“Los obreros no están en absoluto inmunizados de una vez por todas contra la influencia de los fascistas. El proletariado y la pequeña burguesía se presentan como vasos comunicantes, sobre todo en las condiciones actuales, cuando el ejército de reserva del proletariado no puede dejar de suministrar pequeños comerciantes, vendedores ambulantes, etc., y la pequeña burguesía desarraigada, proletarios y lumpemproletarios.

Los empleados, el personal técnico y administrativo, ciertas capas de funcionarios, constituyeron en el pasado uno de los apoyos importantes de la socialdemocracia. En la actualidad, estos elementos se han pasado o se están pasando a los nacionalsocialistas. Tras de sí pueden arrastrar, si no han comenzado a hacerlo ya, a la aristocracia obrera. Siguiendo esta línea, el nacionalsocialismo penetra por arriba en el proletariado.

De todas formas, su eventual penetración por abajo, es decir, por los parados, es mucho más peligrosa. Ninguna clase puede vivir durante mucho tiempo sin perspectiva ni esperanza. Los parados no son una clase, pero constituyen ya una capa social muy compacta y muy estable, que busca en vano sustraerse a unas condiciones de vida insoportables. Si es cierto, en general, que solo la revolución proletaria puede salvar a Alemania de la descomposición y la desagregación, esto es cierto en primer lugar para los millones de parados”.

León Trotsky, ¿Y ahora? Problemas vitales del proletariado alemán[1]

La caracterización del auge de los movimientos populistas y de extrema derecha ha generado numerosas polémicas en las filas de la izquierda, tanto a la hora de entender la naturaleza de este avance, cómo sus vínculos con las clases dominantes y las semejanzas y disonancias que presenta con el fenómeno fascista de los años treinta del siglo XX.

Para arrojar luz sobre este fenómeno es importante profundizar en las causas que alimentan la sincronización que observamos en el crecimiento de partidos y organizaciones cuya existencia hace dos o tres décadas era extraordinariamente marginal o sencillamente no aparecían en el horizonte político. ¿Qué ha cambiado entonces? ¿Cuáles son las fuerzas motrices que están detrás de estas transformaciones que sacuden la escena política, mediática y cultural en todo el mundo?

En primer lugar, es imposible entender lo que está sucediendo sin considerar la aguda polarización social y política en el mundo capitalista y la consiguiente crisis de credibilidad en la democracia burguesa; en segundo lugar, el crecimiento electoral y de la influencia social de la ultraderecha, sean cuales sean sus variantes, representa una amenaza que apunta directamente contra los derechos democráticos, el movimiento obrero, la juventud organizada y militante, y la lucha por la liberación de la mujer. En definitiva, hoy como ayer, estas fuerzas son una vanguardia combatiente para desarticular y aplastar a la izquierda y a todos aquellos que peleamos por el socialismo.

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La base del auge de la extrema derecha es la aguda polarización social y política en el mundo capitalista y la consiguiente crisis de credibilidad en la democracia burguesa y es una amenaza para el movimiento obrero, la lucha por la liberación de la mujer, etc. 

A partir de la Gran Recesión de 2008, las brutales políticas de austeridad y el crecimiento de la desigualdad y la precariedad impulsaron reagrupamientos muy importantes a la izquierda de la socialdemocracia oficial. Los casos de Jeremy Corbyn en el laborismo o de Bernie Sanders en el Partido Demócrata y el DSA, pero sobre todo la emergencia de Syriza en Grecia, de Podemos en el Estado español, Die Linke en Alemania, o el Bloco de Esquerdas en Portugal… eran, en una u otra medida, la expresión electoral del giro a la izquierda de amplios sectores de la juventud y la clase obrera y de la radicalización de las luchas sociales.

La conciencia de que había que plantar cara al sistema dio un enorme paso adelante, aunque la mayoría de estos movimientos y formaciones estaba liderada por la pequeña burguesía ilustrada, en general del espacio universitario, con una actitud extremadamente hostil hacia las ideas del marxismo.

