La publicación por la Fundación Federico Engels de una tercera edición de La revolución traicionada es una gran noticia. Uno de los textos más sobresalientes de la literatura marxista, y que aborda de una manera rigurosa el fenómeno del estalinismo, merece toda la atención de la nueva generación de revolucionarios.
No en vano muchos de los acontecimientos que vivimos hoy, tanto en la esfera de la lucha de clases, como en la crisis de las organizaciones tradicionales del proletariado —políticas y sindicales— y en las relaciones interimperialistas, no se pueden entender sin el colapso del estalinismo y la restauración capitalista en la URSS, en el este europeo y en China.
Contrarrevolución en la URSS
Trotsky escribió La revolución traicionada entre septiembre de 1935 y agosto de 1936 durante su exilio en Noruega. Era un momento de especial tensión en la lucha de clases europea, marcada por el triunfo del fascismo en Alemania y el ascenso revolucionario en Francia y España. Dentro de la URSS, el trabajo de Trotsky coincidió con la celebración de los juicios de Moscú, la gran farsa judicial que sentó en el banquillo a la vieja guardia del bolchevismo.
En La revolución traicionada se despliega una capacidad expositiva sorprendente. Todos los asuntos fundamentales son abordados y analizados: la NEP y sus consecuencias politicas y sociales, la crítica marxista del socialismo en un solo país, el carácter de clase del Estado soviético, el ascenso de la burocracia y el nuevo régimen de bonapartismo proletario.
La burocracia organizada en torno a Stalin se impuso a pesar de la fuerte resistencia librada por la Oposición de Izquierdas. Trotsky y sus compañeros defendieron cabal y tenazmente los principios leninistas, pero la nueva casta de arribistas y funcionarios del aparato contaba a su favor con el reflujo del espíritu revolucionario entre los obreros soviéticos. Trotsky lo señaló de este modo:
“La reacción en el seno del proletariado hizo nacer grandes esperanzas y gran seguridad en la pequeña burguesía de las ciudades y del campo que, llamada por la NEP a una vida nueva, se hacía cada vez más audaz. La joven burocracia, formada primitivamente con el fin de servir al proletariado, se sintió el árbitro entre las clases, adquirió una autonomía creciente (…) La situación internacional obraba poderosamente en el mismo sentido. La burocracia soviética adquiría más seguridad a medida que las derrotas de la clase obrera internacional eran más terribles. Entre estos dos hechos la relación no es solamente cronológica, es causal; y lo es en los dos sentidos: la dirección burocrática del movimiento contribuía a las derrotas; las derrotas afianzaban a la burocracia”.1
Las grandes purgas
Ciertamente los partidarios de Trotsky habían sido expulsados masivamente de las filas del Partido Comunista (PCUS), pero Stalin necesitaba consolidar un poder incontestable. Su comportamiento era el de un Bonaparte, un tipo de Bonaparte peculiar, pues se apoyaba en un Estado obrero con monstruosas deformaciones burocráticas cuya base económica se construyó liquidando las relaciones de producción capitalista. A mediados de los años treinta, Europa hervía. La derrota del proletariado alemán y austriaco no impidió el estallido de la revolución española. El temor a que un triunfo revolucionario de los trabajadores y campesinos sin tierra pudiese despertar la actividad oposicionista en el seno del PCUS y de la Internacional Comunista (IC), y la amenaza que ello suponía para las alianzas internacionales tejidas por Stalin precipitó la represión más dura. Las grandes purgas, iniciadas con el primer Juicio de Moscú en agosto de 1936, liquidaron al Partido de Lenin.
El crimen colectivo contra una generación de revolucionarios alcanzó dimensiones brutales:
“El conjunto de los antiguos miembros de los distintos grupos de la difunta oposición no pasaba de unos veinte o treinta mil individuos, muchos de los cuales fueron presos o fusilados a comienzos de 1937. Fue una dolorosa pérdida para el Partido; pero todavía se estaba en una fase inicial. A través de 1937 y 1938 la ola de represión fue en auge, arrastrando al núcleo central de los dirigentes del Partido”.2
De los 1.996 delegados presentes en el XVII Congreso del PCUS (celebrado entre enero y febrero de 1934) 1.108 fueron arrestados, y de ellos dos terceras partes ejecutados en los tres años siguientes al inicio de las grandes purgas en 1936. Tampoco las filas del Ejército Rojo escaparon a esta escabechina. Poco antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, todo el Estado Mayor fue arrestado, y estrategas militares brillantes como Tujachevski, Yakir, Gamarnik… fueron ejecutados por orden de Stalin. Entre 1937 y 1938 fueron liquidados entre 20.000 y 35.000 oficiales del Ejército Rojo. La dimensión de este ataque constituyó el mejor regalo que se podía hacer a Hitler, que evidentemente lo aprovechó a fondo. El terror estalinista sumergió a la sociedad en una atmósfera de paranoia. Según Karl Schlögel en su documentada obra Terror y utopía, en el espacio del año 1937 fueron arrestadas cerca de dos millones de personas, unas 700.000 de las cuales fueron asesinadas, y casi 1,3 millones enviadas a campos de concentración y a colonias de trabajos forzados.
Todas las expulsiones, las purgas, los procesos, las ejecuciones sumarísimas, los internamientos en los campos de concentración iban asociados a la acusación de trotskismo. Pero, ¿por qué esta hostilidad sin parangón contra Trotsky? ¿Por qué esta persecución hasta el punto de desatar una cacería física que implicaba a todo el aparato de Estado soviético? La respuesta a estos interrogantes fue señalada por Leopold Trepper —el gran jefe de la Orquesta Roja, el servicio de contraespionaje organizado por la Comintern en la Europa ocupada por los nazis—:
“Los fulgores de octubre iban extinguiéndose en los crepúsculos carcelarios. La revolución degenerada había engendrado un sistema de terror y horror en el que eran escarnecidos los ideales socialistas en nombre de un dogma fosilizado que los verdugos tenían aún la desfachatez de llamar marxismo (…) Pero, ¿quién protestó en aquella época? ¿Quién se levantó para gritar su hastío? Los trotskistas pueden reivindicar ese honor. A semejanza de su líder, que pagó su obstinación con un pioletazo, los trotskistas combatieron totalmente el estalinismo y fueron los únicos que lo hicieron. En la época de las grandes purgas, ya sólo podían gritar su rebeldía en las inmensidades heladas, a las que los habían conducido para mejor exterminarlos. En los campos de concentración, su conducta fue siempre digna e incluso ejemplar. Pero sus voces se perdieron en la tundra siberiana. Hoy día los trotskistas tienen el derecho a acusar a quienes antaño corearon los aullidos de muerte de los lobos. Que no olviden, sin embargo, que poseían sobre nosotros la inmensa ventaja de disponer de un sistema político coherente, susceptible de sustituir al estalinismo, y al que podían agarrarse en medio de la profunda miseria de la revolución traicionada. Los trotskistas no ‘confesaban’, porque sabían que sus confesiones no servirían ni al partido ni al socialismo”.
Estamos ante mucho más que un texto destacado del arsenal marxista: La revolución traicionada es un acta de acusación imperecedera contra el estalinismo y un llamamiento a la rebelión. Una lectura imprescindible.
L. Trotsky, La revolución traicionada, Fundación Federico Engels, Madrid, 1989, pp 110-111.
Roy Medvedev realizó un amplio y documentado estudio de las purgas estalinistas en su gran obra Que juzgue la historia, Editorial Destino, Barcelona 1977, p. 220.