Desde el 18 de noviembre, decenas, cientos de miles de jóvenes, de trabajadores, recuerdan al mundo, con la reocupación en la Plaza Tahrir, y con su lucha desigual frente al Ejército, que la Revolución en Egipto no ha acabado, que debe continuar hasta la consecución de todos los objetivos democráticos y sociales. Cualquier intento por finiquitar el proceso revolucionario, sea por parte de militares, de islamistas, o de políticos bien conectados con el imperialismo (como Mohamed el Baradei, ex alto cargo de la ONU, o Amr Musa, ex secretario general de la Liga Árabe), tendrá como respuesta la determinación de las masas a luchar en la calle.
El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA), y su líder Mohamed Tantaui, se han desenmascarado definitivamente ante la población egipcia. La salvaje represión, policial y militar, ha provocado decenas de muertos (41, sólo según los datos oficiales) y 1.500 heridos, demostrando, por la vía de las balas y de las torturas a los detenidos, que este régimen militar es la continuación de la dictadura de Mubarak.
El viernes 18 una manifestación de familiares de los mártires caídos en la revolución de enero acabó con la instalación, de nuevo, de un campamento en la plaza Tahrir. La determinación de los miles de participantes la reflejaba Zahrar Kassem (hermana de Khaled Said, cuya tortura y asesinato marcó el inicio de la revolución): “Volveremos a Tahrir para recuperar nuestros derechos, o morir allí”. Los policías, deseosos de dar un escarmiento definitivo a los sectores más avanzados de la revolución, reprimieron a sangre y fuego. Las tiendas de campaña fueron incendiadas y los manifestantes dispersados con balas, y no sólo de goma. Hay sospechas de la utilización de gas mostaza, y de hecho hay casos de muerte por asfixia. A diferencia de en enero, esta vez hubo implicación total, desde el primer momento, del Ejército. La prensa refleja cómo un oficial del Ejército fue llevado en hombros en la plaza por negarse a reprimir. Toda la madrugada hubo una lucha constante, con el resultado de 12 muertos por la represión. Pero el movimiento pudo recuperar finalmente la plaza. Al día de escribir este artículo, las fuerzas de represión no han podido impedir el mantenimiento de la acampada.
A pesar de la manipulación de los medios de comunicación, y del intento de movilizar a los sectores más atrasados, la lucha no ha quedado aislada. Muy al contrario, manifestaciones de masas se han sucedido en Ismailia, Alejandría, Suez y las principales ciudades, y el lunes 21 se celebró la mayor manifestación desde la caída de Mubarak, quizás con un millón de participantes. Una nueva movilización masiva inundó la zona de Tahrir el viernes 25 de noviembre.
El régimen acusó el golpe. El gobierno de Essam Sharaf tuvo que presentar la dimisión al CSFA. Éste, después de denigrar a los manifestantes, acusándoles de boicotear las elecciones cuyo inicio estaba previsto para el lunes 28, tuvo que poner su cara amable el martes 22, el día después de la gran manifestación. Tantaui aceptó la renuncia del Gobierno, prometió buscar a los culpables de la represión, y manifestó: “El Ejército está completamente preparado para entregar inmediatamente el poder (…) si la nación lo desea, a través de un referéndum si es necesario”. Pero esta palabrería sólo se concreta en la permanencia del poder militar hasta, al menos, julio, mes de las elecciones presidenciales (su pretensión declarada era mantenerse hasta finales de 2012 o 2013). Una auténtica burla hacia los manifestantes, que así se lo tomaron. Para sustituir a Essam Sharaf, los militares colocaron a Kamal Ganzuri, que fue ya primer ministro con Mubarak entre 1996 y 1999. El nombramiento de este nuevo títere tampoco ha contentado a Tahrir.
El viernes 25, día de la segunda gran manifestación, el poder intenta movilizar su base social, con un magro resultado: unos pocos miles de manifestantes frente a los cientos de miles que exigen la retirada del CSFA. Ese mismo día, la Casa Blanca, temiendo la radicalización de la Revolución, expresa el deseo de que “se realice cuanto antes una completa transferencia de poder a un Gobierno civil”. El día siguiente, Tantaui se reúne con Amr Musa y El Baradei para intentar llegar a un acuerdo y ganar tiempo.
La experiencia del régimen militar
Durante los meses que van de febrero a diciembre, los egipcios han podido comprobar lo que puede dar de sí el nuevo régimen, un régimen militar que combina las vagas y lejanas promesas democráticas con la misma política de opresión y represión de Mubarak. Empezando por Tantaui (conocido como el “perrito faldero” de Mubarak durante la dictadura), todo el aparato político, burocrático y policial del Estado proviene de la dictadura mubarakista. En estos meses se han realizado ni más ni menos que 12.400 juicios militares a civiles, a cientos simplemente por permanecer en Tahrir y “desobedecer a las autoridades” antes de la caída de Mubarak. Un bloguero está en la cárcel condenado a tres años por “insultos al Ejército”; el 20 de noviembre llevaba dos meses en huelga de hambre. Por otra parte, el salvajismo de las torturas de policías y militares ha sido sobradamente documentado. Estos datos contrastan con el juicio al dictador, que con su ejército de mil abogados y sus vínculos con el poder actual ha conseguido aplazar una y otra vez las vistas.
