Hace siete décadas, las masas oprimidas de China barrieron el capitalismo y los restos feudales en el país más poblado del mundo. Dirigidas por el Partido Comunista de China (PCCh), libraron una guerra revolucionaria contra el imperialismo japonés y las fuerzas combinadas de la burguesía y los latifundistas chinos respaldadas por las potencias aliadas. Poco después, en la Guerra de Corea, derrotaron a la maquinaria militar más poderosa del momento, los EEUU.
Pero la revolución china es un proceso mucho más amplio que la entrada en Beijin de las tropas comandadas por Mao Tse-tung en octubre de 1949. Existió una primera fase que es poco conocida, la revolución obrera de 1925-1927, pero sin la cual es imposible entender los acontecimientos posteriores. Estudiar las fuerzas motrices que alumbraron la República Popular China tiene una vertiente práctica muy actual. El final de la segunda década del siglo XXI llega marcado por levantamientos revolucionarios en todos los continentes, desde Iraq hasta Chile, pasando por Hong Kong o Líbano. La transformación socialista de la sociedad se ha colocado nuevamente en el orden del día.
El saqueo imperialista de China
Atraído por los suculentos beneficios del comercio de la seda y el té, el capitalismo europeo introdujo a empujones al ancestral y hermético imperio chino en el mercado mundial. Aunque la corte imperial siempre receló de los hombres de negocio occidentales, a mediados del siglo XVIII asumió la imposibilidad de resistir —en palabras de Marx—“las balas de percal de la burguesía”.
Los comerciantes ingleses, bien respaldados por las cañoneras de Su Majestad, hicieron del opio su herramienta “civilizadora”. En nombre de la libertad de comercio y distribución de esta droga, provocaron dos guerras —en 1840 y en 1856—, que terminaron en derrotas cueles para la familia imperial. Fue el principio de la desmembración del territorio a favor de los colonialistas: no sólo controlaron los puertos más importantes, obtuvieron la cesión de la isla de Hong Kong y el pago de indemnizaciones millonarias. Francia y EEUU no tardaron en conquistar los mismos privilegios que los ingleses. Y, antes de que comenzara el siglo XX, Japón ya participaba en el expolio imperialista.
La modernidad impuesta por la superioridad de la economía y las armas extranjeras no supuso ningún alivio para el pueblo. La alianza establecida entre la oligarquía nacional y los imperialistas descargó sobre las masas una redoblada explotación que combinaba los rasgos más brutales del feudalismo y el capitalismo.
Un amplio sector de la élite china velaba por los intereses extranjeros. Éstos últimos, cada vez más poderosos, se atribuyeron facultades propias de las autoridades estatales, como el reclutamiento de milicias locales o el control de aduanas. La debilidad del poder central alumbró también el surgimiento de poderes locales, dirigidos por los llamados señores de la guerra —grandes propietarios rurales al mando de ejércitos privados— que vivían a caballo entre la sublevación contra la corte y la represión de las revueltas campesinas que cuestionaban sus prebendas. Muchos de estos caudillos se transformaron en cipayos de las diferentes potencias extranjeras.
Este desarrollo colonial del capitalismo chino alumbró una burguesía débil y completamente dependiente de las inversiones extranjeras. Su inferioridad determinó su falta de carácter político, anulando cualquier ambición revolucionaria.
Una república incapaz de modernizar el país
Cualquier manifestación de identidad nacional era aplastada por las potencias coloniales. Este contexto general de opresión no tardó en producir movimientos de resistencia: entre un sector de la “juventud dorada” perteneciente a las familias acomodadas, la idea de una China fuerte y moderna, liberada del yugo extranjero, se abrió paso con fuerza.
De entre estos jóvenes demócratas fundadores de la Liga Revolucionaria, destacó Sun Yat-sen, que durante sus viajes entró en contacto con las ideas socialistas y democráticas europeas, y quedó impactado por el desarrollo de la técnica occidental a la que consideró el instrumento más eficaz para liberar a China de su atraso. Sun basó su revolución en la colaboración con las mismas potencias imperialistas que sojuzgaban al pueblo chino.
El malestar social estalló una y otra vez a principios del siglo XX, desembocando finalmente en un alzamiento revolucionario. El 10 de octubre de 1911, grupos rebeldes de la provincia de Jupei sublevaron la guarnición de Wuchang y tomaron Janchou y Janyang, acabando con el régimen local feudal y proclamando un gobierno republicano. Rápidamente se desató una reacción en cadena y, en poco más de tres semanas, 17 de las 21 provincias proclamaron su independencia.
La revolución triunfó sin duda gracias a la acción de las masas, superando la falta de iniciativa de la dirección republicana. Tan es así que Sun Yat-sen se encontraba en EEUU en el momento de la victoria, y rápidamente solicitó ayuda a los capitalistas europeos para establecer una “democracia moderna”. El 1 de enero de 1912, un Gobierno Provisional con Sun como presidente declaró en Nankín el inicio de la era republicana.
Inmediatamente, Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania y Japón, despreciando las ingenuas peticiones de Sun, amenazaron al Gobierno Provisional con los cañones de sus barcos de guerra situados en el río Yangtsé. El nuevo régimen debía entender que no habría ningún cambio en lo fundamental: el control de las riquezas chinas seguiría en manos de los poderes imperialistas. Así, transcurridas pocas semanas de la constitución del nuevo gobierno, el 12 de febrero, Yuan Shih-kai —un viejo, sanguinario y reaccionario monárquico— fue nombrado presidente y reemplazó a Sun.
Ese mismo año, la Liga Revolucionaria, convencida de que se iniciará una era de democracia parlamentaria, se transformó en partido político con el nombre de Kuomintang. Nuevamente, estas ilusiones se estrellaron con la realidad.
