Vestido con traje deportivo, con una gorra en la mano, ligeramente arremangado: así nos mostraba El País al rey Juan Carlos el pasado 22 de noviembre . Es evidente lo que nos quieren revelar: un hombre como otro cualquiera, normal, cercano, que no parezca que lleve un gran peso sobre su cabeza… la Corona. Es importante la imagen pues hay que mostrar que hoy los reyes no son esos seres sin corazón que obligaban a sus súbditos a arrodillarse en su presencia. No, éste es un rey “diferente” y sobre todo democrático y aceptado. Entonces, ¿por qué del año 2000 al 2005 ha crecido en 15 punstos, hasta un 34%, el número de aquellos que piensan que la monarquía “ha cumplido su misión en la historia”? ¿Por qué los que creen que sigue siendo necesaria esta institución han pasado de un 72% a un 59%, según un estudio de El País? El Mundo da otro dato más interesante: por primera vez desde la caída de la dictadura una mayoría de jóvenes (38%) prefiere la república frente a la monarquía. ¿Puede ser que nuestro elegante, dicharachero y especialmente democrático rey no sea visto precisamente así por un sector cada vez mayor de jóvenes y trabajadores?

La vida del rey está muy lejos de ser un ejemplo para millones de personas: viste con ropas caras que nosotros no podemos comprar; vive en palacios lejos de los 30, 40 e incluso 70 metros cuadrados de la mayoría de la población; no conoce lo que significa la palabra hipoteca; no tiene problemas para encontrar trabajo, etc. Todos los años el gobierno de turno se sienta con la Casa Real para escuchar cuáles son sus necesidades: este año ascienden a ocho millones de euros (unos 1.300 millones de pesetas), cantidad que se carga en los presupuestos generales del Estado. Un medio de comunicación, Crónica, le hizo la siguiente pregunta a varios dirigentes políticos: “¿Creen que el príncipe debería tener una asignación propia?” Para el dirigente del PP evidentemente sí. Para Fernández Marugán, del PSOE, “si el príncipe genera más gastos de lo que hasta ahora ha generado cuando vivía en el hogar paterno, que se incremente la dotación de la Casa Real y aquí paz y después gloria” ¡Desde luego! ¡Gloria al rey y al príncipe! Vergonzoso.

 

La respuesta de Felipe Alcaraz, de IU, tampoco fue muy acertada: “como republicanos no podemos entrar en esa pregunta. Es un problema que no nos corresponde”. Pero, precisamente por ser republicano, debería corresponderle muchísimo el problema. Los marxistas hubiéramos dejado bien claro que estamos en contra de que el príncipe tenga asignación propia, igual que el rey y toda la Casa Real. Tampoco pasarían grandes necesidades. Según la publicación Eurobusiness “la fortuna del rey Juan Carlos nace de un fondo colocado en el exterior durante el franquismo (...) Muy pocos españoles saben lo rico que es el rey de España (…) fincas desparramadas por Europa, colecciones de arte y vastas propiedades de todo tipo”. El patrimonio acumulado en estos momentos es de 1.700 millones de euros (unos 280.000 millones de pesetas).

 

¿Por qué mantener una institución tan cara y anacrónica?

 

En 1937, en plena guerra civil, el padre de Juan Carlos e hijo de Alfonso XIII, Juan de Borbón, insistió a Franco para que le dejara incorporarse a las filas de su ejército. Franco le contestó que no y los motivos se los dio a Luca de Tena: “podríamos poner en peligro una vida que algún día podría sernos preciosa (…) si en el cambio de Estado volviera un Rey tendría que venir con el carácter de un pacificador y no podría contarse en el número de los vencedores”. (El País, 22-11-05). Estas palabras no fueron las de un clarividente, es el razonamiento normal de la burguesía cuando se trata de perpetuar su dominio: “si un régimen republicano no me sirve para mantener el control opto por uno dictatorial; si este tampoco me sirve porque pone en peligro mis intereses escojo la monarquía o cualquier otro régimen de democracia burguesa”. La burguesía española guardó siempre en la manga la carta de la monarquía como una de las posibilidades a escoger en caso de dificultades.

 

La consolidación de la dictadura le trajo a la burguesía grandes beneficios gracias a una mano de obra esclava en las cárceles, trabajando para las grandes obras públicas, y a otra mano de obra vencida en la guerra, que durante años tuvo que agachar la cabeza para sobrevivir. Pero el régimen de Franco tarde o temprano entraría en crisis. La clase obrera tardó mucho tiempo en recuperarse del terrible sufrimiento de decenas de miles de muertos y desaparecidos, pero se recuperó. Al final de los años sesenta ya se empezó a ver un claro resurgir de luchas que se irían radicalizando a lo largo de los primeros años setenta, para dar un salto cualitativo y prerrevolucionario después de la muerte de Franco entre 1976 y 1978.

