”, se oponían a la incautación de las imprentas burguesas y defendían que los grandes propietarios pudieran seguir controlando esas palancas desde las que difundir sus mentiras.
Los líderes del SPD no tenían ninguna intención de depurar el aparato del Estado capitalista; los oficiales de la policía y del ejército fueron tratados como aliados fundamentales. Todo intento de armar a los obreros fue combatido con decisión. Cuando el Consejo Obrero de Berlín decidió tímidamente la formación de una guardia roja, la reacción de los dirigentes del SPD fue durísima, consiguiendo que el Consejo retrocediese. En cambio, los preparativos militares en el campo de la contrarrevolución no se detuvieron ni un instante, y el SPD constituyó un “cuerpo de defensa republicana” de trece a quince mil voluntarios financiado por los grandes capitalistas.
La contrarrevolución también creó sus grupos paramilitares, como la Liga Antibolchevique. Financiada por grandes consorcios económicos, e integrada por jóvenes aristócratas, oficiales del ejército y policías, se dedicó a la propaganda anticomunista, a reventar actos públicos y asesinar a los militantes espartaquistas.
Con todo, la primera escaramuza armada de la contrarrevolución fracasó. El 6 de diciembre una unidad militar ocupó la Cámara de los Diputados y arrestó al Comité Ejecutivo del Consejo Obrero de Berlín; casi al mismo tiempo, un destacamento de fusileros atacó una manifestación pacífica y desarmada de la Liga de Soldados Rojos, la agrupación militar afín a la los espartaquistas, causando 16 muertos y decenas de heridos. La sangre corrió otra vez, pero el intento de golpe militar fue derrotado por la movilización de los obreros de la capital. Cuatro días después, el 10 de diciembre, las divisiones que regresaban a casa desde los frentes de guerra, y que según lo convenido entre Ebert y el Estado Mayor debían servir para acabar con el Consejo Obrero de Berlín, fueron disolviéndose espontáneamente. No querían combatir, y menos contra los trabajadores.
Estos hechos desvelaron que las llamadas demagógicas de Ebert a favor de la “democracia”, de la “unidad socialista”, a evitar una “guerra entre hermanos”, formaban parte de un plan que contemplaba abiertamente la violencia y el golpe de Estado.
El congreso de los consejos
El 16 de diciembre se convocó en Berlín un congreso de los consejos de obreros y soldados de toda Alemania. Ebert, la burguesía y el Estado Mayor se aseguraron de que esta reunión asestase un duro golpe a las expectativas revolucionarias y aprobase el programa de su liquidación. La diferencia respecto a la reunión del 10 de noviembre en el circo Busch fue evidente. Nada de improvisación. En palabras de Haffner: “Lo que ahora se celebraba en Berlín era una asamblea parlamentaria sumamente ordenada que a los periodistas presentes les recordaba irremediablemente a los congresos del SPD de antes de la guerra: el mismo tipo de personas; a menudo también las mismas caras, el mismo ambiente, los mismos gestores prudentes del orden y la honradez, también la misma dirección”.11
De los 489 delegados participantes en el congreso (405 en representación de los consejos de obreros y 84 de los consejos de soldados), sólo 179 eran obreros y empleados, frente a 71 intelectuales y 164 profesionales, periodistas y liberados del SPD y los sindicatos. En resumen, 288 delegados del SPD y 90 del USPD (de los que 10 eran espartaquistas). 12
Ni Karl Liebknecht ni Rosa Luxemburgo fueron elegidos delegados al congreso. Pero eso no los detuvo. Los espartaquistas, con el apoyo de los delegados revolucionarios de las fábricas, organizaron un gigantesco mitin en la capital el mismo día de la apertura del congreso: participaron cerca de 250.000 trabajadores. Esta masiva asistencia expresaba la oscilación de las masas obreras hacia la izquierda, cada vez más críticas con los dirigentes del SPD. Pero la demostración de fuerza no amilanó a Ebert y al mando socialdemócrata; al contrario, utilizando decididamente la mayoría de la que disponían en el congreso se aseguraron el control sobre las cuestiones decisivas.
Como era de prever, el congreso votó mayoritariamente contra el poder de los consejos y a favor de las elecciones a una Asamblea Constituyente burguesa que liquidara definitivamente la revolución socialista. La fecha para las elecciones se fijó el 19 de enero, y de ellas saldría una nueva constitución respetuosa con la propiedad de los capitalistas y su Estado.
Un partido revolucionario
El curso de los acontecimientos, con la socialdemocracia dispuesta a salvar el orden burgués a cualquier precio, puso a prueba a la Liga Espartaquista. Rosa Luxemburgo y Leo Jogiches —los más preparados y capaces de sus dirigentes—, más que un partido revolucionario habían construido una federación de grupos locales con un nexo político muy laxo. Nadie podía dudar del arrojo de los militantes espartaquistas, pero a diferencia de los bolcheviques no contaban con un programa unificado y unos métodos claros con los que intervenir en el movimiento. La opinión de que las masas encontrarían espontáneamente las formas organizativas más adecuadas en el curso de la acción, reducía el papel del partido a un mero estímulo de la movilización.