Otro rasgo distintivo del gobierno militar ha sido la represión de la lucha obrera, amparándose en una salvaje ley anti-huelgas que incluso criminaliza la actividad sindical. Pese a ello, el CSFA no ha podido impedir la actividad huelguística, que tuvo un punto de inflexión en septiembre (con cientos de miles de obreros participando en paros, manifestaciones, ocupaciones…). En Mahalla, principal centro industrial egipcio, tuvieron que desplegar tanques. En una importante fábrica de Suez los trabajadores han hecho en noviembre un llamamiento a una huelga general indefinida. Los obreros de Aceites y Lino Tanta ocuparon la fábrica el 13 de noviembre para exigir su renacionalización (sentenciada por los jueces pero ignorada por las autoridades). Y los 700 trabajadores de Indorama Shebin al Kom ocuparon la delegación del Gobierno en Munifiya con las reivindicaciones de la renacionalización y la mejora de sus condiciones salariales y laborales.
La detentación militar del poder está determinada por la absoluta simbiosis de la cúpula castrense con Mubarak y su círculo más cercano, lo que le ha permitido el control del 25% del PIB a través de una red de empresas de todo tipo. Para mantener el control más allá de supuestas elecciones democráticas, están intentando imponer las llamadas “normas supraconstitucionales”, que deberán prevalecer por encima de cualquier cambio constitucional. Estas normas les blindarían con diferentes medidas, como la designación militar de una parte de los diputados o el mantenimiento en secreto de los presupuestos castrenses.
Las elecciones y los islamistas
Las propias elecciones actuales son un reflejo de esa intención. Éstas, iniciadas el lunes 28 de noviembre, no acabarán hasta marzo, tiempo suficiente para poder presionar y maniobrar fraudulentamente en caso necesario. A pesar de sus limitaciones, era evidente que habría una explosión de participación en los comicios. Esto no supone ninguna contradicción con el apoyo a los luchadores de Tahrir y con la crítica a los militares, aunque sí recalca la labor que tiene por delante cualquier grupo que se considere revolucionario: llegar a las masas —y en primer lugar a las masas obreras y juveniles— a través de un programa de ruptura con la herencia del régimen mubarakista, con el capitalismo y con el imperialismo.
Los medios de comunicación dan por hecha la victoria de Libertad y Justicia (FJP), el brazo político de los Hermanos Musulmanes. Es probable. Este partido se presenta en coalición con otros, incluyendo alguno naserista, y frente a otros tres bloques: el de los salafistas (el sector islamista ideológicamente próximo a Al Qaeda, y por tanto la reacción más extrema), el Bloque Egipcio (coalición de los naseristas integrados en el régimen de Mubarak, liberales y socialdemócratas), y Continuar la Revolución (el grupo más vinculado a la revolución de enero, de entre los que se presentan; incluye a naseristas de izquierda, la Coalición de la Juventud Revolucionaria —que jugó un papel central en la movilización—, la Corriente Egipcia —escisión de los Jóvenes Hermanos Musulmanes, fruto de la influencia de la revolución sobre su base—, y socialdemócratas).
El terreno del parlamentarismo burgués no es el más idóneo para expresar la fuerza de la conciencia revolucionaria. En esas condiciones, una parte importante de las masas puede expresar, con el voto a los Hermanos Musulmanes, una forma incompleta, amorfa, de oposición al régimen, y a la mayoría de los grupos políticos, que no son otra cosa que los restos resecos y camuflados del Partido Nacional Democrático, la estructura política de la dictadura. De alguna forma, para una gran parte de las masas desposeídas, especialmente la que está menos en contacto con el movimiento obrero, el voto a los Hermanos es un reflejo de su mentalidad todavía confusa; saben lo que no quieren, no lo que quieren, y se refugian en el único partido que pueden conocer con una aparente coherencia y fuerza. La evolución de estos sectores hacia la revolución, o hacia la contrarrevolución, depende en gran parte de la existencia de un programa netamente socialista y de la fuerza del movimiento obrero.
Sin embargo, para los sectores de vanguardia de la revolución (y esto implica a decenas o centenares de miles de jóvenes y trabajadores), el papel de los islamistas es bastante evidente, hasta tal punto que Mohamed Beltayi, el dirigente de Libertad y Justicia, fue expulsado de la plaza Tahrir, el jueves 24, acusado de oportunismo, ya que hasta ese momento su partido no había participado en la movilización. Los Hermanos Musulmanes sólo pretenden hacerse un hueco (mejor dicho, aumentar el hueco que ya tienen) dentro de la clase dominante, compartiendo con los imperialistas, los militares y otros sectores el control de la economía capitalista.
Las elecciones no van a dar más estabilidad al país milenario. Ni el Ejército ni un gobierno burgués de cualquier color van a solucionar la dramática caída de ingresos, ni van a acabar con las huelgas y luchas, y por tanto tampoco con la represión. No van a depurar el Ejército, la policía o el Estado. Ni pueden mejorar las condiciones de vida de la mayoría, ni permitir el libre ejercicio de los derechos democráticos. Inevitablemente, un sector importante de las masas, ayudado por su propia experiencia, pondrá en cuestión la existencia misma del capitalismo egipcio, cimiento sobre el que se asienta el actual régimen bonapartista.
De los sindicatos independientes pueden surgir los núcleos de lo que podría ser un partido revolucionario. Para ello es imprescindible ligar las reivindicaciones democráticas, como el fin del tutelaje militar, el derecho de huelga y asociación (cada partido, para legalizarse, debe demostrar tener mil militantes y una cantidad exagerada de fondos), la libertad de cultos y la separación religión-Estado, o la depuración del Estado, con las reivindicaciones sociales y con la necesidad de nacionalizar o renacionalizar el grueso de la economía.