 

El dictador escogió para que continuara su “proyecto”, una vez muriera, al entonces príncipe Juan Carlos: en 1969 le nombró su sucesor. La realidad, contraria a las florituras con las que los medios de comunicación nos han bombardeado, es que Juan Carlos jamás abrió la boca para criticar la falta de democracia. Dos días después de la muerte de Franco, el 22 de noviembre de 1975, Juan Carlos es proclamado rey de España jurando lealtad a los principios del Movimiento, o sea, a los de la dictadura.

 

Crisis de la dictadura

 

La situación social era cada vez más complicada. La burguesía estaba dividida. Un sector quería mantener la dictadura férreamente y no estaba dispuesto a dar concesiones al movimiento obrero por miedo a perderlo todo. El otro sector entendió que debía conceder ciertas reformas o, si no, la lucha de las masas en la calle podía poner en peligro sus intereses de clase. Este sector sabía que no podría parar al movimiento obrero simplemente dando algunas migajas en forma de concesiones económicas, incluso políticas. Para realizar sus verdaderas intenciones iba a necesitar a los dirigentes de las organizaciones de la clase obrera, que tenían entonces una autoridad enorme, ya que muchos de ellos habían sufrido la persecución franquista. Aún así no iba a ser fácil para la burguesía calmar a la clase obrera. El sufrimiento concentrado en décadas se convirtió en una rebeldía que pondría durante años a este país patas arriba con millones y millones de horas perdidas en huelgas; las huelgas económicas se convertían en políticas, donde se exigían derechos como el de autodeterminación para las nacionalidades oprimidas o la amnistía general para los presos políticos.

 

A la vez el Estado franquista y sus esbirros fascistas atacaban: los asesinatos de los siete abogados laboralistas de Atocha, los trabajadores asesinados por orden de Fraga el 3 de marzo en Vitoria, etc. Después de cada ataque los trabajadores respondían de forma masiva y contundente, pero se encontraban con que sus dirigentes les llamaban al orden, a que “no cayeran en provocaciones”. Toda la energía que la clase obrera organizada y movilizada había adquirido se podría haber utilizado para profundizar el proceso prerrevolucionario.

 

La clase obrera estaba dispuesta a luchar hasta el final y la mayoría de las capas medias estaban con los trabajadores, luchando y organizándose en las mismas filas. En cambio, la burguesía estaba débil y dividida. Pero los máximos dirigentes del PCE y del PSOE no tenían ni la más remota perspectiva de llevar la lucha hacia la ruptura con el capitalismo, ni siquiera fueron consecuentes con la necesidad de llevar adelante una depuración seria del aparato represivo franquista.

 

El rey y otros “demócratas de toda la vida” del régimen franquista sólo pudieron llegar a tener un reconocimiento apreciable de la población gracias a la inestimable colaboración de los máximos dirigentes de los partidos y sindicatos obreros. Ellos los sacaron del lodo de la dictadura. Sin haber empeñado toda su autoridad en la instauración de una monarquía parlamentaria, esa carta que jugó la burguesía hubiera fracasado totalmente.

 

Ciertamente no es lo mismo una dictadura que una democracia burguesa. Pero, sobre eso, hay que hacer dos consideraciones: en primer lugar, todos los derechos democráticos alcanzados por la clase obrera (derecho a reunión, manifestación, expresión, etc…) fueron arrancados con la lucha y no graciosamente concedidos por el rey ni ningún representante de la burguesía. En segundo lugar, en la medida que la lucha fue frenada por su dirección y que la perspectiva de la revolución se descarriló, incluso las conquistas en el terreno democrático burgués estuvieron seriamente limitadas, y la mayor prueba de ello es la existencia de la monarquía, de todas las medidas articuladas en la propia constitución para limitar o suprimir estos derechos y el hecho de que no haya habido ninguna depuración del aparato estatal franquista.

 

La burguesía tuvo que aceptar determinadas concesiones a cambio de concesiones infinitamente más serias por parte de los dirigentes del PCE y del PSOE. La caída de la dictadura podía abrir las puertas a la revolución —como la Revolución de los Claveles en Portugal se encargaba de recordarles— y con ella podían acabar perdiendo lo más importante: su dominación de la sociedad.