La mayoría de los líderes espartaquistas habían proclamado su entusiasmo por la revolución rusa, y no pocos de ellos se presentaban públicamente como seguidores de Lenin y Trotsky. Pero las declaraciones de intenciones nunca son suficientes.
La lección que Lenin había asimilado, partiendo de las ideas de Marx y Engels, se puede resumir en que el socialismo, como programa revolucionario, necesita de la organización para fusionarse con el movimiento de la clase obrera y la juventud, exige cuadros bien preparados, medios de expresión, presencia en los sindicatos y las fábricas; requiere de un organismo que actúe en la lucha de clases real.
Numerosos revolucionarios probados y entusiastas, que habían resistido la represión de la burguesía y participado valerosamente en la insurrección de noviembre, llenaban la organización que dirigía Rosa Luxemburgo. Pero junto a estos hombres y mujeres se situaban otros, en la mayoría de los casos sin experiencia política anterior, para los que el programa bolchevique se reducía a una sola cuestión: la lucha armada.
Rosa Luxemburgo, que siempre destacó como la mejor teórica de los marxistas alemanes, apelaba al ejemplo político y práctico del Partido Bolchevique. A los jóvenes que veían la lucha armada como la única opción, les explicaba cómo Lenin y Trotsky habían ganado el apoyo consciente y mayoritario de los trabajadores y de los sóviets antes de lanzarse a la insurrección. Alertaba contra el peligro de aventurerismo izquierdista y era clara en su apuesta por una participación enérgica en la campaña electoral a la Asamblea Constituyente. El 23 de diciembre publicó un artículo en el periódico de la Liga, Die Rote Fahne (La Bandera Roja):
“Estamos ahora en medio de la revolución y la Asamblea Nacional es el bastión contrarrevolucionario que ha sido erigido contra el proletariado revolucionario. Hay, pues, que tomar esa fortaleza y arrasarla. Para movilizar a las masas contra la Asamblea Nacional y para convocarlas a la más enérgica lucha, hay que utilizar las elecciones y hay que utilizar la tribuna de la Asamblea Nacional (...) El deber de participación en la Asamblea Nacional nos obliga a denunciar en voz alta y sin contemplaciones todas las intrigas y enredos de la estimada corporación, a desenmascarar, paso a paso, su obra contrarrevolucionaria ante las masas y a convocar a las masas para que intervengan y decidan”.
Frente a Rosa Luxemburgo se situaban muchos jóvenes militantes y la Liga de Soldados Rojos, fundada el 15 de noviembre. Despertados a la acción política por la revolución, eran inconmovibles en sus exigencias de boicot a la Asamblea Constituyente, proclamación inmediata del Partido Comunista, salida de los sindicatos y preparación de la insurrección. No eran aspectos secundarios para el futuro de la revolución. De las dos tendencias que se dibujaron en la Liga Espartaquista, la de Rosa Luxemburgo estaba en franca minoría.
El Partido Comunista de Alemania
En este ambiente de discrepancias se celebró en Berlín el congreso fundacional del Partido Comunista de Alemania (KPD). En las sesiones que transcurrieron entre el 30 de diciembre de 1918 y el 1 de enero de 1919, estuvieron presentes 112 delegados.
La polémica en torno a la participación o no en las elecciones a la Asamblea Constituyente centró el debate. La atmósfera que recorría la capital tras los enfrentamientos armados de Navidad presionaba a los asistentes: las posiciones del núcleo dirigente de la Liga, con Rosa Luxemburgo a la cabeza, quedaron en minoría.
Un espíritu izquierdista dominaba entre los delegados, incapaces de escuchar las reflexiones de los militantes más experimentados. En su contacto con el movimiento revolucionario, Rosa Luxemburgo había abandonado mucha de su pasada hostilidad al modelo de partido de Lenin, apreciando sus fortalezas y su papel incuestionable para el éxito de la revolución. Cuando tomó la palabra puso como ejemplo la experiencia rusa:
“En la fuerza tempestuosa que nos empuja hacia adelante, creo que no debemos abandonar la calma y la reflexión. Por ejemplo, el caso de Rusia no puede ser citado aquí como un argumento contra la participación en las elecciones, pues allí, cuando la Asamblea Constituyente fue disuelta, nuestros camaradas rusos tenían ya un gobierno encabezado por Trotsky y Lenin. Nosotros, en cambio, estamos aún en los Ebert-Scheidemann. El proletariado ruso tenía detrás de sí una larga historia de luchas revolucionarias, mientras que nosotros nos encontramos en el comienzo de la revolución…”. 13
Después de numerosas intervenciones, la votación final fue: 23 votos a favor de participar en las elecciones a la Asamblea Constituyente y 62 votos a favor del boicot activo a las mismas. Las divergencias políticas entre los delegados se reflejaron en todos los terrenos y recorrieron todos los debates del congreso.