Los años que siguieron probaron que la independencia nacional no sólo se enfrentaba al muro imperialista, sino que la propia existencia de China como unidad nacional se desvanecía por la acción cada vez más desafiante de los señores de la guerra. Cualquier aspiración de instaurar un sistema de parlamentarismo burgués fue cortada de raíz. La reforma agraria, indispensable para una aplastante mayoría de la población constituida por campesinos pobres, fue descartada tanto por el presidente de turno —Yuan Shih-kai y sus sucesores—, como por los señores de la guerra en las diferentes regiones. En ambos casos se trataba de beneficiarios directos del régimen de propiedad terrateniente.
El Octubre ruso
Frente a la decepción en que se convirtió el régimen republicano, la toma del poder por parte de los soviets en la Rusia de 1917, y la formación del primer Estado obrero de la historia, abrió un nuevo horizonte a los desposeídos de China y el conjunto de Asia.
La teoría de la revolución permanente —anticipada por Marx y Engels, formulada por Trotsky en 1905 y que llegó a su concreción práctica con las Tesis de Abril de Lenin— había probado su viabilidad en los hechos. China mostraba muchas coincidencias con la Rusia zarista, empezando con que se había visto obligada a asimilar a marchas forzadas buena parte de las conquistas productivas de los países avanzados al calor de la inversión extranjera.
La experiencia demostraba que no era indispensable que los países atrasados pasaran por todas las etapas históricas que los países más desarrollados tuvieron que recorrer. El desarrollo desigual y combinado era una realidad: las relaciones de producción más primitivas en el campo (servilismo, propiedad feudal…), convivían con la creación de enormes focos industriales que concentraban a cientos de miles de trabajadores. Grandes ciudades se desarrollaban, e impulsaban el comercio moderno, rodeados por un inmenso mar de aldeas y pequeñas localidades.
Lenin, Trotsky y los bolcheviques no se cansaron de señalar que, en la época contemporánea, la burguesía de los países atrasados es incapaz de llevar a cabo las tareas de la revolución democrático burguesa debido a su dependencia del capital extranjero. Es la clase obrera, encabezando a la nación oprimida especialmente a los campesinos pobres, quien tenía en sus manos la puesta en marcha de la reforma agraria, el desarrollo industrial, la resolución de la cuestión nacional, la conquista de las libertades democráticas… Para ello necesita tomar el poder en sus manos, expropiar a la burguesía nacional, a los terratenientes y a los monopolios imperialistas y empezar la construcción de un Estado obrero de transición al socialismo. Así, las tareas democráticas se funden con las de la revolución socialista.
La fundación del Partido Comunista Chino
El final de la Primera Guerra Mundial fue muy elocuente al respecto. El contraste entre la actuación de los amigos capitalistas y el gobierno soviético no pudo ser mayor. Las potencias vencedoras, reunidas en la Conferencia de Paz de París, iniciaron conversaciones para fijar un nuevo reparto de las colonias y no renunciaron a ninguna de sus pretensiones sobre China. Tan sólo despojaron a Alemania de sus posesiones en el territorio chino, pero para entregárselas a Japón.
A la par, el gobierno soviético, en una declaración emitida en Moscú el 25 de julio de 1919 “anunció su disposición de devolver al pueblo chino, sin exigir ninguna compensación, el ferrocarril oriental chino y todos los demás privilegios y concesiones que el régimen zarista le había arrebatado. El gobierno soviético también prometía su apoyo al pueblo chino en su lucha por recobrar su total libertad.”
Estos acontecimientos alimentaron el fermento entre la joven intelectualidad revolucionaria que finalmente se escindió. Un sector consideraba que la clave estaba en una transformación cultural radical que no precisaba de cambios en la estructura social. Otro, profundamente impresionado por la Revolución Rusa, abrazó las ideas comunistas.
El 1 de julio de 1921 se fundó el Partido Comunista de China (PCCh) en Shanghái. Sus sesiones se celebraron inicialmente en una escuela femenina, vacía por vacaciones escolares. Acabaron sin embargo, en una barca sobre un lago, el único refugio que los jóvenes comunistas encontraron para escapar de la policía. La cifra exacta de delegados no es conocida con exactitud, pero en opinión de algunos asistentes hubo entre 12 y 14 personas en representación de no más de medio centenar de afiliados.
Chen Tu-hsiu, profesor universitario que había dirigido varias publicaciones antimperialistas, fue nombrado secretario general. El nuevo partido decidió que su orientación central sería el movimiento obrero. De hecho, los comunistas jugaron un papel decisivo en la formación de los sindicatos chinos.
El III Congreso, realizado en Cantón en junio de 1923 y en el que participaron 30 delegados en representación de 432 afiliados, debatió sobre la relación que el PCCh mantendría con otros partidos. La proposición que traía desde la URSS el delegado de la Internacional Comunista, planteaba la colaboración e integración de las jóvenes fuerzas del comunismo dentro del movimiento nacionalismo burgués y su partido el Kuomintang. La propuesta fue aceptada.
El 26 de enero de 1923, Sun Yat-sen y el diplomático soviético Adolf Ioffe firmaron un acuerdo con el Kuomintang que incluía un desafortunado párrafo sobre la ausencia de “condiciones para el establecimiento exitoso del comunismo o el socialismo” y que “el objetivo principal e inmediato de China es el logro de unión nacional e independencia nacional”. Un año después, el 20 de enero, el primer congreso del Kuomintang aprobó el ingreso de los comunistas con dos condiciones: acatar la disciplina del partido y no criticar públicamente su política.
En pocos meses se creó la academia militar de Whampoa, cuyos programas de estudios fueron elaborados, en gran parte, por militares soviéticos. Su objetivo era organizar una fuerza armada revolucionaria para derrotar a los señores de la guerra y unificar el país. La dirección de la academia fue confiada al prometedor dirigente del Koumnintang Chiang Kai-shek. No deja de ser una ironía cruel que Chiang, futuro responsable de la matanza de miles de revolucionarios chinos, así como cerebro y ejecutor de cinco “campañas de exterminio” contra el PCCh, recibiera parte importante de su adiestramiento militar de la URSS.