 

La aceptación de la monarquía y de la propiedad privada

 

Pocos meses después del asesinato de los abogados laboralistas, el 15 de abril de 1977 el PCE es legalizado. Seis días después, el Comité Central (máximo órgano) del PCE acordó: “en lo sucesivo, en los actos del partido, al lado de la bandera de éste, figurará la bandera con los colores oficiales del Estado (…) considerando a la monarquía como un régimen constitucional y democrático (…) Estamos convencidos de ser a la vez enérgicos y clarividentes defensores de la unidad de lo que es nuestra patria común”. Nadie votó en contra de esta aberración. Esto le costó caro al PCE, que pasó de ser el partido más grande y mayoritario entre la clase obrera y sectores de las capas medias a ver cómo empezaba su declive, comenzando por las expectativas electorales.

 

De la misma forma, la dirección del PSOE aceptó la monarquía a pesar de que miles de sus militantes murieron durante la guerra civil defendiendo la República y el socialismo. El abandono de la lucha por el socialismo les llevó a la aceptación de una constitución monárquica y capitalista, donde la propiedad privada y la indivisibilidad de España eran y son sus máximas.

 

Quién ganó y quién perdió con la Constitución

 

Según los dirigentes de entonces hubo que pactar esta Constitución por el bien de todos. Felipe González dice a este respecto: “¿Sería posible el consenso, que siempre se basa en la capacidad de pacto, sin eso que llaman renuncias?” (El País, 22 de noviembre de 2005). Pero, ¿quién renunció realmente? Veamos: con el nuevo régimen los capitalistas conservaron sus empresas, consiguieron que se privatizasen las empresas públicas con beneficios y hasta hoy no han dejado de ganar cantidades ingentes de dinero. El aparato del Estadoestá lleno de torturadores y asesinos, de funcionarios franquistas, etc., no se depuró. La Iglesia mantuvo todas sus propiedades, siendo hoy los grandes empresarios de las escuelas concertadas. El golpe de Estado del 23-F fue un acto protagonizado por parte de un sector muy pequeño de las Fuerzas Armadas, por cierto el sector más cercano al rey. De haber triunfado, más temprano que tarde, el golpe hubiese sido respondido con un movimiento de masas con imprevisibles consecuencias. Además, la burguesía ya había decidido que para sus intereses la democracia formal cumplía mucho mejor sus funciones en aquellos momentos. El rey sólo hizo lo que la burguesía le exigió. Así que las medallas que le pusieron como pieza fundamental para que el golpe no siguiera adelante es una cortina de humo que nos han vendido, pero que ayudó a consolidar a la monarquía. Por lo tanto, ¿a qué renunciaron? A absolutamente nada fundamental. Además, al tener el total control del aparato estatal, la burguesía siempre puede pensar en el mejor momento para suprimir los derechos conquistados si llegan a ser un peligro muy grande.

 

La clase obrera, a costa de sacrificar a muchos compañeros asesinados o encarcelados, había conseguido grandes subidas salariales y mejoras laborales importantes. Pero un año antes de votar la Constitución los dirigentes obreros firmaron los Pactos de la Moncloa, que significaban una pérdida enorme de conquistas: pérdida de poder adquisitivo, reformas para facilitar el despido y el cierre de empresas. El resultado fue que el paro se disparó brutalmente. Políticamente se había luchado por derechos como el de autodeterminación para Euskal Herria, Catalunya o Galicia, así como por estatutos de autonomía que beneficiaran a los sectores más oprimidos, por ejemplo la reforma agraria exigida por los jornaleros andaluces y extremeños. La Constitución negó el derecho de autodeterminación. Si bien en la Constitución se habla del derecho a vivienda digna, a un puesto de trabajo, etc… la realidad que vivimos es que hay millones de parados y millones de personas con hipotecas para toda la vida, así como miles que simplemente no pueden acceder a ninguna. Por lo tanto, ¿a qué se le obligó a la clase obrera a renunciar? Prácticamente a todo.

