El texto de Engels que reproducimos a continuación es una reseña escrita en 1867 al primer tomo de El Capital de Marx y publicada en Demokratisches Wochenblatt, un periódico obrero alemán que jugó un importante papel en la formación del Partido Socialdemócrata Obrero de Alemania. De forma muy didáctica, y a la vez profunda y rigurosa, Engels esboza los fundamentos teóricos de la explotación capitalista. Consideramos muy oportuna su lectura, dada la profunda crisis en la que está inmerso el capitalismo y la brutal ofensiva que la burguesía está lanzando contra la clase obrera. Además, este material es un incentivo para que todos los trabajadores y jóvenes más concientes y comprometidos con la lucha por transformar la sociedad profundicen en la teoría marxista y, en particular, se animen a abordar esta obra maestra del pensamiento humano que es El Capital.
I
Desde que hay en el mundo capitalistas y obreros, no se ha publicado un solo libro que tenga para los obreros la importancia de éste. En él se estudia científicamente, por vez primera, la relación entre el capital y el trabajo, eje en torno del cual gira todo el sistema de la moderna sociedad, y se hace con una profundidad y un rigor sólo posibles en un alemán. Por más valiosas que son y serán siempre las obras de un Owen, de un Saint-Simon, de un Fourier, tenía que ser un alemán quien escalase la cumbre desde la que se domina, claro y nítido —como se domina desde la cima de las montañas el paisaje de las colinas situadas más abajo—, todo el campo de las modernas relaciones sociales.
La contradicción que la teoría económica burguesa no resolvió
La economía política al uso nos enseña que el trabajo es la fuente de toda la riqueza y la medida de todos los valores, de tal modo, que dos objetos cuya producción haya costado el mismo tiempo de trabajo encierran idéntico valor; y como, por término medio, sólo pueden cambiarse entre sí valores iguales, esos objetos deben poder ser cambiados el uno por el otro. Pero, al mismo tiempo, nos enseña que existe una especie de trabajo acumulado, al que esa Economía da el nombre de capital, y que este capital, gracias a los recursos auxiliares que encierra, eleva cien y mil veces la capacidad productiva del trabajo vivo, en gracia a lo cual exige una cierta remuneración, que se conoce con el nombre de beneficio o ganancia. Todos sabemos que lo que sucede en realidad es que, mientras las ganancias del trabajo muerto, acumulado, crecen en proporciones cada vez más asombrosas y los capitales de los capitalistas se hacen cada día más gigantescos, el salario del trabajo vivo se reduce cada vez más, y la masa de los obreros, que viven exclusivamente de un salario, se hace cada vez más numerosa y más pobre. ¿Cómo se resuelve esta contradicción? ¿Cómo es posible que el capitalista obtenga una ganancia, si al obrero se le retribuye el valor íntegro del trabajo que incorpora a su producto? Como el cambio supone siempre valores iguales, parece que tiene necesariamente que suceder así. Más, por otra parte, ¿cómo pueden cambiarse valores iguales, y cómo puede retribuírsele al obrero el valor íntegro de su producto, si, como muchos economistas reconocen, este producto se distribuye entre él y el capitalista? Ante esta contradicción, la Economía al uso se queda perpleja y no sabe más que escribir o balbucir unas cuantas frases confusas, que no dicen nada. Tampoco los críticos socialistas de la Economía política, anteriores a nuestra época, pasaron de poner de manifiesto la contradicción; ninguno logró resolverla, hasta que Marx, por fin, analizó el proceso de formación de la ganancia, remontándose a su verdadera fuente y poniendo en claro, con ello, todo el problema.
¿De dónde nace la plusvalía?
En su investigación del capital, Marx parte del hecho sencillo y notorio de que los capitalistas valorizan su capital por medio del cambio, comprando mercancías con su dinero para venderlas después por más de lo que les han costado. Por ejemplo, un capitalista compra algodón por valor de 1.000 táleros y lo revende por 1.100, “ganando” por tanto 100 táleros. Este superávit de 100 táleros, que viene a incrementar el capital primitivo, es lo que Marx llama plusvalía. ¿De dónde nace esta plusvalía? Los economistas parten del supuesto de que sólo se cambian valores iguales, y esto, en el campo de la teoría abstracta, es exacto. Por tanto, la operación consistente en comprar algodón y en volverlo a vender, no puede engendrar una plusvalía, como no puede engendrarla el hecho de cambiar un tálero por treinta silbergroschen o el de volver a cambiar las monedas fraccionarias por el tálero de plata. Después de realizar esta operación, el poseedor del tálero no es más rico ni más pobre que antes. Mas la plusvalía no puede brotar tampoco del hecho de que los vendedores coloquen sus mercancías por más de lo que valen o de que los compradores las obtengan por debajo de su valor, porque los que ahora son compradores son luego vendedores, y, por tanto, lo que ganan en un caso lo pierden en el otro. Ni puede provenir tampoco de que los compradores y vendedores se engañen los unos a los otros, pues eso no crearía ningún valor nuevo o plusvalía, sino que haría cambiar únicamente la distribución del capital existente entre los capitalistas. Y no obstante, a pesar de comprar y vender las mercancías por lo que valen, el capitalista saca de ellas más valor del que ha invertido. ¿Cómo se explica esto?