Esta colaboración con la burguesía nacionalista provocó grandes polémicas dentro de las filas del comunismo chino. Chen Tu-hsiu intentó en varias ocasiones convencer a Moscú de la necesidad de sacar al PCCh del Kuomintang. En octubre de 1925, propuso al Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista comenzar a preparar la salida de los comunistas y, en junio de 1926, el propio Comité Central del PCCh aprobó pasar a formar un bloque con el Kuomintang como organización independiente.
Este debate coincidió con el ascenso de la burocracia estalinista e la URSS y el giro en la política de la Internacional Comunista. Invariablemente, todas las propuestas de la dirección del PCCh fueron rechazadas por los dirigentes de una Internacional estalinizada en proceso de ruptura con el bolchevismo.
La posibilidad de llegar a acuerdos puntuales con la burguesía nacionalista, en el terreno militar o en la lucha de masas, contra el enemigo imperialista era una cosa. Pero subordinarse políticamente, incluso disolverse dentro de un partido burgués fue un error que se pagó muy caro. Releer la posición de Lenin en este terreno arroja mucha luz al respecto: “Entre la burguesía de los países explotadores y la de las colonias se ha producido cierto acercamiento, debido a lo cual muy a menudo —y quizás incluso en la mayoría de los casos—, la burguesía de los países oprimidos, pese a prestar su apoyo a los movimientos nacionales, lucha al mismo tiempo de acuerdo con la burguesía imperialista, es decir, del lado de ella, contra todos los movimientos revolucionarios y las clases revolucionarias.”
La clase obrera entra en acción
Sun Yat-sen falleció en 1925 y Chiang Kai-shek se consolidó como líder del Kuomintang. A mediados de febrero de ese mismo año estallaron importantes huelgas por mejoras salariales en las hilanderías de Shanghái, de propiedad japonesa. Las protestas continuaron y dieron lugar a enfrentamientos con los centinelas japoneses, que el 15 de mayo dispararon en el interior de las fábricas asesinando a una docena de obreros. La represión sangrienta desató un movimiento de solidaridad muy amplio que desembocó en una huelga general inédita. El 4 de junio los muertos ya superan el centenar y la huelga en Shanghái afectaba a 200.000 trabajadores.
Estudiantes universitarios que habían comenzado a reunir fondos para las familias de las víctimas, fueron arrestados por la policía de la “Concesión Internacional” de la ciudad en manos de británicos, norteamericanos y japoneses.
La entrada en acción del proletariado presionó a la dirección nacionalista. El 1 de julio, los dirigentes del Kuomintang proclamaron un gobierno nacional en Cantón. Su objetivo declarado, unificar China y lograr la independencia, era una manera de responder al levantamiento de Shanghái que rápidamente se extendía a las principales ciudades chinas. Hong Kong también se contagió del movimiento revolucionario, y decenas de miles de trabajadores portuarios e industriales se declararon en huelga.
La teoría de la revolución permanente adquirió vida. El proletariado chino, a pesar de su juventud y su inferioridad numérica frente al campesinado, demostró que poseía la capacidad de parar el sistema productivo y alzarse con el papel decisivo en el terreno político. Los trabajadores chinos, como antes los rusos, se convirtieron en la única clase capaz de liderar la lucha por la liberación nacional y social de todos los oprimidos.
Harold R. Isaacs describe así el poder de la clase obrera china:
“Hong Kong, fortaleza del imperialismo británico en China, fue postrada. No giró una rueda. No se movió ningún cargamento. Ningún barco pudo bajar o levantar el ancla. Más de 100.000 trabajadores de Hong Kong decidieron una acción sin precedentes: evacuar la ciudad y mudarse en masa a Cantón. La huelga, que detuvo abruptamente toda la actividad comercial e industrial extranjera, contó con la participación de 250.000 trabajadores de todos los principales oficios e industrias (…) los trabajadores limpiaron las casas de juego y los fumaderos de opio, convirtiéndolas en dormitorios y restaurantes para los huelguistas. Los 2.000 hombres reclutados por los piquetes eran un ejército, que formó un auténtico cinturón alrededor del Hong Kong… Por cada 50 huelguistas se nombró un representante a la Conferencia de Delegados de los huelguistas, que a su vez propuso a 13 hombres para que ejercieran como Comité Ejecutivo. Bajo los auspicios de este organismo obrero, se estableció y mantuvo el primer embrión soviético en China, un hospital y 17 escuelas… Los comités dispusieron de fondos y contribuciones, subastaron bienes confiscados y mantuvieron un registro. Se estableció un tribunal de la huelga que juzgó a los boicoteadores y perturbadores del orden público.”
Los campesinos colaboraron inspirados por la acción obrera, se organizaron y patrullaron la costa para fortalecer el bloqueo de las comunicaciones a los capitalistas.
¿Burguesía democrática?
Los capitalistas de Cantón estaban aterrorizados. El discurso patriótico no era capaz de evitar que los obreros extendieran su lucha contra los propietarios extranjeros a los burgueses nacionales.
Respondiendo a las exigencias de los burgueses chinos, y también a las presiones de las fuerzas imperialistas, el 20 de marzo de 1926 Chiang Kai-shek proclamó la ley marcial arrestando a numerosos dirigentes comunistas. Pero la represión no consiguió su objetivo: los detenidos fueron liberados por la movilización, aún en alza.
