Oriente Medio se ha convertido en la imagen gráfica del carácter de la época. Tensiones interimperialistas, ruptura de alianzas, guerras…, combinado con una explosión de la lucha de clases en forma de levantamientos revolucionarios en Iraq, Líbano o Irán, al igual que en Argelia, Sudán... Ambas caras se entrecruzan, transformándose de causa en efecto y viceversa, y mostrando un marco general de inestabilidad, revolución y contrarrevolución.

El asesinato del general iraní Soleimani y del responsable de las milicias proiraníes en Iraq, Al-Muhandis, por EEUU ha sido un ejemplo. Una acción que se presentó como un golpe audaz del imperialismo ha tenido como consecuencia mostrar la verdadera naturaleza de los implicados.

La decadencia del imperialismo estadounidense

Donald Trump ordenó estos asesinatos para conseguir un golpe de efecto, ante su delicada situación en casa –afronta el impeachment y la carrera electoral sin mucho que ofrecer a su base social– y en la escena internacional. El imperialismo estadounidense sigue siendo el mayor poder militar que ha existido, pero muestra cada vez más sus enormes dificultades para controlar nada: después de 18 años de guerra en Afganistán, la más larga de su historia, los talibanes dominan al menos el 60% del territorio; el saldo de la invasión de Iraq en 2003 es que Irán se ha convertido en la potencia extranjera con un mayor control del país.

Sí, Trump ordenó asesinar a Soleimani, algo que nadie esperaba, ¿pero después, qué? ¿Cuál es la estrategia del imperialismo estadounidense en Oriente Medio? En el mejor de los casos, acciones que quedan rápidamente reducidas a golpes de efecto. ¿Cuál es el balance de la política exterior de Trump? Un retroceso en todos los frentes: sonados fracasos como el intento de golpe de Estado en Venezuela y el paripé de negociación nuclear con Corea del Norte, o el repliegue caótico que vemos en Oriente Medio.

Ahora Trump acaba de presentar “el acuerdo del siglo” para Palestina, un plan con nulas posibilidades de prosperar y que se limita a hacer suyas reivindicaciones históricas del sionismo más reaccionario (negar el derecho al retorno a los refugiados, establecer Jerusalén como capital “indivisible” de Israel,…) y que ya ha sido contestado con protestas en las calles y una huelga general en la franja de Gaza el 29 de enero. Un plan presentado el mismo día que la Fiscalía israelí solicita el procesamiento de Netanyahu por corrupción y semanas antes de las terceras elecciones generales en un año, en las que Netanyahu solo puede ganar si quiere evitar la cárcel.

En Iraq, la presencia estadounidense se ha complicado tras el asesinato de Soleimani. Para hacer frente a esto se habla de un plan para crear una región autónoma suní en Iraq, similar al norte kurdo, es decir, volver a inocular el veneno sectario y jugar con la posibilidad de una nueva guerra civil o una ruptura del país. La “visión estratégica” del imperialismo se reduce a echar gasolina a cada incendio de la región.

Irán, una potencia regional con pies de barro

Fruto de la situación del imperialismo estadounidense, Irán ha ido ganado posiciones en la región. Pero estos últimos meses se han revelado los pies de barro en que se apoya el régimen. Su mayor debilidad no ha sido el asesinato de Soleimani sino el estallido social del pasado noviembre. Las protestas espontáneas se transformaron en las más extendidas y profundas en cuarenta años, protagonizadas por la juventud obrera y desempleada. El régimen solo pudo controlar la situación cortando las comunicaciones durante varios días y ejerciendo la máxima represión: entre 1.000 y 1.500 asesinados y miles de detenidos.

Tras conocerse que el derribo del avión ucraniano fue obra de misiles iraníes y que el régimen lo ocultó, las manifestaciones volvieron a las calles. En esta ocasión, su base social fueron estudiantes universitarios y capas medias urbanas, pero las consignas utilizadas reflejaban la profundidad del movimiento de noviembre y cómo esta nueva protesta se ligaba a aquel. Se reivindicaba la caída del régimen y declaraciones de asambleas de estudiantes se oponían a “toda opresión, ya sea en forma de gobierno represivo o de un poder imperialista”.

Precisamente fueron los levantamientos sociales en Iraq, Líbano y en el propio Irán los que impulsaron al régimen iraní a lanzar una serie de provocaciones en suelo iraquí contra tropas estadounidenses, buscando una respuesta del imperialismo que pudiese utilizar para descarrilar el movimiento de masas. Esa respuesta fue el asesinato de Soleimani.