Pese a todo, la fundación del Partido Comunista de Alemania representó un acontecimiento de trascendencia histórica. Lenin saludó su constitución con entusiasmo. En su Carta a los obreros de Europa y América afirmaría: “Cuando la Liga Espartaquista alemana, conducida por estos jefes ilustres, conocidos en todo el mundo, estos fieles partidarios de la clase obrera, que son Liebknecht, Rosa Luxemburgo, Clara Zetkin, Franz Mehring, rompió definitivamente cualquier lazo con los socialistas como Scheidemann, cuando la Liga Espartaquista se llamó Partido Comunista de Alemania, entonces la fundación de la Tercera Internacional, la Internacional Comunista, verdaderamente proletaria, verdaderamente internacionalista, verdaderamente revolucionaria, se convirtió en un hecho.”.
Enero de 1919: levantamiento obrero en Berlín
A lo largo del mes de diciembre, después de que el congreso de los consejos sancionase la estrategia de Ebert y la derecha socialdemócrata, los ataques armados contra las fuerzas revolucionarias se sucedieron sin tregua en Berlín. En estos choques se probó la vitalidad de la revolución alemana y la disposición de decenas de miles de trabajadores y soldados a no dejarse arrebatar el poder que habían conquistado.
Apelando a la ley, el orden y la seguridad, con cínicas proclamas contra “una guerra civil entre hermanos”, los enemigos de la revolución se movilizaron para ganar a los sectores de los trabajadores más atrasados o privilegiados (la aristocracia obrera que había sostenido a la socialdemocracia oficial), a la pequeña burguesía temerosa de las ciudades, a los mandos inferiores del ejército y a los campesinos medianos y acomodados.
Gritando histéricamente contra el intento de imponer una “dictadura bolchevique”, la campaña de calumnias contra Rosa Luxemburgo y sus camaradas arreció. En panfletos y periódicos, en radios… por todos los rincones de Alemania, un grito ensordecedor exigía la cabeza de los espartaquistas. “Se colocaban carteles gigantescos: ‘¡Trabajador, ciudadano! La patria está a punto de caer. ¡Sálvala! No está amenazada desde fuera, sino desde dentro, por el grupo espartaquista ¡Mata a sus jefes! ¡Mata a Liebknecht! ¡Entonces tendrás paz, trabajo y pan! Firmado.: Los soldados del frente”.14
El aprendizaje de las semanas posteriores al 9 de noviembre iba disipando las ilusiones en el gobierno. Las tropas de la capital iban inclinándose hacia los revolucionarios, mientras la cadena de mando se descomponía progresivamente. Se palpaba el desgaste de Ebert y su gobierno. Empezaba a ser más que evidente que la socialdemocracia gubernamental no podía controlar la situación sólo por medio de discursos y promesas; estaban desbordados y enfrentados en un grado cada vez mayor a las masas obreras de Berlín. Dicha debilidad, reforzó la alianza del SPD con el Estado Mayor y dictó la hora de un golpe decisivo contra el Consejo Obrero de Berlín y los revolucionarios de la capital.
Una vez aclarado y aceptado que la utilización de una violencia sin cuartel contra la revolución sería inevitable, la tarea más difícil, armar al ejército de la contrarrevolución, recayó en el ministro socialdemócrata de Interior, Gustav Noske, el “perro sangriento” como se definió a sí mismo.
A principios de enero de 1919, las hostilidades se recrudecieron. El gobierno de Ebert y sus secuaces de la cúpula militar eligieron un objetivo especialmente sensible para los revolucionarios y los trabajadores berlineses: recuperar el control de la policía de la capital, cesando al jefe de la misma, miembro del ala izquierda del USPD. Era una provocación en toda regla, y respondiendo a ella la vanguardia obrera se movilizó en las fábricas y las calles. La contrarrevolución no se quedó de brazos cruzados: preparó sus fuerzas armadas y esperó.
En aquellos momentos cruciales, Rosa Luxemburgo se mantenía reacia a ninguna respuesta insurreccional, pronunciándose a favor de llamar a la huelga general para utilizarla como plataforma política contra el gobierno y como medio de atraer a las filas revolucionarias a la mayoría obrera de Berlín.
La disposición de los trabajadores a dar una respuesta contundente se palpaba en el ambiente. El giro a la izquierda de las masas berlinesas crecía. El sábado 4 de enero, representantes del recién formado KPD, del USPD y de los delegados revolucionarios, decidieron convocar para el día siguiente una gran manifestación de protesta.
Berlín asistió el domingo 5 de enero a la demostración proletaria más importante de su historia. Por la mañana, las masas empezaron a marchar desde los suburbios hacia el centro de la capital. A las dos de la tarde ya había cientos de miles de personas en todas las arterias importantes. Muchos trabajadores iban armados y con una aspiración: pasar a la acción y derrotar al gobierno.