A mediados de mayo de 1926 se celebró el II Congreso del Kuomintang que aprobó una batería de medidas contra los comunistas: entre otras, no podrían ser nombrados para puestos de mando en el ejército o el gobierno, y se les prohibió organizarse como fracción dentro del Kuomintang. También se exigió la lista detallada de todos los afiliados al PCCh. Para responder al auge revolucionario en las ciudades, el Kuomintang aprobó el recorte drástico de los derechos sindicales, estableciendo el arbitraje obligatorio en las huelgas y la prohibición de la reivindicación de la jornada laboral de 8 horas.
Lamentablemente la respuesta de la dirección de la Internacional Comunista, sometida al aparato burocrático estalinista, aceptó todos estos ataques sin ofrecer resistencia. El argumento de que era necesario mantener la alianza con el Kuomintang a toda costa, justificaba esta capitulación. En la estrategia de Stalin, el bloque con la llamada “burguesía democrática” era indispensable para lograr la independencia de China.
A principios de 1926 el buró político del PCUS, con el voto en contra de Trotsky, aprobó la admisión del Kuomintang en la Internacional Comunista como partido simpatizante, y nombró a Chiang Kai-shek miembro de honor del Presidium. Trotsky, que había centrado la mayor parte de su atención en la lucha contra la reacción burocrática dentro del partido y el Estado soviético, y que recientemente había conformado un bloque de oposición junto a Kaménev y Zinóviev, se involucró de lleno en los acontecimientos chinos y en crítica a la política desarrollada por la Internacional estalinizada.
En primer lugar, rechazó el supuesto papel revolucionario que Stalin asignaban a la burguesía china, reivindicando la necesidad de que se pusiera en práctica el programa leninista de 1917: “Las tareas de la revolución democrático-burguesa china (independencia nacional, unidad estatal y revolu¬ción agraria) sólo pueden realizarse con la condición de que el proletariado chino, en alianza con los pobres de la ciudad y la aldea, y a la cabeza de esa alianza, tome el poder político.”
En segundo lugar, trató de corregir y reorientar las posiciones de la Oposición rusa: “El ingreso del Partido Comunista al Kuomintang —escribe Trotsky— fue un error desde el comienzo. Creo que hay que decirlo abiertamente —en tal o cual documento—, sobre todo porque, en este caso, a la Oposición rusa [Conjunta] le cabe gran parte de la culpa. Desde el principio nuestro grupo [Trotsky se refiere a la Oposición de Izquierda], salvo Radek y algunos de sus amigos más cercanos, se opuso a la entrada del Partido Comunista en el Kuomintang y estuvo en contra de permitir el ingreso del Kuomintang en la Comintern [Internacional Comunista]. Los zinovievistas tenían la posición contraria. El voto de Radek les dio la mayoría en la dirección de la Oposición.”
Dentro del Partido Comunista Chino, su secretario general, Chen Tu-hsiu, siguió criticando la política de sometimiento al Kuomintang, logrando que su postura fuera respaldada por el pleno del Comité Central del PCCh reunido a finales de junio de 1926.
A pesar de ello, la política de colaboración de clases planeada desde Moscú continuó marcando la actividad del PCCh. En marzo de 1927 pasaron a formar parte del gobierno de Cantón dos ministros comunistas. Este giro no fue producto del acercamiento hacia posiciones socialistas de los nacionalistas burgueses, más bien todo lo contrario. Asustados ante la posibilidad de un desbordamiento revolucionario de las masas, la dirección del Kuomintang decidió poner a dos comunistas al frente de las carteras de Agricultura y Trabajo para que frenaran a su propia base social. Pero la intención chocaba con el ímpetu revolucionario de la clase obrera.
Levantamiento revolucionario en Shangái
El 21 de marzo de 1927, los sindicatos de Shanghái convocaron una nueva huelga general en la que participaron 800.000 trabajadores. La noche del 22, la mayor ciudad de China estaba en poder del PCCh al frente de 5.000 obreros armados. Un día después, el PCCh abrió las puertas de Shanghái a Chiang Kai-shek, recibiéndolo como un héroe.
A pesar de que desde Moscú se consideraba a los dirigentes del Kuomintang como aliados fiables, estos se daban perfecta cuenta de lo que había sucedido. La clase obrera había tomado el poder en la ciudad clave del país y no podían tolerarlo. El supuesto aliado y miembro de honor del Presidium de la IC, declaró la ley marcial y ordenó disolver los sindicatos y las organizaciones revolucionarias. El 18 de abril, Chiang Kai-shek proclamó un nuevo gobierno nacional anticomunista y organizó una auténtica matanza. La tarea fue facilitada gracias a las listas que, un año antes, el PCCh había entregado al Kuomintang. Miles de revolucionarios y militantes comunistas fueron asesinados en las calles de Shanghái.
Pese a todo, el octavo plenario del Comité Ejecutivo de la IC, reunido a finales de mayo de 1927, siguió proclamando que era deber de los comunistas chinos permanecer en el Kuomintang.
Incluso un autor reaccionario como Franklin W. Houn, admirador de Chiang Kai-chek, describe el desastre promovido por la IC: “Impedido por Stalin de romper la alianza con el ala izquierda del Kuomintang y sin embargo ante un grave peligro, el PCCh celebró una gran reunión de su Comité Central el día 1º de junio. Se adoptó una resolución de 11 puntos relativa a la reconciliación en la cual el PCCh reconocía una vez más la ‘posición directora’ del Kuomintang en la revolución nacional contra los señores de la guerra y el imperialismo, previno a los sindicatos obreros, así como a los piquetes de trabajadores, de no asumir funciones judiciales o administrativas, detener gente o patrullar las calles sin autorización del Kuomintang, y prohibió a los sindicatos insultar a los patrones, exigir en exceso o interferir en el manejo de las empresas en cuestiones de personal. (…) Todos estos gestos no produjeron ningún resultado y, el 15 de julio, el Consejo Político del Kuomintang en Wuhán decidió formalmente la expulsión de los comunistas. La orden de ‘expulsión’ fue llevada a cabo por los escuadrones de fusilamiento.”