Bajo el régimen social vigente, el capitalista encuentra en el mercado una mercancía que posee la peregrina cualidad de que, al consumirse, engendra nuevo valor, crea un nuevo valor: esta mercancía es la fuerza de trabajo.
La fuerza del trabajo
¿Cuál es el valor de la fuerza de trabajo? El valor de toda mercancía se mide por el trabajo necesario para producirla. La fuerza de trabajo existe bajo la forma del obrero vivo, quien para vivir y mantener además a su familia que garantice la persistencia de la fuerza de trabajo aun después de su muerte, necesita una determinada cantidad de medios de vida. El tiempo de trabajo necesario para producir estos medios de vida representa, por tanto, el valor de la fuerza de trabajo. El capitalista se lo paga semanalmente al obrero y le compra con ello el uso de su trabajo durante una semana. Hasta aquí, esperamos que los señores economistas estarán, sobre poco más o menos, de acuerdo con nosotros, en lo que al valor de la fuerza de trabajo se refiere.
El capitalista pone a su obrero a trabajar. El obrero le suministra al cabo de determinado tiempo la cantidad de trabajo representada por su salario semanal. Supongamos que el salario semanal de un obrero equivale a tres días de trabajo; si el obrero comienza a trabajar el lunes, el miércoles por la noche habrá reintegrado al capitalista el valor íntegro de su salario. Pero, ¿es que deja de trabajar una vez conseguido esto? Nada de eso. El capitalista le ha comprado el trabajo de una semana; por tanto, el obrero tiene que seguir trabajando los tres días que faltan para ésta. Este plustrabajo del obrero, después de cubrir el tiempo necesario para reembolsar al patrono su salario, es la fuente de la plusvalía, de la ganancia, del incremento progresivo del capital.
Y no se diga que eso de que el obrero rescata en tres días, trabajando, el salario que percibe, y que durante los tres días restantes trabaja para el capitalista, es una suposición arbitraria. Por el momento, nos tiene absolutamente sin cuidado, y es cosa que depende de las circunstancias, el que para reponer el salario necesite realmente tres días, o dos, o cuatro; lo importante es que, además del trabajo pagado, el capitalista le saca al obrero trabajo que no le retribuye. Y esto no es ninguna suposición arbitraria, ya que el día en que el capitalista, a la larga, sólo sacase del obrero el trabajo que le remunera mediante el salario, cerraría la fábrica, pues toda su ganancia se iría a pique.
He aquí la solución de todas aquellas contradicciones. El nacimiento de la plusvalía (de la que una parte importante constituye la ganancia del capitalista) es, ahora, completamente claro y natural. Al obrero se le paga, ciertamente, el valor de la fuerza de trabajo. Lo que ocurre es que este valor es bastante inferior al que el capitalista logra sacar de ella, y la diferencia, o sea el trabajo no retribuido, es lo que constituye precisamente la parte del capitalista, o mejor dicho, de la clase capitalista. Pues, hasta la ganancia que en nuestro ejemplo de más arriba obtenía el comerciante algodonero al vender el algodón, tiene que provenir necesariamente, si la mercancía no sube de precio, del trabajo no retribuido. El comerciante tiene que vender su mercancía a un fabricante de tejidos de algodón, quien puede sacar del artículo que fabrica, además de aquellos 100 táleros, un beneficio para sí, compartiendo, por tanto, con el comerciante el trabajo no retribuido que se embolsa. De este trabajo no retribuido viven en general todos los miembros ociosos de la sociedad. De él salen los impuestos que cobran el Estado y el municipio, en la parte que grava a la clase capitalista, la renta del suelo abonada a los terratenientes, etc. Sobre él descansa todo el orden social existente.