Paralelamente a los avances de esta nueva izquierda reformista, fuerzas populistas y de extrema derecha iban conquistando un apoyo de masas creciente en EEUU, en América Latina y Europa, afianzando sus vínculos con los aparatos del Estado y logrando respaldos significativos entre las clases dominantes.

Cuando las huestes de Trump asaltaron el Capitolio en enero de 2021 hubo organizaciones que sentenciaron la cuestión calificándola de algarada y despreciando a Trump como un outsider de la política. Incluso hoy, estas mismas organizaciones hablan del “ala Trump” del Partido Republicano, cuando es incuestionable que el expresidente y sus partidarios dominan sin competencia uno de los dos partidos fundamentales de la clase dominante norteamericana.

En el documento de Perspectivas mundiales de Izquierda Revolucionaria Internacional de 2021 escribíamos al respecto:

“Trump fue derrotado en las urnas [por Biden] gracias a una movilización histórica del voto y tras una lucha de masas formidable, que llevó a millones de mujeres, jóvenes y trabajadores afroamericanos, blancos y latinos a llenar las calles en los cuatro años de su mandato, y que culminaron con el levantamiento social tras la muerte de George Floyd. Entre los meses de mayo, junio y julio de 2020, entre 15 y 26 millones de personas participaron en las protestas que recorrieron EEUU de una punta a otra.

Pero esta derrota electoral no ha supuesto, como muchos desde la izquierda vaticinaban, ni la desaparición de Trump ni un debilitamiento del trumpismo, confirmando que nos encontramos ante tendencias de fondo que seguirán alimentándose de la descomposición social generada por un capitalismo en crisis.

Después de las elecciones de noviembre, Trump se ha fortalecido, ampliando y consolidando su base electoral entre millones de pequeñoburgueses rabiosos y sectores atrasados de la clase trabajadora noqueados por la recesión y heridos en su orgullo ante la irremediable decadencia del imperio norteamericano. Su discurso racista y supremacista, su nacionalismo furibundo, su machismo despreciable y sus apelaciones contra el socialismo y el comunismo no son las ocurrencias de un loco, sino una bandera con la que agrupar a ese polvo social de cara a combatir un creciente movimiento de masas anticapitalista que pone en cuestión los privilegios de la clase dominante.

(…) Trump ha dado nuevos pasos en su control del Partido Republicano, purgando a aquellos sectores que aspiraban a volver a los buenos viejos tiempos del republicanismo moderado conservador. La deriva de los republicanos hacia la extrema derecha no dejará de profundizarse”.

La investigación judicial sobre el asalto al Capitolio, que se ha extendido a lo largo de un año y medio con más de mil citaciones y declaraciones, deja patente la responsabilidad de Trump como principal instigador de los sucesos del 6 de enero y, por primera vez en la historia del país, pide al Departamento de Justicia imputar a un expresidente por los delitos de incitación a la insurrección, obstrucción de un procedimiento oficial del Congreso, intento de fraude a Estados Unidos y conspiración para presentar falsos testimonios electorales al Congreso y a los Archivos Nacionales[2].

Los congresistas que han participado de la Comisión, básicamente del Partido Demócrata, se han cuidado mucho de no acusar a las instituciones del sistema de su implicación en el golpe. El informe sentencia categórico: “La causa última del 6 de enero fue un solo hombre, el expresidente Trump, al que muchos otros siguieron. Nada de lo que pasó en aquella jornada habría sucedido de no haber sido por él”.

Sin embargo, las pruebas de la implicación de parte de los servicios secretos, del Pentágono y de la policía para dejar hacer son numerosas. Testimonios como el del general de la Guardia Nacional William Walker, denunciando que el Pentágono, con el secretario de Defensa a la cabeza, tardó más de tres horas en dar la orden de desplegar a los militares para retomar el control, o los informes del FBI y la policía del Capitolio alertando de que el día 6 existía un riesgo claro de que los asistentes al mitin tuvieran como objetivo a los congresistas, sin que hubiera un refuerzo de la seguridad, lo ponen en evidencia.