La “Comuna de Cantón”
El 7 de agosto de 1927, ya en la clandestinidad, se reunió el comité central del PCCh. Cumpliendo órdenes de Stalin, destituyó a Chen Tu-hsiu como secretario general —quién ni siquiera estaba presente en la reunión— bajo el cargo de que “su” política había propiciado la derrota de Shanghái. Irónicamente el aparato estalinista de la IC acusaba a Chen Tu-hsiu de capitulación, el mismo que había propuesto insistentemente a la dirección de la Internacional la independencia política de los comunistas respecto al Kuomintang. Pero este era el método del estalinismo: cesar dirigentes como chivos expiatorios, sin abrir un debate serio y democrático sobre los errores cometidos.
Tras el cese fulminante de su secretario general, la dirección de los comunistas chinos se vio obligada a virar 180 grados adoptando una línea ultraizquierdista, supuestamente destinada a “mantener la tensión revolucionaria” a través del llamamiento a levantamientos e insurrecciones, pero en realidad destinada a salvaguardar el “prestigio” de Stalin.
Ignorando todo lo ocurrido, los dirigentes estalinistas de la IC emplazaron a los comunistas chinos a tomar el poder. A pesar de que la revolución estaba en una fase de claro descenso, se acordó la preparación de la insurrección en Cantón, ciudad en la que el movimiento comunista todavía era fuerte. El levantamiento debía iniciarse con el amotinamiento de las tropas del Ejército Nacional Revolucionario que todavía simpatizaban con los comunistas.
Al alba del 11 de diciembre de 1927, militares comunistas organizados por Yeh Chien-ying iniciaron la insurrección en coordinación con la “guardia roja”. Es probable que participaran activamente hasta 20.000 personas. Los insurrectos ocuparon la ciudad y proclamaron el “régimen soviético”, al que llamaron “Comuna”. Pero las masas acusaban ya el cansancio y las derrotas previas, y el levantamiento quedó aislado. El 14 de diciembre, las tropas contrarrevolucionarias del Kuomintang habían sofocado la insurrección y 8.000 comunistas yacían muertos en las calles de Cantón.
Cuando el experimento fracasó dolorosa y estrepitosamente, la dirección china, previamente aconsejada por Moscú, calificó de aventura putschista su propia táctica. En esta ocasión también se pretendió distraer la atención de los verdaderos responsables a través del linchamiento del “cabeza de turco” correspondiente. El sucesor de Chen Tu-hsiu en la secretaria general, Chu Chiu-pai, fue fulminantemente cesado.
Esta política suicida brindó a Chiang la oportunidad de ilegalizar el partido comunista y organizar una auténtica masacre, que se extendió a todo el territorio chino. Según algunos historiadores, la represión que siguió en los tres años posteriores pudo cobrarse la vida de hasta un millón de revolucionarios. Los efectos fueron devastadores para los comunistas. El terror dominaba las ciudades y muchos supervivientes buscaron refugio en las aldeas.
Retirada al campo y ascenso de Mao
En las áreas rurales no se partía de cero. Desde 1921 un intelectual comunista, Peng Pai, había iniciado la tarea de organizar a los campesinos logrando agrupar, en el ecuador de la década de los 20, una fuerza de casi 100.000 en las zonas de Haifeng y Lufeng. En la zona de Hunán, otro dirigente, Mao Tse-tung, había creado ligas campesinas que en agosto de 1926 integraban a decenas de miles. En 1927 las organizaciones campesinas que luchaban por la reducción de los arriendos de la tierra, las tasas de usura y los impuestos sumaban ya dos millones de miembros.
A finales de ese año, los miles de campesinos que lideraba Mao se refugiaron en el macizo montañoso de Chingkanshan, una zona prácticamente inaccesible. A pesar de las condiciones extremadamente precarias, establecieron un gobierno formado por un consejo del pueblo y una asamblea de obreros, campesinos y soldados.
En esta época surgieron los primeros enfrentamientos de Mao con la dirección del PCCh. La IC insistía todavía en su la línea insurreccional a pesar del triunfo de la reacción. En consonancia con esta política, el Comité Provincial de Hunán exigió a Mao el asalto de la ciudad de Changsha con los hombres de su base roja. Mao se negó a cumplir la orden.
En el frente de la contrarrevolución, Chiang Kai-Shek lanzó en otoño de 1930 la primera “campaña de aniquilamiento” de las bases comunistas. La batalla duró tres días y concluyó con una victoria aplastante de la fuerzas de Mao. Poco después, en febrero de 1931, Chiang desarrolló la segunda campaña. Esta vez las fuerzas de Mao liberaron diez nuevos distritos. Chiang no se dio por vencido y en julio envió una fuerza de 300.000 hombres. La tercera campaña finalizó cuando en diciembre una división entera del Kuomintang se negó a obedecer las órdenes y se pasó a las fuerzas revolucionarias.
La “China roja” contaba en ese momento con un ejército de 30.000 hombres y el control de 21 distritos habitados por dos millones y medio de campesinos. El 7 de noviembre de 1931 se celebró el I Congreso de los Sóviets de toda China. Entre 1933 y 1934 las zonas rojas reunieron una población de nueve millones.
La invasión japonesa y la ‘Larga Marcha’
Los terratenientes y capitalistas chinos eran muy conscientes de lo que significaba esta fuerza revolucionaria en el campo a pesar de la derrota en las ciudades. Muchos de ellos vieron en las “bayonetas japonesas” una herramienta eficaz para reprimir la rebelión en marcha, convirtiéndose en colaboracionistas. Por su parte, los sectores decisivos del Kuomintang optaron por estrechar vínculos con el imperialismo estadounidense.