Sería necio, sin embargo, creer que el trabajo no retribuido solo ha surgido bajo las condiciones actuales, en que la producción corre a cargo de capitalistas de una parte y de obreros asalariados de otra parte. Nada más lejos de la verdad. La clase oprimida se ha visto forzada a rendir trabajo no retribuido en todas las épocas de la historia. Durante los largos siglos en que la esclavitud era la forma dominante de organización del trabajo, los esclavos se veían obligados a trabajar mucho más de lo que se les pagaba en forma de medios de vida. Bajo la dominación de la servidumbre de la gleba y hasta la abolición de la prestación personal campesina, ocurría lo mismo; aquí, incluso adquiría forma tangible la diferencia entre el tiempo durante el cual el campesino trabajaba para su propio sustento y el plustrabajo que rendía para el señor feudal, precisamente porque éste lo ejecutaba en otro sitio que aquel. Hoy, la forma ha cambiado, pero el fondo sigue siendo el mismo, y mientras “una parte de la sociedad posea el monopolio de los medios de producción, el obrero, sea libre o no libre, no tendrá más remedio que añadir al tiempo durante el cual trabaja para su propio sustento un tiempo de trabajo adicional para producir los medios de vida destinados a los poseedores de los instrumentos de producción”.
II
Veíamos en nuestro articulo anterior que todo obrero enrolado por el capitalista ejecuta un doble trabajo: durante una parte del tiempo que trabaja, repone el salario que el capitalista le adelanta, y esta parte del trabajo es lo que Marx llama trabajo necesario. Pero luego, tiene que seguir trabajando y producir la plusvalía para el capitalista, una parte importante de la cual representa la ganancia. Esta parte de trabajo recibe el nombre de plustrabajo.
Supongamos que el obrero trabaja durante tres días de la semana para reponer su salario y tres días para crearle plusvalía al capitalista. Expresado en otros términos, esto vale tanto como decir que, si la jornada es de doce horas, trabaja seis horas por su salario y otras seis para la producción de plusvalía. De una semana sólo pueden sacarse seis días o siete, a lo sumo, incluyendo el domingo; en cambio, a cada día se le pueden arrancar seis, ocho, diez, doce, quince horas de trabajo, y aún más. El obrero vende al capitalista, por el jornal, una jornada de trabajo. Pero ¿qué es una jornada de trabajo? ¿Ocho horas, o dieciocho?
La jornada de trabajo
Al capitalista le interesa que la jornada de trabajo sea lo más larga posible. Cuanto más larga sea, mayor plusvalía rendirá. Al obrero le dice su certero instinto que cada hora más que trabaja, después de reponer el salario, es una hora que se le sustrae ilegítimamente, y sufre en su propia pelleja las consecuencias del exceso de trabajo. El capitalista lucha por su ganancia, el obrero por su salud, por un par de horas de descanso al día, para poder hacer algo más que trabajar, comer y dormir, para poder actuar también en otros aspectos como hombre. Diremos de pasada que no depende de la buena voluntad de cada capitalista en particular luchar o no por sus intereses, pues la competencia obliga hasta a los más filantrópicos a seguir las huellas de los demás, haciendo a sus obreros trabajar el mismo tiempo que trabajan los otros.
La lucha por conseguir que se fije la jornada de trabajo dura desde que aparecen en la escena de la historia los obreros libres hasta nuestros días. En distintas industrias rigen distintas jornadas tradicionales de trabajo, pero, en la práctica, son muy contados los casos en que se respeta la tradición. Sólo puede decirse que existe verdadera jornada normal de trabajo allí donde la ley fija esta jornada y se encarga de velar por su aplicación. Hasta hoy, puede afirmarse que esto sólo acontece en los distritos fabriles de Inglaterra. En las fábricas inglesas rige la jornada de diez horas (o sea, diez horas y media durante cinco días y siete horas y media los sábados) para todas las mujeres y los chicos de trece a dieciocho años; y como los hombres no pueden trabajar sin la cooperación de aquellos elementos, de hecho también ellos disfrutan la jornada de diez horas. Los obreros fabriles de Inglaterra arrancaron esta ley a fuerza de años y años de perseverancia en la más tenaz y obstinada lucha contra los fabricantes, mediante la libertad de prensa y el derecho de reunión y asociación y explotando también hábilmente las disensiones en el seno de la propia clase gobernante. Esta ley se ha convertido en el paladión de los obreros ingleses, ha ido aplicándose poco a poco a todas las grandes ramas industriales, y el año pasado se hizo extensiva a casi todas las industrias, por lo menos a todas aquellas en que trabajan mujeres y niños. Acerca de la historia de esta reglamentación legal de la jornada de trabajo en Inglaterra, se contienen datos abundantísimos en la obra que estamos comentando. En el próximo Reichstag del Norte de Alemania se deliberará también acerca de una ordenanza industrial, y, por tanto, se pondrá a debate la reglamentación del trabajo fabril. Esperamos que ninguno de los diputados elegidos por los obreros alemanes intervendrá en la discusión de esta ley sin antes familiarizarse bien con el libro de Marx. Aquí se podrá lograr mucho. Las disensiones que existen en el seno de las clases dominantes son más propicias para los obreros que lo han sido nunca en Inglaterra, porque el sufragio universal obliga a las clases dominantes a captarse las simpatías de los obreros. En estas condiciones, cuatro o cinco representantes del proletariado, si saben aprovecharse de su situación, y sobre todo si saben de qué se trata, cosa que no saben los burgueses, pueden constituir una fuerza. El libro de Marx pone en sus manos, perfectamente dispuestos, todos los datos necesarios.