Por supuesto, la clase dominante norteamericana no quiere en estos momentos una dictadura fascista que suprima las elecciones al Congreso y aplaste a los partidos y organizaciones de izquierda por la violencia. Si intentase algo semejante, el riesgo de una guerra civil se materializaría. Pero esto, que está muy claro, no excluye que la extrema derecha se esté fortaleciendo, trabaje seriamente por extender una legislación cada vez más reaccionaria y contraria a los derechos y libertades democráticas, anime la represión y la violencia del Estado con todo tipo de medidas bonapartistas y arme a sus milicias paramilitares para dar la batalla en las calles.

No estamos ante una derrota aplastante de la clase trabajadora, como ocurrió en los años veinte y treinta en Italia, Alemania, Austria o el Estado español, pero lo que aquí nos importa es establecer hacia dónde apuntan las tendencias fundamentales. Y la dirección de estas es evidente: la extrema derecha, incluso con un discurso abiertamente fascista para las condiciones actuales, se está fortaleciendo en todo el mundo.

Insistir en que el fascismo es imposible en la época que vivimos porque la clase obrera tiene un peso mayoritario en la sociedad y los pequeños propietarios agrícolas, y otras capas pequeño burguesas, han reducido su número es desechar las lecciones de la historia.

Alemania tenía la clase obrera más fuerte e instruida de Europa y contaba con las organizaciones políticas y sindicales más poderosas, incluidas formaciones de combate masivas. Y al final, la burguesía entregó el poder a los nazis ante la parálisis del proletariado, desmoralizado por la política de sus dirigentes socialdemócratas y estalinistas. Lo que sucedió a continuación es bien conocido.

El marxismo no es un ejercicio académico, sino una guía para la acción. El método que aplicamos los marxistas revolucionarios es el mismo que utilizaron Lenin y Trotsky para analizar el desarrollo del fascismo en los años 20 y 30 del siglo pasado, dialéctico y vivo, y se basa en aproximaciones sucesivas. Lenin y Trotsky consideraron la profundidad de la crisis capitalista y la precarización y deterioro de las condiciones de vida de las masas, tanto de la clase obrera como de las capas inferiores de la pequeña burguesía, como una condición indispensable para el desarrollo del fascismo.

“Los grandes fenómenos políticos tienen siempre profundas causas sociales. La decadencia de los partidos ‘democráticos’ es un fenómeno universal que tiene sus razones en la decadencia del propio capitalismo”, escribía Trotsky en ¿Adónde va Francia? Y en el mismo texto insiste:

          “En la actualidad, en todos los países actúan las mismas leyes: las de la decadencia capitalista. Si los medios de producción continúan en manos de un pequeño número de capitalistas, no hay salvación para la sociedad. Está condenada a ir de crisis en crisis, de miseria en miseria, de mal en peor. En los distintos países, las consecuencias de la decrepitud y decadencia del capitalismo se expresan bajo formas diversas y con ritmos desiguales. Pero el fondo del proceso es el mismo en todos lados. La burguesía ha conducido a su sociedad a la bancarrota completa. No es capaz de asegurar al pueblo ni el pan ni la paz. Es precisamente por eso que no puede soportar el orden democrático por mucho tiempo más. Está constreñida a aplastar a los obreros con la ayuda de la violencia física.

           Pero no puede terminarse con el descontento de los obreros y campesinos mediante la policía únicamente. Enviar al ejército contra el pueblo se hace pronto imposible: comienza a descomponerse y termina con el paso de una gran parte de los soldados al lado del pueblo. Por ello, el gran capital está obligado a crear bandas armadas particulares, especialmente entrenadas para atacar a los obreros, como ciertas razas de perros son entrenadas para atacar a la presa. La función histórica del fascismo es la de aplastar a la clase obrera, destruir sus organizaciones, ahogar la libertad política, cuando los capitalistas ya se sienten incapaces de dirigir y dominar con ayuda de la maquinaria democrática.