“Por la tarde —escribe Haffner— la manifestación se había convertido en una acción armada. Su radio de acción principal se situó en el barrio de la prensa. Se ocuparon los locales de todos los periódicos (Scherl, Ullstein, Mosse y el Vorwärts [Adelante, periódico del SPD]), se pararon las máquinas y se mandó a casa a los redactores. Más adelante, otros grupos armados ocuparon las estaciones principales”. La situación había dado un giro brusco. La posibilidad de barrer a Ebert estaba al alcance de la mano. Pero esos líderes del movimiento no supieron qué hacer en aquel momento, cómo dirigir aquella marea humana dispuesta a tomar el cielo por asalto.
Sobre el papel se había elegido un Comité Revolucionario, donde el KPD era una fuerza minoritaria frente a los representantes del USPD y de los delegados revolucionarios. Este Comité estaba encargado de ofrecer las consignas y las tácticas para asegurar el triunfo frente a la provocación del gobierno; pero a la hora de la verdad se mostró completamente inoperante y falto de decisión en todos los aspectos. El domingo a la tarde los miembros del Comité se reunieron, y enzarzados en una discusión interminable permitieron que el día 5 transcurriera, para desesperación de cientos de miles de trabajadores, sin ninguna orientación precisa, sin consignas, sin objetivos.
Pierre Broue describe la angustia de aquellas horas: “Las masas estaban allí desde muy temprano, desde las nueve, con frío y con niebla. Y los jefes en algún lugar deliberaban. La niebla aumentaba y las masas seguían esperando. Pero los jefes deliberaban. Llegó el mediodía y, además del frío, el hambre. Y los jefes deliberaban. Las masas deliraban de excitación, querían un acto, una orden que apaciguase su delirio. Nadie sabía el qué. Los jefes deliberaban. La niebla seguía aumentando y con ella llegaba el crepúsculo. Con tristeza, las masas regresaban a casa, habían querido algo grande y no habían hecho nada…”. 15
Una vez desaprovechada la ocasión del 5 de enero, y ante la certeza de que el error cometido había sido demasiado evidente, el llamado Comité Revolucionario planteó el derrocamiento del gobierno y llamó a una nueva manifestación el lunes 6 de enero. Con esta decisión repitió exactamente el mismo esquema del día anterior: no había ninguna consigna clara para ocupar los centros de trabajo mediante una huelga general, ni un plan para extender la acción fuera de Berlín.
La improvisación del Comité quedó al descubierto. Las masas berlinesas respondieron en un grado muy importante el 6 de enero. Armadas y expectantes, esperaban recibir indicaciones precisas del comité: “Pero no ocurrió nada de nada. La dirección no se dejó ver. Algunos grupos aislados actuaron por su propia cuenta y ocuparon un par de edificios públicos, la oficina de telégrafos Wolffsche y la imprenta del Reich. Nadie se atrevió a llevar a cabo el ataque decisivo contra la Cancillería; y no llegaba ninguna orden (...) Pasaban las horas. El día, que había amanecido con una bella luz de invierno, se nubló, hacía un frío húmedo y poco a poco fue oscureciendo. Y no llegaba ninguna orden. La gente se comió los bocadillos que había traído de casa y volvía a tener hambre, la eterna hambre de esos días de revolución. Después de comer, las masas se fueron dispersando lentamente. Por la tarde se habían esfumado. Y a la medianoche, el centro de Berlín estaba vacío”. 16
Los grupos de asalto formados por mandos reaccionarios del Ejército y voluntarios monárquicos y ultraderechistas, conocidos como Freikorps, se reagruparon a las afueras de Berlín. Noske y Ebert fingían una “negociación” para evitar supuestamente el derramamiento de sangre “entre hermanos”, pero entre bastidores urdían los preparativos del asalto a la capital.
A partir de la noche del 6 de enero se iniciaron las negociaciones entre los revolucionarios y el gobierno del SPD. Después de comprobar la parálisis de los trabajadores y su pérdida de iniciativa, Ebert y Noske exigieron la evacuación de todos los edificios ocupados como condición para cualquier acuerdo. El SPD redobló la campaña pública contra Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht acusándolos de terroristas y de querer implantar la dictadura. El gobierno y sus aliados, confiados ya de tener el control de la situación, advirtieron que estaban dispuestos a combatir la “violencia con la violencia”. Detrás de ellos se situaban las fuerzas armadas de la contrarrevolución, los Freikorps.
