Pan, libertad, justicia social es la consigna que sigue sonando en las calles egipcias, dos años después de la caída de Hosni Mubarak. Como no podía ser de otra forma, el segundo aniversario de la Revolución se está celebrando con masivas manifestaciones contra el Gobierno del islamista Mohamed Mursi. Movilización que, de nuevo, pone en la picota a éste, continuando así la oleada de lucha iniciada en noviembre. En las regiones ribereñas del Canal de Suez el Gobierno impuso el estado de emergencia, pero tuvo que retirarlo en la práctica porque no consiguió parar la lucha.
En el momento de escribir esto una masa se dirige hacia la comisaría de policía de Tanta con la intención de tomarla. Allí fue donde murió, brutalmente torturado, Mohamed el Gendi, activista de la Corriente Popular (naserista) detenido en la Plaza Tahrir. Mohamed es un mártir más; desde el 25 de enero, aniversario de la caída de Mubarak, ha habido cincuenta muertos y miles de heridos, en una sangrienta represión que no tiene nada que envidiar a la del dictador. El vídeo de Hamada Saber, manifestante desnudado y apaleado por la policía, ha llegado al último rincón de Egipto; aunque en televisión exculpó a los policías, posteriormente reconoció haber sido presionado para hacerlo. La represión se ceba especialmente con las mujeres, que nutren en gran parte las manifestaciones; la policía permite la incursión de decenas de lúmpenes armados con navajas que atacan en particular a las manifestantes, pensando equivocadamente que así provocarán su deserción de la lucha… Como fuerza auxiliar de represión, los salafistas han anunciado la creación de una Policía Blanca para enfrentarse a la juventud en primera línea de la movilización. Pero toda esta salvaje represión, lejos de amedrentar a las masas, socava aún más la posición del Gobierno.
La mayoría de los egipcios tiene razones para seguir protestando. En muchos aspectos, la situación es igual o peor que en los últimos años de la dictadura. La pobreza ha aumentado (la previsión es que haya superado el 25% en 2012). Un indicativo es el problema del pan. Aunque el precio del pan está subsidiado (no varía desde 1980), por miedo a estallidos sociales aún mayores, a la mayoría de la población este pan subsidiado no cubre todas sus necesidades; a lo largo de los años, este producto básico ha ido cayendo en calidad y densidad, para mayor negocio de las panificadoras. Las peleas en las largas colas ante las panaderías están a la orden del día. La promesa de Mursi de obligar a las panificadoras a incrementar el valor calórico del pan es una más de sus promesas incumplidas.
El dato oficial de paro refleja una tendencia al alza: del 11,8% en el segundo semestre de 2011 al 12,6% en el de 2012. Los salarios son muy bajos, así la media del de un empleado público (el Estado emplea al 25% de la fuerza laboral) es de 700 libras egipcias al mes, absolutamente insuficientes para alimentar a una familia de cuatro miembros; desde el principio de la revolución los sindicatos luchan por un salario mínimo de 1.200 libras, y Mursi prometió en vano establecer un sueldo mínimo legal. Y toda esta situación, pese a que el PIB aumentó un 2,5% el año pasado.
Otro problema acuciante es la inflación. Oficialmente fue del 10% en 2012, pero afectó sobre todo a productos imprescindibles como el fuel, que como el resto de productos importados aumenta brutalmente de precio por la rápida devaluación de la libra. A cambio de un rescate similar a los practicados en los países del Sur europeo, aplicado en este caso por el FMI, el Gobierno se ha comprometido a liberalizar los precios de pan, fuel y otros productos básicos, lo que desatará la inflación y la hambruna. El miedo a la consecuente agudización de la lucha actual es lo que de momento ha impedido que Mursi adopte estas medidas.