           El fascismo encuentra su material humano sobre todo en el seno de la pequeña burguesía. Esta es totalmente arruinada por el gran capital. Con la actual estructura social, no tiene salvación. Pero no conoce otra salida. Su descontento, su indignación, su desesperación son desviados por los fascistas del gran capital y dirigidos contra los obreros. Del fascismo se puede decir que es una operación de dislocación de los cerebros de la pequeña burguesía en interés de sus peores enemigos. Así, el gran capital arruina primero a las clases medias y enseguida, con ayuda de sus agentes los mercenarios, los demagogos fascistas, dirige contra el proletariado a la pequeña burguesía sumida en la desesperación. No es sino por medio de tales procedimientos que el régimen burgués es capaz de mantenerse. ¿Hasta cuándo? Hasta que sea derrocado por la revolución proletaria”[3].

La clase dominante no va a la lucha con un esquema acabado, lo ajusta en función de la profundidad de la crisis y del desarrollo concreto de los acontecimientos: los cambios bruscos de la situación nacional e internacional, su capacidad para mantener el control y contener a las masas mediante los partidos tradicionales y los dirigentes reformistas, etc.

La burguesía en los años 20 y 30 del siglo pasado no entregó el poder a Hitler o Mussolini como parte de un plan preconcebido, sino a regañadientes, después de años de lucha de clases y una vez que llegó a la conclusión de que suponía la única opción para preservar su sistema y aplastar la revolución. En ese lapso de tiempo, como también vemos hoy, se produjeron fuertes divisiones en su seno respecto a la mejor política a adoptar en cada momento.

Estas fracturas y choques fueron manipulados por Stalin y los dirigentes socialdemócratas: hicieron creer a las masas que respondían a las diferencias entre un sector demócrata y otro fascista dentro de la clase dominante. En realidad, eran divisiones tácticas. Por ejemplo, la clase dominante británica apoyó en todo momento a Franco en la guerra civil española y luchó por aplacar a Hitler con todo tipo de concesiones. Finalmente, por sus intereses imperialistas amenazados, tuvo que combatir al nazismo. La burguesía francesa también se resistió con uñas y dientes a participar en la guerra civil española apoyando a la República, pero, a diferencia de lo que hizo la británica, capituló al nazismo sin ofrecer la más mínima resistencia militar.

Antes de llegar a un Gobierno fascista, o de corte fascista, se suceden diferentes etapas. En ¿Adónde va Francia? Trotsky explica la relación dialéctica entre bonapartismo y fascismo: “En Francia, el movimiento de la democracia hacia el fascismo aún está en su primera etapa. El Parlamento existe, pero ya no tiene los poderes de otros tiempos y nunca más los recuperará. Muerta de miedo, la mayoría del Parlamento ha recurrido después del 6 de febrero [de 1934] al poder Doumergue, el salvador, el árbitro. Su Gobierno se coloca por encima del Parlamento. No se apoya sobre la mayoría ‘democráticamente’ elegida, sino directa e inmediatamente sobre el aparato burocrático, sobre la policía y el ejército”[4].

No estamos afirmando que haya Gobiernos abiertamente bonapartistas en ninguna nación capitalista clave de Occidente. Pero sería una estupidez no ver que las tendencias bonapartistas se están acentuando en todas ellas y que representa un peligro muy serio para la clase trabajadora. La actitud del Gobierno Macron para enfrentar las movilizaciones de la clase obrera en este año es una buena prueba de lo que decimos.

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Sería una estupidez no ver que las tendencias bonapartistas se están acentuando en las naciones clave de Occidente y que estas representan un peligro muy serio para la clase trabajadora. 