Una guerra convencional entre EEUU e Irán está descartada. Militarmente, Irán no es Iraq, sería una pesadilla para el imperialismo y provocaría una guerra más amplia en Oriente Medio. Y, sobre todo, ni EEUU ni Irán tienen una base social para sostener una guerra de esas características. Pero eso no agota la cuestión, la guerra ya está firmemente instalada en Oriente Medio –en Siria, Libia o Yemen–, y es ahí donde EEUU, Irán y otros actores seguirán resolviendo sus enfrentamientos.

El papel de Rusia y la sociedad Putin-Erdogan

Si alguien se está beneficiando de toda esta situación en la región es Rusia, que está recuperando al menos una parte de la influencia que tuvo la antigua Unión Soviética. El régimen reaccionario de Putin dio un paso al frente con su intervención en Siria en 2015, que garantizó la permanencia de Assad en el poder y abrió las puertas de Oriente Medio a Rusia. Ahora está interviniendo en Libia, aparentemente en el bando opuesto a Turquía.

La intervención turca en Libia tiene dos objetivos: sostener al Gobierno “oficial” de Trípoli para apoyarse en él en su batalla por el gas del Mediterráneo, donde ya tiene desplegados buques de prospección protegidos por su armada, y establecer un contrapeso a las presiones de Putin en Siria.

Por su parte, la intervención rusa tiene una naturaleza más amplia. En primer lugar, forma parte de los esfuerzos de Rusia por ser un factor “decisivo” más allá de Siria. En Libia están apoyando con mercenarios y con armas –negándolo públicamente– al ejército de Jalifa Hafter. A la vez, han mantenido negociaciones en Moscú con el presidente “oficial” Fayed el Serraj. Su objetivo no es exactamente la victoria de uno u otro sino conseguir cierta “estabilidad” para poder recuperar los negocios que tenía en la época de Gadafi.

También forma parte de la compleja “asociación” ruso-turca. Con su relación con Erdogan, Putin ha  introducido un elemento importante de inestabilidad en la OTAN. En el estado actual de la guerra siria, Turquía es fundamental en los planes rusos. La provincia de Idlib, dominada por las milicias yihadistas dirigidas por Al Qaeda, es el último bastión por conquistar. Rusia quiere que Turquía se implique en desarmar o debilitar esas milicias, ya que controla directamente una parte y tiene influencia en su dirección.

El otro eje de la intervención rusa en Libia es su relación con la Unión Europea. Tras la desastrosa intervención de la OTAN en 2011, la UE –sin una posición común ante el conflicto– quedó fuera de Libia, salvo para pagar a diferentes señores de la guerra que evitasen la salida de inmigrantes hacia Europa.

En el último periodo Rusia está rebajando tensiones con la UE de cara a resolver los conflictos que tiene abiertos: Ucrania, Crimea, sanciones, etc. El país clave para ello es Alemania que, fruto de la situación internacional creada por el enfrentamiento entre EEUU y China, ha mostrado una mayor disposición a llegar acuerdos con Rusia. La construcción conjunta del gasoducto Nord Stream –haciendo frente a las sanciones de Trump– y la reunión de Putin y Merkel para convocar el pasado mes de enero la Conferencia de Berlín sobre Libia son pruebas de ello. Hasta ahora la UE ni estaba ni se le esperaba en Libia. Pues ya ha entrado y Putin ha sido quien le ha abierto la puerta.

Para cerrar el círculo, la UE tiene cuentas pendientes con Erdogan, y Libia puede ser un escenario para cobrarse algunas. Este elemento de presión a Erdogan también interesa mucho a Putin. La “asociación” ruso-turca en Siria, ha resultado más provechosa para Rusia, y todo apunta en la misma dirección en el caso libio.

La revolución en Iraq y en Líbano

El movimiento de masas en Iraq y en Líbano puso en jaque de la noche a la mañana sus corruptos regímenes y a décadas de división sectaria azuzada por el imperialismo y la oligarquía. Lo hizo con los métodos clásicos de la clase obrera –huelgas generales, asambleas, manifestaciones masivas…– y con una determinación ejemplar.

En Líbano, la crisis económica que provocó el levantamiento se ha profundizado, colocando al país al borde del colapso: la libra ha perdido más de un 60% de su valor frente al dólar, existe un corralito en los bancos, la inflación se ha disparado y se extiende la escasez para las masas.

Casi tres meses después de la dimisión del primer ministro, el bloque proiraní –Hezbolá y Amal– ha conseguido la constitución de un nuevo Gobierno, presidido por Hasán Diab. Aunque podría parecer un fortalecimiento de Irán en el marco de su enfrentamiento con EEUU e Israel, ha provocado la fractura del statu quo que existía entre las diferentes alas sectarias de la oligarquía. Además, este Gobierno, capitalista, no tiene otra alternativa que ejecutar una dura política de recortes, como le reclaman sus acreedores y el FMI.