Insurrección en Port Said
Esta vez uno de los focos de la lucha ha sido Port Said, el acceso al Canal Suez desde el Mediterráneo. La casualidad ha querido que el aniversario de la revolución coincidiera con la condena a muerte de 21 acusados por la llamada tragedia del Estadio de Port Said. Hace un año, en el estadio de fútbol, la agresión a aficionados del club cairota Al Ahli, por parte (aparentemente) de hinchas del local Al Masri, y la consiguiente avalancha, ocasionaron 74 víctimas. Esta sentencia ha incendiado la ciudad, que lleva (en este momento) cinco días de insurrección. Una multitud intentó asaltar la comisaría donde estaban presos 15 de los condenados. A pesar de que el Gobierno anunció el 4 de febrero la vuelta de la normalidad, y la reapertura de las oficinas estatales, 24 fábricas de la ciudad, que emplean a 35.000 trabajadores, seguían paralizadas, según Al Ahram (principal periódico egipcio). Los tanques controlan los accesos a Port Said, pero no pueden evitar la continuidad de las manifestaciones. De hecho, Mursi declaró el estado de emergencia de las 21 a las 6 horas, prohibiendo la formación de grupos en la calle… pero luego tuvo que rebajarlo al tramo entre la 1 y las 5 horas, que es lo mismo que reconocer su fracaso. 39 personas han muerto en la lucha callejera, desde el anuncio de la sentencia.
‘No me cabe duda de que aquella masacre’ (la del estadio) ‘fue planificada, no fue algo perpetrado por los hinchas de Al Masri. Fue una conspiración. Hubo gente de fuera que vino a provocar violencia. Y la policía se quedó plantada sin hacer nada por evitar las muertes’, indica Sherif Masrou, amigo de varios manifestantes asesinados por la policía (elpais.com, 2-II-13). Todos los indicios apuntan a una maniobra para alentar el enfrentamiento y desviar la atención, apartar la diana del régimen, y utilizar la ‘violencia de grupos incontrolados de jóvenes’ para justificar medidas represivas. Se da también la circunstancia de que muchos de los hinchas de Al Ahli participaron en primera línea en el derrocamiento de Mubarak, con lo que también podría haber un móvil de eliminación de revolucionarios, disfrazada de ‘batalla entre hinchadas’. Nueve de los responsables policiales de la seguridad del estadio fueron imputados… pero curiosamente ninguno ha sido condenado. Los 21 aficionados condenados son una cabeza de turco. Los habitantes de Port Said hacen bien en no fiarse de una justicia corrupta y de un régimen continuista del de Mubarak. A día de hoy, los responsables policiales y políticos de la brutal represión de los últimos días de la dictadura, de los 850 muertos, se pasean por las calles. El mismo Mubarak, condenado a cadena perpetua, ha conseguido la anulación de su juicio. Una promesa incumplida más de Mursi. Y no sólo eso. Durante los primeros cien días del mandato del hermano musulmán, se contabilizaron 34 muertos en comisarías, y 88 detenidos sometidos a torturas, así como varios casos de violaciones (english.ahram.org, 24-I-13). La corrupción del aparato estatal es el sustrato de la explosión en este puerto mediterráneo. Como comenta Yeryis Greiss, abogado de mártires de esta lucha: ‘Port Said es un símbolo de la revolución. La naturaleza de la gente de Port Said es valiente, somos guerreros, no nos pueden doblegar. Ni lo pudo hacer Mubarak ni lo podrá hacer Mursi’.