El 9 de enero, tras la deserción de los representantes del USPD que se plegaron a las exigencias de Ebert y Noske, los dirigentes de los delegados revolucionarios y del KPD, especialmente Liebknecht, anunciaron el fin de las negociaciones con el gobierno y, en una acción desesperada, llamaron a la huelga general y a las armas. “¡Adelante con la huelga general! ¡A las armas! Sí, la situación es clara. ¡Está en juego todo el porvenir de la clase obrera, de la revolución social! Públicamente los Scheidemann-Ebert llaman a sus partidarios y a los burgueses a luchar contra los proletarios. ¡No hay elección! ¡Hay que combatir hasta el final! ¡Adelante con la huelga general! ¡Fuera, a la calle para el último combate, el de la victoria!”. 17
Pero aquella apelación, después de lo ocurrido el 5 y el 6 de enero, no contó con la adhesión de la mayoría de los trabajadores berlineses. Después de las oportunidades perdidas, después de comprobar la inconsistencia del llamado Comité Revolucionario, miles de trabajadores no veían claro batirse en una guerra civil. En las grandes empresas de Berlín, ante la decisión del gobierno Ebert de recurrir a la represión abierta y la intervención militar, se abrieron paso las propuestas a favor de un alto el fuego y de reanudar la “unidad socialista”. El jueves 9 de enero miles de obreros de las fábricas AEG y Schwartkopff abogaron por “la unidad de los trabajadores de todas las tendencias”.
Las divisiones en el KPD por la táctica adoptada afloraron a la superficie. Rosa Luxemburgo no aprobaba esta orientación insurreccional, que había sido precipitada por la presión de los sectores más izquierdistas y de la Liga de los Soldados Rojos. Se enfrentó a Liebknecht, que había demostrado más corazón y pasión que rigor para evaluar sobriedad la situación. Pero como revolucionaria, Rosa no estaba dispuesta a abandonar el campo de batalla. Clara Zetkin realizó una evaluación posterior de lo ocurrido:
“Por importantes y esperanzadores que fuesen los acontecimientos, Rosa Luxemburgo no los veía desde la perspectiva de la torre del Ayuntamiento de Berlín. Los percibía en sus relaciones con la situación general y especialmente en relación al nivel de conciencia política de amplios sectores de la población. Según esto, el derrocamiento del gobierno Ebert podía ser una consigna propagandística representativa del conjunto de los proletarios revolucionarios, pero no el objeto palpable de las luchas revolucionarias. Bajo las circunstancias del momento, que principalmente se limitaban a Berlín, esto hubiera llevado en el mejor de los casos a una Comuna berlinesa que, por añadidura, hubiera adoptado un formato histórico más reducido. El único objetivo de la lucha debía ser el enérgico rechazo del golpe de la contrarrevolución (…) Al joven Partido Comunista dirigido por Rosa Luxemburgo se le planteó a raíz de esta situación una tarea difícil y cuajada de conflictos (…) A pesar de las contradicciones, tenía que permanecer con las masas, entre las masas, para fortalecerlas en su lucha con la contrarrevolución y fomentar durante la acción su madurez revolucionaria…”. 18
El desenlace final se produjo entre el jueves 9 y el domingo 12 de enero. Fue Ebert quien dio la orden de aplastar a los revolucionarios por la fuerza de las armas. Las tropas comandadas por Noske fueron reconquistando, en el intervalo de esos días, los edificios ocupados: las estaciones de ferrocarril, la imprenta del Reich... El gobierno estaba totalmente decidido a golpear y lo hizo sin vacilación, con toda la contundencia posible.
El 11 de enero por la mañana, las tropas comenzaron a bombardear el edificio del Vorwärts y, aunque el primer asalto fue repelido, le siguió un segundo aún más terrible. Cuando los ocupantes mandaron una delegación para intentar negociar la rendición, cinco de ellos fueron retenidos, torturados y finalmente asesinados.
El edificio fue asaltado y los trescientos espartaquistas que lo defendían, hechos prisioneros.
La resistencia heroica de los militantes revolucionarios no pudo frenar aquella avalancha armada de la contrarrevolución. La carnicería fue brutal, con centenares de muertos, muchos más heridos, detenidos y torturados salvajemente en los cuarteles.
Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht asesinados
La contrarrevolución sacó todas las conclusiones de la experiencia: no sólo había que golpear violentamente al movimiento, era necesario asesinar a sus máximos dirigentes, especialmente a los más resueltos, a los más capaces y, por tanto, a los más peligrosos para la burguesía y sus lacayos socialdemócratas. “Se puede comprobar fehacientemente —escribe Haffner— que el asesinato de Liebknecht y Luxemburgo se planeó, como muy tarde, a principios de diciembre y se ejecutó de forma sistemática…”. 19
La atmósfera para justificar el crimen se creó conscientemente. El boletín informativo de los Freikorps del 13 de enero de 1919 decía: “Aumentan las sospechas de que el gobierno podría relajarse en su persecución contra los espartaquistas. Como se asegura en un comunicado oficial, nadie va a conformarse con lo alcanzado hasta ahora, hay que proceder también contra los líderes del movimiento con toda la energía. El pueblo berlinés no debe creer que los que se han librado hasta ahora disfrutarán en otra parte de una existencia tranquila. En los próximos días se demostrará que también con ellos se actuará con dureza”.