En septiembre de 1931, coincidiendo con la tercera “campaña de aniquilamiento”, se produjo el ataque japonés sobre Manchuria, territorio clave por su riqueza minera y agrícola. Chiang, que temía más a la insurgencia campesina que al imperialismo nipón, siguió centrando su atención en atacar las zonas rojas. Entre junio de 1932 y marzo de 1933 lanzó la cuarta “campaña”. Esta vez movilizó a 500.000 hombres, y si bien no consiguió una clara victoria si pudo destruir las importantes bases rojas de la zona Jupé-Jonán.
Animado por este resultado, en otoño de 1933 comenzó la quinta “campaña”. La ofensiva consistió en un asedio total para establecer una zona desierta en torno a los guerrilleros. Con el paso de los días las bases rojas se quedaron sin sal ni quinina, y 60.000 hombres cayeron en combate. A principios de octubre de 1934, los hombres de Mao rompieron en un punto el cerco del Kuomintang y, entre el 15 y 16 de octubre, 100.000 hombres, el grueso del ejército rojo, los cuadros del partido y los técnicos escaparon al asedio. Acababan de iniciar la “Larga Marcha”.
El ejército guerrillero tuvo la oportunidad de demostrar su capacidad de sacrificio y convicción revolucionaria. Atravesó pantanos y arenas movedizas, páramos carentes de cualquier tipo de alimento a excepción de hongos y algunas raíces, altas montañas e incluso glaciares. Cinturones, cartucheras, refuerzos de mochilas y todo aquello con un posible valor nutritivo, excepto las indispensables correas de los fusiles, sirvió para evitar la muerte por inanición de miles de ellos. Aun así los hombres fallecían por centenares.
Lo más importante, no obstante, fue que Mao y sus compañeros Lin Piao, Ping-hui y Chu Teh aplicaron medidas concretas para ganar el apoyo de las aldeas y dejar la retaguardia protegida: el reparto de la tierra entre los campesinos pobres y la formación de milicias campesinas dispuestas a resistir a los terratenientes y los contraataques del Kuomintang.
En enero de 1935 se celebró la conferencia de Tsunyi. Independizado de Moscú por la lejanía geográfica de los centros operativos del ejército campesino, Mao decidió reorganizar la dirección. Al frente de la mayoría, repudió la línea oficial y fue elegido presidente del PCCh.
El Kuomintang es incapaz de resistir el avance japonés
La guerra de ocupación dio un paso adelante con el intento de las tropas japonesas por tomar Shanghái. Aunque algunos mandos militares de la XIX división del Kuomintang intentaron hacer frente al invasor, la dirección insistió en su estrategia de represión anticomunista y las tropas fueron trasladadas a Fukien. Los japoneses accedieron así al corazón de China. En una línea totalmente opuesta, el PCCh declaró la guerra al ejército ocupante japonés en todas las zonas rojas.
En octubre y diciembre de 1936, Chiang se enfrentó a dos rebeliones importantes contra su política de priorizar la lucha contra los comunistas frente a la agresión nipona. La situación llegó al punto de que el 12 de diciembre fue arrestado para ser juzgado por traición. Además, las tropas del Kuomintang que lo detuvieron exigieron un gobierno de coalición con el PCCh.
Cuando Chiang, el carnicero de Shanghái y Cantón y promotor de las cinco “campañas de aniquilamiento” contra los comunistas, parecía haber perdido todo, los dirigentes estalinistas llegaron al rescate. Se abrieron negociaciones con el PCCh entre el 17 y el 24 de diciembre y Chiang fue liberado sin juicio ni condena, con el mero compromiso de renunciar a la represión y emprender la resistencia contra Japón.
Se volvió a intentar entonces la puesta en marcha de un Frente Popular a costa de grandes concesiones del PCCh a cambio de poco o nada. Los dirigentes estalinistas se comprometieron a cambiar el nombre de República Soviética que ostentaban las zonas rojas por el de Región Autónoma, y el del Ejército Rojo por el de VIII Ejército. También aceptaron el régimen del Kuomintang como gobierno oficial de China.
La política frentepopulista de Stalin se aplicaba a la perfección bajo el nuevo mandato de Mao.
El Frente Popular de Mao
Firme partidario de aliarse con la supuesta burguesía patriótica y progresista, Mao rebajó considerablemente el programa revolucionario: “En el período de la revolución democrático-burguesa, la república popular no abolirá la propiedad privada que no sea imperialista o feudal y, en lugar de confiscar las empresas industriales y comerciales de la burguesía nacional, estimulará su desarrollo. Protegeremos a todo capitalista nacional que no respalde a los imperialistas ni a los vendepatrias chinos. En la etapa de la revolución democrática, la lucha entre trabajadores y capitalistas debe tener sus límites.”
El programa agrario también se modificó para suavizar el enfrentamiento con los terratenientes: “En cuanto al Partido Comunista, ha estado siempre, en cada período, al lado de las grandes masas populares contra el imperialismo y el feudalismo; sin embargo, en el presente período, el de la resistencia antijaponesa, ha adoptado una política de moderación respecto al Kuomintang y a las fuerzas feudales del país, porque el Kuomintang se ha manifestado a favor de la resistencia al Japón”. “La transformación de la revolución se efectuará en el futuro. La revolución democrática se transformará indefectiblemente en una revolución socialista. ¿Cuándo se producirá esta transformación? Eso depende de la presencia de las condiciones necesarias y puede requerir un tiempo bastante largo.”