Las abstracciones y esquemas sobre la imposibilidad del fascismo, ridiculizando el peligro real del avance de la extrema derecha en estos momentos, constituyen un llamamiento a la inacción, a adormecer a los activistas con bonitas palabras recubiertas de retórica pseudomarxista. Es la posición de los centristas y reformistas de izquierda, en las antípodas del marxismo revolucionario.

La extrema derecha en Europa

Que el avance de la extrema derecha se está convirtiendo en un fenómeno de dimensión mundial es algo obvio, pero en el viejo continente es cada día más claro. Este fortalecimiento no se puede explicar por un único factor, sino por la combinación de varios, tanto de carácter objetivo como subjetivo.

La crisis aguda de la sociedad europea, con tasas de empobrecimiento sin precedentes en muchas décadas, desigualdad y recortes sociales que han dejado en el hueso los servicios públicos de numerosos países, está detrás de la desconfianza general hacia la democracia parlamentaria.

En este marco, la derecha tradicional ha sufrido los embates de las formaciones populistas y de extrema derecha, y para enfrentarlo ha adoptado sus mismas políticas en terrenos muy sensibles: legislación antiobrera y reformas laborales salvajes, medidas antiinmigración racistas que causan decenas de miles de muertos[5], un discurso machista y homófobo, nacionalista, chovinista y supremacista, la recuperación de los viejos símbolos de la propiedad, la familia y la tradición, además de una hostilidad rabiosa contra la izquierda. Es el mismo fenómeno en el Estado español, en Portugal, en Francia, en Alemania, Italia, Suecia, Finlandia, Noruega…

Por tanto, lo primero que tenemos que destacar es que son los partidos tradicionales de la burguesía los que están facilitando el fortalecimiento electoral de la extrema derecha, y allí donde resisten más es porque, literalmente, les arrebatan el discurso (como es el caso del PP frente al avance de Vox).

El segundo factor es la sumisión de la socialdemocracia tradicional a estas políticas allí donde gobiernan o cuando están en la oposición. El espectáculo del presidente socialdemócrata de la OTAN con su verborrea militarista, las declaraciones salvajes de Borrell, portavoz de la política exterior de la UE, a favor del régimen de Zelenski o calificando de “selva” al resto del mundo no europeo son ejemplos llamativos, pero hay miles más. En definitiva, la socialdemocracia se fusiona con la derecha conservadora en todos los “asuntos de Estado” y sus patéticos llamamientos a un “cordón sanitario” contra la ultraderecha han fracasado sin pena ni gloria.

El tercer factor, muy importante por las expectativas que ha frustrado, es la bancarrota de las formaciones de la nueva izquierda reformista, con el colapso de Syriza[6] y la crisis de Podemos como ejemplos más destacados y que hemos analizado en innumerables artículos y declaraciones. La estrategia de colaboración de clases y su ministerialismo les ha llevado a un callejón sin salida. El comportamiento deplorable de Die Linke ante el genocidio sionista en Gaza es un ejemplo de lo lejos que han llegado en su degeneración política.

La base de masas de las nuevas formaciones de extrema derecha está creciendo sustancialmente en el frente electoral. Sus organizaciones de combate callejeras todavía son pequeñas, pero existen y actúan contra la izquierda militante, aunque por el momento la función punitiva la cumple a la perfección la policía, bien nutrida de cuadros fascistas muy activos y cada vez más fanatizados.

La pequeña burguesía, urbana y rural, está girando hacia estas formaciones. Tradicionalmente fue una base sólida de la derecha conservadora, pero ahora está completamente sacudida por la inestabilidad política y la pérdida de las viejas certezas. Estos sectores pugnan por no quedarse atrás en un momento de crisis general. No hay duda de que las capas medias que se han empobrecido están rabiosas por descender de status social y culpan a la política y al sistema de su caída. Esto es una cara. La otra es que millones de pequeñoburgueses se están llenando los bolsillos en medio del empobrecimiento general, y lo están haciendo gracias a la especulación inmobiliaria, a la expansión del turismo en los países del sur de Europa y, especialmente, a la explotación despiadada de la clase obrera inmigrante del viejo continente.