 

La propaganda de una constitución “democrática”

 

La “democrática” Constitución le da al rey unos poderes de miedo: El rey “es inviolable” (art. 56.3), o sea: sagrado, inmune, intocable… El rey nombra al presidente del gobierno, al del Tribunal Supremo y a los veinte integrantes del Consejo General del Poder Judicial, al presidente del Tribunal Constitucional y a los doce integrantes del Tribunal Constitucional. ¿Quién da más? Algunos dirán “sois demagogos, pues el rey siempre acepta las propuestas y nunca impone”. Pero entonces, ¿para qué delegar en el rey tal responsabilidad si no va a usarla nunca? ¿Qué es esto, un teatro? Entonces el rey ¿se ha convertido en el bufón? No. La realidad es que esas potestades están ahí para utilizarlas cuando sea necesario. Igual pasa con los Estados de Alarma, Excepción o Sitio. Si se declarase alguno, quedarían eliminados derechos tan fundamentales como el de huelga (art. 28.2), de manifestación (art.21.1), de expresión escrita (art. 20.1.a y 20.1.d), de inviolabilidad del domicilio y de comunicaciones postales o telefónicas (art. 18.2 y 18.3). Uno podría ser detenido por tiempo indefinido sin ningún derecho. La cantidad de brutalidades que se podrían cometer por parte del aparato del Estado en esos momentos pone la carne de gallina de sólo pensarlo.

 

También podrían decirnos: “pero es casi imposible que se declaren estos estados, pues tiene que pasar algo muy grave” Bueno, en Francia se ha declarado el Estado de Emergencia, parecido al de Alarma aquí. Y no haría falta ni siquiera que se quemaran coches. Como dice la Ley Orgánica 4/1981: “Art. 4. El gobierno (…) podrá declarar el Estado de Alarma (…) cuando se produzca alguna de las siguientes alteraciones graves de la normalidad: Apartado c: paralización de servicios esenciales para la comunidad, cuando no se garantice lo dispuesto en los art. 28.2 [mantenimiento de los servicios esenciales a la comunidad] y 37.2 [funcionamiento de los servicios esenciales de la comunidad] de la Constitución y concurra alguna de las demás circunstancias o situaciones contenidas en este artículo”. Es decir, una huelga general de varios días o indefinida, como hicieron los trabajadores franceses en 1995 de un mes entero en el sector público.

 

¿Qué ofrece una república burguesa?

 

La precariedad laboral, la falta de un futuro cierto para millones de jóvenes, el aumento de la represión en las empresas y fuera de ellas, la crisis del sistema capitalista que se nos muestra en forma de guerras salvajes o catástrofes supuestamente naturales que matan, naturalmente, a los más pobres, está haciendo reflexionar a miles de personas. Todas las instituciones que defienden el capitalismo se están viendo afectadas negativamente y la monarquía, aunque todavía tiene apoyos importantes, es una de las más castigadas.

 

En todos estos años, nos han intentado educar en los valores de la democracia burguesa y, en concreto, en el valor que tienen las elecciones. Los marxistas no vemos en ello una gran dosis de democracia, pues votas una vez y luego tienes que apechugar con cuatro años de gobierno aunque éste no cumpla prácticamente nada de lo que dijo defender. Pero con el rey ni eso. El rey lo puso Franco y ahí se quedó. Alguna voz nos recuerda que se refrendó el 6 de diciembre de 1978, el día que se aprobó la Constitución. También se refrendó el artículo 24 donde se dice “Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada”, todavía estamos esperando y nadie ha pagado por un incumplimiento tan grave.

 

Además, nosotros contestamos: de eso hace 27 años y cerca de diez millones de personas que hoy son mayores de edad no votaron esa Constitución y, por tanto, nunca se les ha preguntado sobre la monarquía ni sobre muchas cuestiones más. Si realmente se fuera tan democrático, entonces no habría que tener miedo a volver a votar cada cierto tiempo la Constitución. No habría que tener miedo a un referéndum para cambiar artículos de la Carta Magna que aumentaran los derechos, como el derecho a la autodeterminación. En cambio sí quieren modificarla para abolir la preferencia del hombre sobre la mujer en la sucesión del trono, porque eso es “poco democrático”. Ya que estamos, ¿por qué no se podría aprovechar para poder votar, antes que esa modificación, si queremos o no monarquía? Desde luego, los marxistas tenemos muy claro que votaríamos que no. Ahora bien ¿cuál es la alternativa a la monarquía? ¿Una república sin más?