Por el contrario, la Oposición de Izquierda Internacional alentaba a sus partidarios a colocarse en primera línea en la guerra de liberación nacional, al mismo tiempo que desplegaba su agitación contra la incapacidad de la oligarquía gobernante para ganarla. Esta posición no negaba la posibilidad de acuerdos militares puntuales con el Kuomintang, siempre y cuando “al participar en la legítima y progresiva guerra nacional contra la invasión japonesa, las organizaciones obreras mantengan su total independencia política”. Participar en la guerra era fundamental, a través de ella las masas chinas despertarían nuevamente a la lucha revolucionaria. Pero al mismo tiempo era imprescindible mantener el rumbo socialista de la revolución sin capitular ante la burguesía.
Las victorias del ejército campesino contra el invasor japonés
A finales de 1938, el ejército japonés ocupaba un territorio de un millón y medio de km2 —un tercio de todas las tierras cultivables— habitados por 170 millones de personas. El ejército del Kuomintang, dirigido por altos mandos que habían llegado a la cúpula militar por su furor anticomunista y no por méritos militares, mostraba su absoluta incapacidad. Los soldados, muchas veces reclutados a la fuerza, estaban mal equipados, escasamente remunerados y pésimamente alimentados.
La evolución del ejército campesino liderado por el PCCh era justamente la contraria. Si al término de la Larga Marcha los efectivos de las fuerzas rojas eran de 30.000 hombres, a finales de 1937 el VIII Ejército sumaba el doble. Entre 1938 y 1939 estas cifras volvieron a duplicarse. En 1940 el VIII Ejército contaba ya con 400.000 hombres, a los que había que sumar otros 100.000 del recientemente fundado IV Ejército. Los revolucionarios daban muestras de una increíble heroicidad y creatividad. La expansión japonesa, que en sus primeros años fue sumamente fácil, se convirtió ahora en una empresa difícil.
Alarmado por el ascenso revolucionario en el campo, Chiang bloqueó las bases guerrilleras en 1939. Mientras, Mao intentaba una y otra vez encontrar el “ala de izquierdas” de la burguesía, pero la única discrepancia real dentro del Kuomintang se centraba en qué potencia imperialista ganaría la Segunda Guerra Mundial y quienes serían los poderes capitalistas con los que habría que pactar.
Una vez más, ¿dónde estaba la burguesía democrática?
Fue en este contexto, durante el otoño de 1940, cuando el Kuomintang ordenó a Chu Teh, comandante en jefe del ejército guerrillero, transferir al norte del Yangtsé todas las unidades del VIII y del IV Ejército. Era obvio que Chiang quería debilitar la revolución social que se producía en zonas claves del país. A pesar de lo evidentemente reaccionaria que era esta orden, la política frentepopulista se impuso.
El 4 de enero de 1941, mientras las fuerzas guerrilleras avanzaban hacia el norte como se les había ordenado, el IV Ejército fue sorprendido por el ataque a traición de 80.000 hombres del Kuomintang respaldados por maniobras japonesas. Después de una semana de encarnizada resistencia, sólo mil guerrilleros sobrevivieron pero fueron capturados y enviados a un campo de concentración. A principios de 1942, los hombres del VIII Ejército habían pasado de 400.000 a 300.000, y la población de las zonas liberadas se redujo a la mitad.
En Manchuria, cuyas ciudades habían sido tomadas por tropas soviéticas en agosto de 1945, se volvió a demostrar que la política colaboracionista de Mao era la aplicación en China de la estrategia de la burocracia rusa. Los imperialistas estadounidenses, y los terratenientes y capitalistas chinos, estaban francamente preocupados ante la posibilidad de un alzamiento revolucionario tras la probable derrota de las tropas japonesas. Para tranquilizarlos, Stalin firmó un tratado con Chiang ese mismo mes de agosto, por el que se comprometía a retirarse de Manchuria —manteniendo el control sobre las bases militares de Dairen y Port Arthur—, en los primeros 90 días a partir del final del conflicto bélico y ceder la plaza exclusivamente a autoridades del Kuomintang.
El triunfo del ejército maoísta
En vista de los buenos resultados obtenidos, a principios de 1947 Chiang decidió desatar una guerra civil generalizada, empezando por atacar los dos mayores centros de resistencia roja en Yenán y Shantung. A pesar de empeñar cientos de miles de hombres, al final del primer año de guerra la correlación entre las fuerzas combatientes se había transformado sustancialmente. Los hombres del ahora Ejército Popular de Liberación (EPL) de Mao, habían dejado fuera de combate a más de un millón y medio de soldados del Kuomintang.
La hipótesis de establecer un gobierno con participación de los comunistas que respetara los límites de la economía capitalista, tal como ansiaba Mao y sopesó también el imperialismo estadounidense, se volvía más inviable cada día que pasaba. Existían dos obstáculos. Por un lado, la oposición de los sectores más reaccionarios del Kuomintang y, por encima de todo, la acción revolucionaria de las masas campesinas.
El PCCh desplegó una enérgica política orientada hacia la base de los ejércitos del Kuomintang. A mediados de septiembre propuso una ley agraria que incluía en su artículo 10: “Las familias de los oficiales y soldados del Kuomintang, sus militantes y otro personal enemigo que vivan en las zonas rurales, recibirán tierra y propiedades equivalentes a las de un campesino.”
De los cientos de miles de prisioneros hechos por el EPL, la mayoría fueron liberados. Unos volvieron a sus aldeas pero otros muchos pasaron a formar parte del Ejército Popular. Aunque la reacción contaba con el generoso apoyo del imperialismo norteamericano, el EPL tenía a su favor un arma inmensamente más poderosa: la generalización por todo el país de la revolución agraria, que aumentó sus efectivos hasta los dos millones en el primer año de la guerra civil.
Siendo la revolución en el campo un hecho consumado, Mao intentó sortear por todos los medios su extensión a las zonas urbanas: “Hay que prevenirse contra el error de aplicar en las ciudades las medidas que se emplean en las zonas rurales (…) Hay que hacer una rigurosa distinción entre la liquidación de la explotación feudal ejercida por los terratenientes y campesinos ricos y la protección de sus empresas industriales y comerciales. (…) Hay que realizar un trabajo educativo entre los camaradas de los sindicatos y entre las masas obreras para hacerles comprender que de ninguna manera deben ver solamente los intereses inmediatos y parciales, olvidando los intereses generales y de largo alcance de la clase obrera”.