Este último fenómeno no se producía en los años treinta del siglo pasado. Pero en 2023 las cosas son muy diferentes. La composición interna del proletariado europeo se ha modificado. El peso de los trabajadores inmigrantes en países como Italia, el Estado español, Alemania, Francia, Portugal, Grecia, Reino Unido… es cada vez mayor. Y ocupan dentro de la clase obrera los escalafones inferiores, sometidos a todo tipo de abusos que son consentidos por los grandes sindicatos de clase y los Gobiernos. Son los modernos “jornaleros” de numerosos sectores económicos: la construcción, la hostelería, el turismo, el sector agroalimenticio, el transporte por carretera y urbano, son la carne de cañón de miles de subcontratas de empresas públicas…

El número de trabajadores migrantes a escala mundial, según datos de la OIT, ha aumentado en los últimos cinco años a 169 millones de personas, alcanzando el 4,9% de la fuerza laboral mundial. Alrededor de 70 millones de estos trabajadores migrantes son mujeres. Según datos de este organismo, que se quedan muy lejos de la realidad, los migrantes ganan en promedio casi un 13% menos que los trabajadores nacionales en los países de altos ingresos, pero hay muchas excepciones. En Chipre y Austria la brecha en los salarios por hora es del 42% y del 25%, respectivamente. En Italia los trabajadores inmigrantes ganaban un 30% menos que los nacionales en 2020, en comparación con el 27% de 2015. En Irlanda la diferencia ha pasado del 19% en 2015 al 21% en 2020[7].

El Estado español ilustra muy bien las dimensiones de esta transformación. En enero de 1976 la población extranjera era algo menos del 0,5% de la española, unos 160.000 sobre 35,9 millones de habitantes. En 1996 su peso era de un millón en una población de 39,9 millones de habitantes y tan solo el 1,3% de la fuerza laboral eran trabajadores inmigrantes. En abril de 2023 se estima que hay 8,3 millones de ciudadanos extranjeros, con o sin nacionalidad, de los que un poco más de 4 millones, según los datos de la Encuesta de Población Activa, tenían empleo. Es decir, el 19,9% de la población laboral es inmigrante.

Mientras que el salario mensual promedio de un trabajador español a tiempo completo alcanzó los 2.396 euros en 2021, la retribución media de los trabajadores inmigrantes es un 24% menor, según datos del Instituto Nacional de Estadística. Pero estas cifras oficiales ni de lejos son ajustadas a la realidad de la inmensa miseria que padecen nuestros hermanos y hermanas inmigrantes en el Estado español.

Por tanto, el papel de la extrema derecha azuzando toda su demagogia contra los inmigrantes cumple un papel político y económico de primer orden. Para la pequeña burguesía explotadora, mantener en unas condiciones de máxima opresión a estos sectores es una cuestión de “vida o muerte”. Son sus chalets en urbanizaciones de lujo, sus casas de las que sacan jugosos alquileres, sus coches, sus vacaciones, en definitiva, su estilo de vida lo que está en juego. Y las organizaciones de extrema derecha son una garantía de que esa presión contra la clase obrera inmigrante se va a mantener.

Este interés material se conjuga también con otro aspecto de sobra conocido. Ante la paz social patrocinada por los grandes sindicatos de clase, las patronales utilizan la inmigración para erosionar derechos laborales, hundir aún más el salario promedio y generalizar la precariedad. Y la izquierda institucional colabora activamente con esta estrategia de división en las filas del movimiento obrero o se suma al discurso rojipardo más despreciable.

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Para la pequeña burguesía explotadora, mantener en unas condiciones de máxima opresión a la clase obrera inmigrante es clave. La extrema derecha es una garantía para que esta explotación perdure. 