 

Estos días hemos estado viendo lo que sucedía en Francia. Este país siempre fue visto como un modelo, pues la República francesa se asentaba en tres pilares: la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad. ¿Libertad para quién? ¿Igualdad para quién? ¿Fraternidad con quién? La libertad no es real cuando a millones de jóvenes y trabajadores en Francia se les obliga a una vida sin ni siquiera un puesto de trabajo y, menos aún, cuando encima son acechados diariamente por la policía, detenidos sin razón y humillados en los cuarteles. La igualdad no existe, porque mientras el elegante Chirac y toda la pandilla de elegantes que le siguen han cometido todo tipo de delitos con los que se han llenado bien los bolsillos, no sólo no van a la cárcel sino que son respetables presidentes de democráticas repúblicas (vale lo mismo para el señor Berlusconi). Y la fraternidad… ¿acaso las balas de goma y los botes de humo significan fraternidad? Esos jóvenes se movilizaban por estar desesperados frente a un futuro que se les presenta bien negro. Una república burguesa, como demuestran estos acontecimientos, no es la una alternativa a la monarquía. Ambos son instrumentos diferentes para la defensa de un mismo sistema capitalista. No digamos el régimen “democrático” de EEUU, también basado en una república. Es la república del imperialismo, de las cárceles secretas, de los golpes de Estado, de absoluto dominio del capital sobre todo el proceso electoral. En EEUU no hay rey, pero la burguesía está bien servida.

 

La Segunda República, declarada el 14 de abril de 1931 después de la victoria de las organizaciones republicanas y socialistas en las elecciones municipales de ese año, consiguió echar al rey Alfonso XIII del país. La proclamación de la Segunda República trajo enormes esperanzas para los millones de pobres. Se pensó que la república traería la reforma agraria, educación para los hijos de los pobres, trabajo para todos, independencia para las colonias, etc. Pero la realidad es que la Segunda República, según pasaban los años, no solucionaba las enormes necesidades del pueblo, por eso los obreros y pequeños campesinos tuvieron que hacer lo que las leyes no hacían: ocuparon las fábricas y las tierras de los grandes terratenientes y las pusieron a trabajar. Según las propias expectativas del primer gobierno republicano, si la reforma agraria se hubiera tenido que llevar a cabo de la forma en que las leyes lo exigían, se hubiera tardado cien años en llevarla a cabo. Pero los campesinos pobres no podían esperar cien años porque se morían de hambre. Así que cada día se daban nuevos pasos adelante, con ocupaciones y colectivizaciones que les llevaba más lejos. La burguesía estaba muerta de miedo pues veía que, si ese era el camino, la clase obrera podría acabar tomando el poder y constituyendo otra república, esta vez socialista. Muchos de los antiguos monárquicos se convirtieron al republicanismo para no perder sus privilegios de clase. Pero la revolución los amenazaba.

 

Mientras que los programas de los gobiernos republicanos, incluido el del Frente Popular de 1936, eran puramente reformistas y no se salían de los márgenes que imponía el sistema capitalista, las masas en la calle luchaban por acabar con este sistema. Eso significa que las masas, antes que sus dirigentes, entendieron que tenían que ir más allá de una república burguesa para conseguir sus aspiraciones, que eran las aspiraciones de la mayoría de la sociedad. Eso también fue entendido por la burguesía y el terror que tenían a perderlo todo les llevó a apoyar y financiar el golpe de Estado de Franco. En cambio los dirigentes obreros repetían insistentemente “hay que ganar la guerra primero y luego ya vendrá la revolución socialista”. Meses antes habían dicho: “primero la república se tenía que consolidar y luego ya vendría la lucha por el socialismo”. Igual volvió a pasar en la Transición: “primero la democracia y ya vendrá más adelante el momento del socialismo”. Siempre se deja apartada para más tarde la lucha por el socialismo.

 

Por eso la consigna de “por la Tercera República” sin más no es correcta, porque así significa defender una república burguesa. Además, en una situación de crisis revolucionaria en el futuro, por otro lado inevitable, la burguesía podría sacrificar a la monarquía actual en aras de una nueva república. Sería una maniobra de despiste para volver a salvar lo fundamental: el capitalismo y su aparato estatal. Por eso, es necesario desde ya explicar por qué tipo de república luchamos. No luchamos por otra modalidad de opresión capitalista sino por derrocar el capitalismo. La lucha en contra de la monarquía debe estar vinculada a la lucha por el socialismo y es esa lucha la que hay que ganar para conseguir una verdadera república democrática. El sentimiento de los miles de jóvenes que se consideran republicanos es totalmente sano y maravilloso, pues el trasfondo de ello es el rechazo a este espantoso sistema. Los marxistas defendemos que ese sentimiento revolucionario debe ser orientado de forma clara: por una república socialista, que expropie a los grandes latifundios y monopolios, que nacionalice la banca y que planifique la economía bajo el control democrático de los trabajadores y no de forma burocrática.


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