El mismo día que se publicaron estas líneas, en el Vorwärts aparecía un poema firmado por Arthur Zickler:
Muchos cientos de cadáveres en fila
¡Proletarios!
Karl, Rosa, Rádek
y sus compinches
¡no estaban allí, no estaban allí!
¡Proletarios!
“Gustav Noske, comandante en jefe de Ebert durante la guerra civil —escribe Haffner— le ordenó personalmente al entonces teniente Friedrich Wilhelm von Oertzen, tal y como éste declaró posteriormente por escrito, mantener bajo continuo control la línea telefónica de Liebknecht e informar al capitán Pabst, de la División de Fusileros Montados de la Guardia, de todos sus movimientos, día a día y hora a hora. Esta orden permitió la detención de Liebknecht y de Rosa Luxemburgo. Pabst dirigía el comando asesino”. 20
Tras el asalto contra los espartaquistas, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht intentaron ocultarse, pero las medidas de seguridad previstas eran escasas, quedando en una situación muy vulnerable. Rosa se refugió en la vivienda de una familia obrera del barrio de Neukölln. Allí se encontró con Liebknecht el domingo 12 de enero, y huyeron dos días más tarde cuando una llamada telefónica les hizo temer ser descubiertos. Se marcharon al número 53 de la Mannheimer Strasse, cerca de la Fehrbelliner Platz, a la casa de los Markussoln. En esa vivienda redactaron sus últimos artículos para Die Rote Fahne, que se convertirían en sus testamentos políticos. Finalmente fueron detenidos el 15 de enero de 1919.
Sacados violentamente de la vivienda, un pelotón de soldados les condujo al Hotel Eden, donde los Freikorp de la División de Fusileros Montados de la Guardia había establecido su cuartel general. Los insultos y los golpes empezaron muy pronto. Liebknecht recibió varios que le causaron dos grandes brechas sangrantes en la cabeza. Inmediatamente fueron trasladados a una habitación del primer piso, donde el capitán Pabst les interrogó para confirmar su identidad. Después, fueron arrastrados escaleras abajo y golpeados con saña. Su muerte ya estaba decidida.
Mientras eran atormentados por la chusma en uniforme, el capitán Pabst redactaba un informe que sería publicado al día siguiente, según el cual Liebknecht “murió de un disparo cuando se le trasladaba a la prisión preventiva de Moabit, al intentar fugarse”; en el caso de Rosa, el falso informe afirmaba que una “turba indignada la sacó del automóvil y se hizo con ella a pesar de la resistencia de la guardia”. La realidad fue muy diferente. Rosa y Karl, una vez fuera del hotel, recibieron los culatazos de un soldado llamado Runge; aturdidos y sangrando, fueron arrojados con extrema violencia hacia los coches que estaban preparados.
El grupo de asesinos de Liebknecht estaba dirigido por el teniente capitán von Pflugk-Harttung. Después de un breve trayecto, Liebknecht fue obligado a bajar del coche y ejecutado de un disparo en la nuca a orillas del Neuen See, un lago del parque Tiergarten; su cuerpo fue trasladado en el mismo coche a la morgue y entregado como el cadáver de un desconocido.
Rosa fue asesinada inmediatamente después de salir del Hotel Eden: en el automóvil, el teniente primero Vogel se sentó junto a ella —ya moribunda por los golpes recibidos—, apretó la pistola en su sien y disparó. Rosa Luxemburgo murió en el acto. Su cadáver fue arrojado desde el puente Liechtenstein al canal Landwehr.
A la mañana siguiente el Vorwärts fue el único periódico que anunció la detención de los dos dirigentes comunistas, felicitándose por la “generosidad de los vencedores, que han sabido defender el orden, la vida humana y el derecho contra la fuerza”. Horas más tarde ya se conocía la muerte de ambos. Noske, Scheidemann y Ebert se mostraban satisfechos.
El 17 de enero, a través de una declaración en el Vorwärts, Scheidemann justificó el asesinato subiendo una nota su tono patriotero: “Han sido víctimas de su propia táctica sangrienta de terror. En el caso de la señora Luxemburgo, una rusa de mucho talento, me parece comprensible su fanatismo, pero no en el caso de Karl Liebknecht, el hijo de Wilhelm Liebknecht, a quien todos nosotros admirábamos (...) Hacía mucho que Liebknecht y la señora Luxemburgo habían dejado de ser socialdemócratas, porque para los socialdemócratas las leyes de la democracia contra las que ellos se alzaron son sagradas. Ese alzamiento (...) es la causa por la que debíamos y debemos combatirlos”. 21
La posterior farsa judicial, dirigida por un tribunal integrado por militares de la misma división que los asesinos, confirmó las razones de este crimen de Estado contrarrevolucionario: todos los acusados fueron absueltos. En 1962, el capitán Pabst, protegido por la prescripción del delito, confesó que no actuaron como simples cumplidores de órdenes, sino que eran voluntarios y muy conscientes de sus actos.