La reacción ideológica que introduce el discurso fascista contra la inmigración, y que es blanqueado desde la derecha y la socialdemocracia, también cala entre capas de la clase trabajadora golpeadas duramente por la crisis, que luchan diariamente por su supervivencia y acusan una gran desmoralización. La basura demagógica contra el “extranjero” les da una bandera, mientras se sienten completamente refractarios ante el discurso institucional.

Avances electorales

Un estudio de los resultados electorales de las dos últimas décadas nos permite extraer conclusiones. Los socialdemócratas sufren un retroceso sin paliativos. El SPD alemán pasó del 40,9% en 1998 al 27,7% en 2021. El PASOK griego del 43,8% en 2000 a menos del 12% en 2023 (y eso que se ha recuperado gracias al desastre de Syriza). El PS francés, del 38,2% en 1997 al 7,5% de 2017. El PSOE, del 42,6% en 2004 al 31,7% de 2023. El SAP sueco del 45,2% en 1994 al 34,4% en 2022… 

Lo mismo se puede decir de la nueva izquierda reformista, pero en un lapso de tiempo mucho más corto. Syriza pasó del 36,6% a principios de 2015 a poco más del 17% en la última convocatoria electoral. Die Linke, de rozar el 12% en 2009 a menos del 5% en 2021. Podemos, de 71 diputados y más del 21% en 2016 a 5 diputados este mes de julio. Corbyn fue aplastado por el aparato laborista sin grandes dificultades gracias a todas las facilidades que ofreció la dirección de Momentum, y Bernie Sanders se ha asimilado por completo al aparato del Partido Demócrata.

Estas son las condiciones, objetivas y subjetivas, que están detrás de los avances de la extrema derecha europea. Los datos hablan.

En las elecciones de abril de este año en Finlandia, los ultraderechistas del Partido de los Finlandeses (PdF, antes llamados Verdaderos Finlandeses) se convirtieron en la segunda fuerza en el Parlamento con el 20,1% de los votos y 46 escaños. Los socialdemócratas quedaban en tercera posición ¡con menos del 20% y 43 diputados! Gracias a la coalición de Gobierno con el partido conservador Kokoomus (20,8% y 48 escaños), estos neofascistas ocupan siete ministerios, algunos de gran poder como Finanzas, Interior y Justicia.

El ultraderechista Partido del Progreso (FrP) noruego formó parte del Gobierno de coalición liderado por el Partido Conservador de 2013 a 2020, gracias al 16,35% y el 15,19% de los votos que obtuvo en las elecciones de 2013 y 2017, respectivamente. En las elecciones de 2021 experimentó un retroceso y cayó al 11,6%, perdiendo 6 escaños.

Las elecciones en Hesse y Baviera confirman el avance de Alternativa para Alemania (AfD) y no solo en el este del país. Anteriormente la extrema derecha había logrado un primer administrador de distrito en Sonneberg (Turingia) y un alcalde en Raghun Jessnitz (Sajonia). Pero ahora le ha tocado a Hesse, sede del capital financiero, donde la ultraderecha acaparó más del 18% de los votos, quedando en segunda posición y tres puntos por encima del SPD y Los Verdes. En Baviera, el segundo estado federal por población, AfD se situó en tercera posición, si bien cuenta con gran sintonía ideológica con los segundos más votados, los Votantes Libres.

En las últimas elecciones federales de 2021, AfD obtuvo más del 10% de los votos y 83 escaños, y en muchas de las encuestas que se están publicando les presentan como la segunda fuerza a escala nacional con un resultado en torno al 22%. Las elecciones europeas de junio de 2024 serán un test para AfD, pero en el último congreso del partido, celebrado en Magdeburgo, el ala más abiertamente fascista se ha hecho con el control. El dirigente de este ala, Björn Höcke, hace gala de consignas nacionalistas y racistas que nada tienen que envidiar a las proclamas de los años treinta: “¡Esta UE debe morir para que la verdadera Europa pueda vivir!”, una variación del lema nazi: “Alemania debe vivir, [incluso] si tenemos que morir”.