En noviembre de 1949 comenzó la batalla más decisiva de la guerra, la mayor desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Fue la campaña de Huai-hai, cuando las fuerzas del EPL cercaron a medio millón de hombres —cincuenta y una divisiones— del ejército nacionalista. Chang Kai-shek intentó romper el cerco enviando un ejército con artillería pesada, pero sus fuerzas capitularon el 10 de enero de 1949.
Chiang completamente acorralado, dimitió como presidente el 21 de enero de 1949 y, el 22 las tropas del Ejército Popular de Liberación entraron triunfalmente en la antigua capital imperial: Pekín. Mao lo hizo sentado en un jeep made in USA, procedente del botín de guerra arrebatado a los derrotados ejércitos del Kuomintang.
El 1 de octubre de 1949, Mao Tse Tung proclama la República Popular China desde lo alto de la Puerta de la Paz Celestial, Tiananmén, de la Ciudad Prohibida de Pekín. En diciembre, Chiang Kai-shek abandonó Chengdu, la última ciudad del continente en poder de los nacionalistas, para refugiarse con sus tropas y mandos en la isla de Taiwán.
El Estado obrero deformado más poblado del mundo
Tanto los cálculos de la burocracia estalinista en la URSS como los de Mao no pasaban por la ruptura inmediata con el capitalismo. Fieles a su posición frentepopulista pensaban que China necesitaría de un prolongado proceso de desarrollo capitalista durante el cual, el PCCH en alianza con el campesinado y las fuerzas progresistas de la burguesía y la pequeña burguesía china, acometerían la modernización del país.
La realidad se encargó de demostrar que este esquema no era viable: la corrupta burguesía china y sus aliados entre los terratenientes e imperialistas nunca aceptarían reformas esenciales como la distribución de la tierra, la mejora de las condiciones de laborales, etc... Así, la ruptura con el capitalismo y la expropiación de la propiedad imperialista eran condiciones necesarias para resolver las aspiraciones de los millones que habían dado el triunfo al PCCh.
La maravillosa energía revolucionaria del campesinado encuadrada en el EPL, no podía sustituir la ausencia de participación de la clase obrera y de su papel dirigente en el proceso. Este aspecto clave, que no impidió la victoria y la transformación del decadente Estado semifeudal chino en un Estado obrero gracias a la nacionalización de la industria y la planificación de la economía, marcó el carácter político del nuevo régimen.
La China maoísta comenzó donde había terminado la Unión Soviética: como un Estado obrero deformado burocráticamente, donde una casta formada por los mandos militares y dirigentes del PCCh asumió el control del Estado. No existía democracia obrera, ni sóviets, ni control obrero democrático sobre los medios de producción nacionalizados.
A pesar de ello, la economía nacionalizada, centralizada y planificada burocráticamente consiguió importantes logros con una tasa media de crecimiento anual del 11% entre 1949 y 1957. La eliminación del latifundio y el capitalismo agrario permitió aumentar significativamente la esperanza de vida, el número de médicos y escuelas. Si en 1945 la esperanza de vida era de 40 años, en 1979 era ya de 70. Si en 1952 se producían 1.000 tractores anualmente, en 1976 eran 190.000.
Dicho todo lo anterior, las dramáticas aventuras emprendidas por la burocracia maoísta en 1958 y 1966 conocidas como el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural, generaron graves trastornos sociales. Ambas demostraron que China, a pesar de su inmensidad geográfica y demográfica, no podía construir el socialismo dentro de sus fronteras; la autarquía, de una forma u otra, tendría que ser superada.
En 1978, dos años después de la muerte de Mao, la burocracia puso en marcha una serie de reformas para reanimar la actividad económica e incrementar la productividad del trabajo. Ese mismo año y los siguientes se aprobaron medidas que afectaron a las formas de propiedad y de explotación agrarias, permitieron la llegada de inversión extranjera y la creación de “zonas económicas especiales”.
Tras aplastar militarmente la revuelta de Tiananmén de 1989, las reformas se aceleraron dando luz verde al establecimiento de la propiedad privada de medios de producción y a la explotación de fuerza de trabajo asalariada. En un proceso que ha durado años, la burocracia estalinista se reconvirtió en una nueva clase poseedora, transformándose en una burguesía poderosa con aspiraciones imperialistas.
Cuando las deformaciones del Estado obrero llegaron a un punto que impidió que la burocracia del PCCh mantuviera sus privilegios gracias al nuevo régimen social nacido de la revolución de 1949, los altos mandatarios chinos, al igual que sus homólogos rusos, no tuvieron ningún reparo en pasarse con armas y bagajes al capitalismo. A pesar de que la bandera roja con la hoz y el martillo sigue ondeando en China, el proceso de la restauración capitalista hace años que se ha consumado.
Sin embargo el reloj de la historia no deja de girar. La triunfante contrarrevolución capitalista ha convertido al dragón Rojo en una potencia imperialista capaz de desafiar la hegemonía de EEUU desequilibrando todas las relaciones internacionales, al tiempo que ha arrancado a 200 millones de campesinos de sus aldeas y los ha convertido en obreros que trabajan en condiciones propias de principios del siglo XX.
Y este proletariado está llamado a protagonizar una nueva revolución contra un régimen capitalista tiránico y explotador, haciendo realidad las palabras de Marx y Engels: “así, al desarrollarse la gran industria, la burguesía (…) a la par que avanza, se cava su fosa y cría a sus propios enterradores. Su muerte y el triunfo del proletariado son igualmente inevitables.”