Leo Jogiches fue detenido la noche de 14 de enero, pero no fue identificado y logró escapar. Desde ese momento se encargó de que la verdad del crimen de Rosa y Karl saliera a la luz. El 12 de febrero publicó un artículo en Die Rote Fahne denunciando la conspiración y a los que ejecutaron las órdenes, poniendo nombre a los culpables de los asesinatos. Ese fue el último servicio que Leo realizó a Rosa.
Después de tres meses de trabajo incansable, manteniendo la organización del KPD, poniendo a salvo los escritos de Rosa y consiguiendo información preciosa para identificar a sus asesinos y a los de Liebknecht, Leo Jogiches fue detenido el 10 de marzo, y esta vez sí fue identificado. En la tristemente famosa comisaría de la Alexanderplatz, donde Rosa Luxemburgo había estado recluida en una celda de castigo, comenzó su martirio. Según cuenta un testigo de lo ocurrido, “lo apartaron de nosotros, y primero tuvo que quedarse junto a una ventana. Después lo llamaron a la habitación de los oficiales, donde lo golpearon sin piedad: desde fuera se oía cómo lo torturaban, y luego vimos cómo lo sacaban de allí a empujones. En la sala de guardia, oímos un disparo de revolver que provenía del pasillo”. 22
El cadáver de Leo, con el rostro completamente desfigurado, fue entregado a Mathilde Jacob, la incansable compañera y secretaria de Rosa Luxemburgo.
El 25 de enero de 1919, antes de la muerte de Jogiches, se organizó el entierro de treinta y dos comunistas muertos en los combates de ese mes. Junto a la tumba de Karl Liebknecht se colocó un ataúd vacío. Meses más tarde, exactamente el 31 de mayo, el cadáver de Rosa Luxemburgo fue recuperado de las esclusas del canal adonde había sido arrojado por la soldadesca que la asesinó. Mathilde Jacob reconoció a la muerta, su medallón, su vestido, los guantes que llevaba. Le entregaron sus restos después de pagar una tasa de tres marcos.
El 13 de junio reposaría al lado de Karl Liebknecht, en el ataúd que habían dejado esperando junto al suyo. El funeral de Rosa se transformó en una manifestación multitudinaria; decenas de miles de trabajadores, de obreras, la juventud de Berlín, dieron su último adiós a la revolucionaria polaca, alemana, rusa, a la internacionalista inmortal, portando seiscientas coronas de flores.
Una vez ahogada en sangre la revolución, pudieron celebrarse elecciones a la Asamblea Constituyente el 19 de enero de 1919. Los resultados restablecieron la antigua mayoría parlamentaria: el SPD obtuvo el 19%; el Partido de Centro católico (Zentru) el 19%, y el Partido Democrático Alemán el 18%. Desde ese momento, en el horizonte de Ebert y de Noske solo existía una idea: acabar definitivamente con los consejos de obreros y soldados, aunque estuviesen en manos de su propio partido.
De enero a mayo de 1919, y en algunas zonas hasta bien entrado el verano, las fuerzas de la contrarrevolución, integradas por los jefes socialdemócratas, militares reaccionarios, militantes de partidos burgueses y futuros miembros de los cuerpos de choque nazi, se lanzaron a una cruenta campaña para asesinar a miles de trabajadores revolucionarios y a sus dirigentes. Sobre esta guerra de clases y no sobre las leyes de la “democracia”, se fundó la República de Weimar.
En esos meses, la burguesía alemana realizó su primer ensayo a gran escala de terror contrarrevolucionario, que años después sistematizaría en el holocausto nazi. No es de extrañar que las ideas que moldearon a las futuras SA y SS maduraran en el seno de los Freikorps durante aquella masacre, que hoy sigue sin ser reconocida en la historia oficial de Alemania. “Su espíritu, el espíritu de los futuros campos de concentración y de los comandos de exterminio, ya planeaba en 1919, aunque no claramente expresado, sobre las tropas de la contrarrevolución a las que Ebert había hecho venir y que Nosque capitaneaba. La revolución de 1918 había sido bondadosa; la contrarrevolución fue brutal.” 23
El legado de Rosa Luxemburgo
El carácter indomable de Rosa, su rechazo a cualquier subordinación intelectual y a la rutina burocrática, la hacían abrir los ojos a la experiencia. Rosa Luxemburgo aprendía del movimiento vivo, sabía abordar las carencias propias y ajenas honestamente, y evaluaba la realidad concreta para avanzar. En las jornadas críticas de enero de 1919, cambiaría muchas opiniones anteriores sobre el papel del partido revolucionario: “La ausencia de dirección, la inexistencia de un centro encargado de organizar a la clase obrera berlinesa deben terminar. Si la causa de la revolución debe progresar, si la victoria del proletariado y el socialismo deben ser algo más que un sueño, los obreros revolucionarios deben construir organismos dirigentes para conducir y utilizar la energía combativa de las masas”. 24
Haciendo balance de los combates de enero, Rosa Luxemburgo escribió un artículo que se convirtió en su testamento político, El orden reina en Berlín. El latido apasionado de la revolucionaria se siente en todas sus líneas, sin que ello oculte la reflexión rigurosa:
“¿Podía esperarse una victoria definitiva del proletariado revolucionario, podía esperarse la caída de los Ebert-Scheidemann y la instauración de la dictadura socialista? Ciertamente no, si tenemos debidamente en cuenta todos los factores que determinan la cuestión. En este momento, el punto débil de la causa revolucionaria es la inmadurez política de las masas de soldados, que todavía pueden ser manipulados, con objetivos contrarrevolucionarios, por sus oficiales. Este mero hecho demuestra que, en esta coyuntura, no se podía esperar una victoria duradera. Por otro lado, la inmadurez de los soldados no es más que un síntoma de la inmadurez general de la revolución alemana (…) En la práctica, Berlín permanece hasta ahora aislada del resto del Imperio. Los centros revolucionarios en las provincias (en especial Renania, la costa norte, Brunswick, Sajonia y Wurtemberg) están en cuerpo y alma con el proletariado berlinés.