La acumulación de capital
Pasaremos por alto una serie de excelentes investigaciones, de carácter más bien teórico, y nos detendremos tan sólo en el capítulo final de la obra, que trata de la acumulación del capital. En este capítulo se pone primero de manifiesto que el método capitalista de producción, es decir, el método de producción que presupone la existencia de capitalistas, por una parte, y de obreros asalariados, por otra, no sólo le reproduce al capitalista constantemente su capital, sino que reproduce, incesantemente, la pobreza del obrero, velando, por tanto, por que existan siempre, de un lado, capitalistas que concentran en sus manos la propiedad de todos los medios de vida, materias primas e instrumentos de producción, y, de otro lado, la gran masa de obreros obligados a vender a estos capitalistas su fuerza de trabajo por una cantidad de medios de vida que, en el mejor de los casos, sólo alcanza para sostenerlos en condiciones de trabajar y de criar una nueva generación de proletarios aptos para el trabajo. Pero el capital no se limita a reproducirse, sino que aumenta y crece incesantemente, con lo cual aumenta y crece también su poder sobre la clase de los obreros desposeídos de toda propiedad. Y, del mismo modo que el capital se reproduce a sí mismo en proporciones cada vez mayores, el moderno modo capitalista de producción reproduce igualmente, en proporciones que van siempre en aumento, en número creciente sin cesar la clase de los obreros desposeídos. “La acumulación del capital reproduce la relación del capital en una escala mayor: a más capitalistas o a mayores capitalistas en un polo, en el otro polo más obreros asalariados... La acumulación del capital significa, por tanto, el crecimiento del proletariado”. Pero, como los progresos de la maquinaria, el cultivo perfeccionado de la tierra, etc., hacen que cada vez se necesiten menos obreros para producir la misma cantidad de artículos, y como este perfeccionamiento, es decir, esta creación de obreros sobrantes, aumenta con mayor rapidez que el propio capital creciente, ¿qué se hace de este número, cada vez mayor, de obreros superfluos? Forman un ejército industrial de reserva, al que en las épocas malas o medianas se le paga menos de lo que vale su trabajo, que trabaja sólo de vez en cuando o se queda a merced de la beneficencia pública, pero que es indispensable para la clase capitalista en las épocas de gran actividad, como ocurre actualmente, a todas luces, en Inglaterra, y que en todo caso sirve para vencer la resistencia de los obreros ocupados normalmente y para mantener bajos sus salarios. “Cuanto mayor es la riqueza social... tanto mayor es la superpoblación relativa, es decir, el ejército industrial de reserva. Y cuanto mayor es este ejército de reserva, en relación con el ejército obrero activo (o sea, con los obreros ocupados normalmente), tanto mayor es la masa de superpoblación consolidada (permanente), es decir, las capas obreras cuya miseria está en razón inversa a sus tormentos de trabajo. Finalmente, cuanto más extenso es en la clase obrera el sector de la pobreza y el ejército industrial de reserva, tanto mayor es también el pauperismo oficial. Tal es la ley absoluta, general, de la acumulación capitalista”.
He ahí, puestas de manifiesto con todo rigor científico —los economistas oficiales se guardan mucho de intentar siquiera refutarlas— algunas de las leyes fundamentales del moderno sistema social capitalista. Pero, ¿queda dicho todo, con esto? No, ni mucho menos. Con la misma nitidez con que destaca los lados negativos de la producción capitalista, Marx pone de relieve que esta forma social era necesaria para desarrollar las fuerzas productivas sociales hasta un nivel que haga posible un desarrollo igual y digno del ser humano para todos los miembros de la sociedad. Todas las formas sociales anteriores eran demasiado pobres para esto. Sólo la producción capitalista crea las riquezas y las fuerzas productivas necesarias para ello, pero crea también, al mismo tiempo, con las masas de obreros oprimidos, una clase social obligada más y más a tomar en sus manos estas riquezas y fuerzas productivas, para conseguir que sean aprovechadas en beneficio de toda la sociedad y no, como hoy, en el de una clase monopolista.
Nota de la Redacción: los epígrafes no están en el texto original.