Cuando se conocieron los nombres de los nuevos ministros, el movimiento respondió con una “semana de la ira” del 13 al 19 de enero, con cortes de carreteras, manifestaciones diarias y una huelga general. El carácter de estas protestas se ha endurecido, la represión policial ha aumentado considerablemente y los manifestantes han atacado y destruido decenas de oficinas bancarias, revelando la identificación del sistema sectario con el capital.

El levantamiento revolucionario en Iraq ha sido un terremoto social. Esto es lo que está detrás de la resistencia heroica de las masas –con más de 600 asesinados y más de 25.000 heridos–, a la vanguardia su maravillosa juventud.

Los mayores desafíos para el movimiento están llegando ahora. Tras el asesinato de Soleimani parecía que el régimen iraní había conseguido su objetivo de provocar un shock que paralizara el movimiento de masas: se convocaron grandes manifestaciones en señal de duelo por Soleimani y hubo ataques de las milicias proiraníes al movimiento revolucionario. Sin embargo, el día 10 de enero se convocó una jornada de protesta en todo el país, en conmemoración de los cien días de la rebelión y para decir al imperialismo estadounidense y al régimen iraní que no van a dejar que conviertan a Iraq en su campo de batalla. Las calles de las principales ciudades se llenaron al grito de “No a EEUU. No a Irán. Suníes y chiíes somos hermanos”.

Lo ocurrido del 24 al 26 de enero es otra prueba de ello. El clérigo Al Sadr convocó una manifestación en Bagdad contra la presencia estadounidense el 24 de enero. Al Sadr es la cabeza del principal grupo parlamentario –en coalición con el Partido Comunista Iraquí–, tiene una poderosa milicia e intenta buscar su propio lugar en el tablero iraquí utilizando una retórica “nacionalista”. No está formalmente alineado con Irán pero nunca se enfrentaría al régimen iraní. Tras el asesinato de Soleimani, Irán le está cortejando para unir fuerzas y esta manifestación es resultado de esas maniobras.

Cientos de miles de personas se manifestaron en Bagdad, muchas de ellas llegadas de las zonas más pobres del sur chií que eran bastiones de Al Sadr. Tras esa demostración de fuerza, Al Sadr llamó públicamente a sus seguidores a abandonar los campamentos de protesta establecidos desde octubre. El sábado 25 la policía, el ejército y sectores de las milicias proiraníes atacaban los campamentos, quemando las tiendas y disparando munición real, asesinando a seis activistas. El movimiento llamó a recuperar las plazas y levantar de nuevo los campamentos, consiguiéndolo esa misma noche. El domingo 26 se convocó una huelga de estudiantes y manifestaciones masivas se dirigieron a las principales plazas en apoyo al movimiento revolucionario.

Esta victoria es doble. Además de haber hecho frente a la represión, las maniobras de Al Sadr han quedado al desnudo, provocando que crezca la brecha abierta en su base social, que ha participado desde el principio en las movilizaciones, pasando por encima de Al Sadr, siendo parte importante de los muertos y heridos.

Por una alternativa revolucionaria

Tanto en Líbano como en Iraq, vemos una característica común a otros procesos que están desarrollando en el mundo: la movilización de masas pone contra las cuerdas al orden burgués pero no logra imponerse; a la vez, la clase dominante es incapaz de asestar un golpe decisivo a las masas.

Hay un elemento clave para que esta situación se mantenga en el tiempo: la ausencia de una dirección revolucionaria. A pesar de sus dificultades y divisiones, el campo burgués tiene una dirección, una orientación basada en la experiencia histórica. Están jugando, en primer lugar, al cansancio del movimiento. Saben que las masas no pueden estar indefinidamente en primera línea. Antes o después, la revolución debe avanzar o será derrotada.

La disposición de las masas en Líbano o Iraq ha quedado demostrada pero sus debilidades también, como prueba su reivindicación común de gobiernos “independientes” o de “tecnócratas”. Del régimen burgués solo surgirá una solución para el propio régimen. Aquí se ve la necesidad de una fuerza revolucionaria genuina, armada con el programa del marxismo internacionalista, que se base en las movilizaciones y organismos creados por la clase obrera para hacerlos avanzar, planteando una alternativa revolucionaria, el poder obrero. Un programa para derrocar a la oligarquía, que logre la expulsión del imperialismo y la expropiación de las palancas fundamentales de la economía bajo el control democrático de la población. De esta manera, un gobierno de los trabajadores podría comenzar la transformación socialista de la sociedad y tendría un efecto formidable en Oriente Medio y en todo el mundo.


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