El caso de Suecia, la tierra que todo buen socialdemócrata consideraba un ejemplo de capitalismo de rostro humano, es sintomático. En las elecciones de septiembre de 2022 los ultras del partido Demócratas de Suecia obtuvieron 1.330.325 votos, el 20,54% y 73 escaños. Estas cifras representan un incremento del 17,1% en votos y de 11 diputados.

El nuevo Gobierno sueco de coalición, integrado por los conservadores, los cristianodemócratas y los liberales, depende totalmente del apoyo parlamentario de Demócratas de Suecia, y su primer proyecto presupuestario no deja lugar a dudas: recorte a los subsidios sociales y a la vivienda pública, fuerte reducción de los impuestos a los carburantes, una drástica disminución de la inversión en la lucha contra el cambio climático y la ayuda al desarrollo, y un aumento notable del gasto en defensa, además de un endurecimiento de las leyes antiinmigración.

El último ejemplo significativo ha sido el de las elecciones legislativas en los Países Bajos celebradas este mes de noviembre. La extrema derecha, representada por Geert Wilders y su Partido por la Libertad (PVV), ha obtenido una contundente victoria, siendo la fuerza más votada con 2.446.338 papeletas (23,5%) y 37 diputados. Unos resultados que muestran un ascenso sobresaliente: más que duplica lo obtenido en los anteriores comicios de 2021 (1.124.482 votos, el 10,78% y 17 escaños), haciendo bandera de un duro discurso islamofóbico, contra la “invasión” de los migrantes, negacionista del cambio climático y nacionalista acérrimo. Al más puro estilo trumpista del Make America Great Again habla de que “Países Bajos no aguanta más”, “nuestro país es lo primero” y “el pueblo debe recuperar su nación”.

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Sabemos que la lucha contra el fascismo no va a resolverse por el peso numérico del proletariado, sino por la capacidad que tenga su vanguardia para construir una organización revolucionaria probada y con una influencia determinante entre las masas. 

A esta lista hay que añadir otros países en los que las formaciones de ultraderecha cuentan con mayor apoyo electoral o gobiernan: Hungría (60% de los votos), Polonia (50,4%), Italia (34,8%)[8], Eslovenia (23,5%) y Austria (21,2%). No podemos olvidar citar el caso sobresaliente de Francia, donde Marine Le Pen, candidata de Rassemblement National, obtuvo 13.288.686 votos (41,46%) en la segunda vuelta de las presidenciales de 2022. El del Estado español con Vox que, a pesar de su retroceso en las legislativas del pasado julio, se ha hecho con 3.057.000 votos (12,3%) y 33 diputados. Por último, en las elecciones que han consagrado el hundimiento de Syriza, los neonazis griegos han vuelto al Parlamento de la mano de Espartanos, con 243.922 votos (4,68%) y 12 escaños.

No es poco, si lo comparamos con dos o tres décadas atrás. Por tanto, sin exagerar, sin menospreciar la enorme fuerza objetiva de la clase obrera y la juventud, el combate contra la extrema derecha y la reacción no es un aspecto secundario. Sabemos perfectamente que la lucha contra el fascismo no va a resolverse por el peso numérico del proletariado, sino por la capacidad que tenga su vanguardia para construir una organización revolucionaria probada y con una influencia determinante entre las masas.

Notas:

[1] En La lucha contra el fascismo en Alemania, FFE, p. 202.

[2] Iban Sadaba, Trump, el asalto al Congreso y el futuro del Partido Republicano

[3] León Trotsky, ¿Adónde va Francia? FFE, p. 26.

[4] Ibíd., FFE, p. 27.

[5] Miriam Municio, Muerte, torturas y campos de concentración. La receta europea contra la inmigración

[6] Ana García y Juan Díaz, Colapso de Syriza y huelga general: la lucha en las calles recupera el pulso en Grecia

[7] Migrant pay gap widens in many high-income countries

[8] Miriam Municio, Victoria de Meloni, colapso del PD y una abstención récord


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