Pero, por el momento, todavía no marchan hombro con hombro, todavía falta una coordinación directa en la acción, la cual haría incomparablemente más efectiva la ofensiva y la voluntad de lucha de los obreros de Berlín…”. 25
El ejemplo de fidelidad a la causa de la revolución mundial de Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht, Leo Jogiches y de todos los marxistas alemanes asesinados es patrimonio de toda la clase obrera y de las jóvenes generaciones de revolucionarios. Mantuvieron la confianza en el futuro socialista hasta el final. Y como testimonio de ello, Rosa Luxemburgo lo dejó brillantemente escrito, como sólo ella podía hacerlo:
“¿Cómo será vista la derrota de nuestra ‘semana espartaquista’ a la luz de la mencionada cuestión histórica? ¿Cómo una derrota producto de una impetuosa energía revolucionaria y una inmadurez insuficiente de la situación, o producto de una acción débil e indecisa? ¡Ambas cosas! La seña de identidad especial de este episodio más reciente es la naturaleza dual de esta crisis, la contradicción entre la firme y decidida disposición a la lucha de las masas de Berlín y la indecisión, tibieza y vacilación de los dirigentes berlineses.
Ha fallado la dirección. Pero la dirección puede y debe ser creada de nuevo por las masas. Las masas son lo decisivo porque son la roca sobre la que se levantará la victoria final de la revolución. Las masas han estado a la altura, ellas han hecho de esta nueva ‘derrota’ un eslabón más de esa serie de derrotas históricas que son el orgullo y la fuerza del socialismo internacional. Y por esta razón, de esta ‘derrota’ florecerá la victoria futura.
¡El orden reina en Berlín!’. ¡Estúpidos lacayos! Vuestro ‘orden’ está levantado sobre arena. Mañana, la revolución se alzará de nuevo y, para terror vuestro, anunciará con todas sus trompetas: ¡Fui, soy y seré!”. 26
NOTAS
1 Citado en Lelio Basso, El pensamiento político de Rosa Luxemburgo, Ediciones Península, Barcelona 1976, p.133
2 Liga Espartaquista. Organización marxista internacionalista fundada por Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht, Leo Jogiches, Franz Mehring y Clara Zetkin. USPD. Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania, escisión del SPD por la izquierda.
3 Sebatian Haffner, La revolución alemana de 1918-1919, Inédita Editores, Barcelona 2005, pp. 60-61.
4 Ibíd., p. 62.
5 Ibíd., p. 62
6 Ibíd., p. 82.
7 Ibíd., p. 93.
8 Pierre Broué, Revolución en Alemania, A. Redondo editor, Barcelona, 1973 p. 180.
9 Haffnner, p. 106-107.
10 Broué, p. 202.
11 Haffner, p.125.
12 Broué, p.220.
13 Luxemburgo y Liebknecht: La revolución alemana de 1918-1919, Fundación Federico Engels, p. 20. El subrayado es nuestro.
14 Citado en Haffner, p. 159.
15 Broué, p. 281.
16 Haffner, p.144.
17 Citado en Broué, p. 288.
18 Paul Frölich, Vida y obra de Rosa Luxemburgo, Editorial Fundamentos, Madrid 1976, p. 409.
19 Haffner, p. 159.
20 Ibíd., p.160
21 Maria Seidemann: Rosa Luxemburgo y Leo Jogiches, Muchnik Editores, Barcelona 2002, p. 148.
22 Ibíd., p. 150.
23 Haffner, p. 176
24 Die Rote Fahne, 11 de enero de 1919.
25 Rosa Luxemburgo El orden reina en Berlín. Puede consultarse en el apéndice documental del libro Bajo la bandera de la rebelión. Rosa Luxemburgo y la revolución alemana, Juan Ignacio Ramos, FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS 2014.
26 Rosa Luxemburgo, ibíd.