Las contradicciones del Gobierno… y de la oposición
La marea de lucha que recorre Egipto es difícilmente contrarrestable. El Gobierno utiliza todas las bazas a su disposición. Puesto que la represión sólo acrecienta la rabia, intenta basarse en los sectores más atrasados, criminalizando a los manifestantes. En los últimos días se desarrolla una campaña contra una supuesta agrupación, el Black Bloc. Independiente de que realmente exista o no, es evidente que a cuenta de él los islamistas pretenden justificar sus medidas represivas. Sus medios de comunicación señalan a todos esos jóvenes que se tapan la cara con pañuelos, trapos o capuchas negras (lo cual es habitual en cualquier país donde manifestarse implica arriesgar la vida, especialmente si eres identificado, y donde es recomendable evitar los efectos de los gases lacrimógenos; y hay que recordar que incluso hay sospechas de utilización de variantes del gas mostaza por parte de la policía). Por otra parte, intentan movilizar a su magra base social; así, apenas cientos de salafistas se manifestaron, el 25 de enero, contra la oposición, y Gamaal al Islamiya (grupo integrista de tradición terrorista, responsable del asesinato del presidente Anuar el Sadat en 1981) intentó organizar una provocación reaccionaria el día 8, pero ha debido traspasar su manifestación de ‘respaldo a la legitimidad del presidente Mursi’ al 15, para no chocar frontalmente con las masas revolucionarias. Mientras intentan aislar sin éxito al sector más decidido de la juventud, y mostrar en la calle su apoyo social (con menos éxito todavía), hacen llamamientos a acabar con la revolución. En un reciente discurso, el primer ministro Hisham Kandil llamó a parar las protestas, dejar las reivindicaciones y los cánticos, y ponerse a trabajar, por supuesto ‘para que la revolución pueda satisfacer todas las demandas’. Demagógicamente, condenó la violencia policial, para más adelante explicar que ‘si hay errores, hay que corregirlos, pero la policía es una institución nacional’. También instó a la oposición a ‘construir el país’ ignorando diferencias ideológicas. Mientras tanto, el ministro de Defensa, general Abdel Fatah al Sisi, afirmó que ‘el país se encuentra al borde del colapso’ e, intentando jugar la baza de la mediación bonapartista, exigió al Gobierno y la oposición que se pongan de acuerdo. Sin embargo, Mohamed Beltayi, uno de los dirigentes de los Hermanos Musulmanes, se pregunta ‘¿Qué está esperando [Mursi] para intervenir?’. ‘Es su deber parar todo esto a través de todos los medios que proporciona la Constitución y la ley, incluida la declaración del estado de emergencia’ en todo el país. El ariete de la lucha en las calles crea fisuras y abre brechas en la muralla de la reacción, fragmentándola…
Mientras tanto, el grueso de la oposición, nucleada en torno al Frente de Salvación Nacional, se debate entre mantener al menos cierta ligazón con el movimiento actual, haciendo de portavoz político de él, y respetar las limitaciones de su programa político y de su carácter burgués y pequeñoburgués, renuente a la lucha y proclive al acuerdo con el régimen actual. Dentro del Frente quien ostenta la mayor presencia en la calle es la Corriente Popular de Hamdin Sabahi, sin embargo éste cede gran parte del protagonismo a los grupúsculos burgueses de Mohamed el-Baradei y Amro Musa. El país, gran valedor de estos últimos, decía el 26 de enero: ‘Mientras algunos movimientos de jóvenes revolucionarios apuestan por intensificar las movilizaciones callejeras con la finalidad de forzar la dimisión de Mursi, la oposición con vocación institucional busca más bien un giro radical en la política del Ejecutivo’.
Intentando aprovechar las contradicciones del Frente, Mursi le llamó a dialogar. El Frente lo rechazó, exigiendo previamente la retirada de la Constitución aprobada (aunque sólo por el 20% de la población registrada) y la formación de un Gobierno de unidad nacional. Una proposición que, aunque no fue aceptada (al menos de momento), implica la disposición a permitir un escape al islamismo, y a colaborar con él en el mantenimiento del Estado burgués, de la misma forma que el Gobierno de coalición islamista-burgués-socialdemócrata de Túnez (hoy en crisis por la movilización obrera). No sólo eso. El 31 de enero, tras una semana de movilizaciones masivas, y con el Gobierno de Mursi (en palabras de El país del 1-II-13) ‘acorralado’, un sector del Frente (básicamente, El-Baradei) firma un infame acuerdo con el Gobierno, de ‘renuncia expresa a la violencia’. Un acuerdo que lava la cara del régimen, que iguala la violencia policial y la resistencia de tantos jóvenes dispuestos a arriesgar su vida para que la revolución dé un paso más…
En abril están programadas elecciones parlamentarias. Las anteriores (las primeras, del invierno de 2011-12) fueron anuladas por los jueces. El Frente amenaza con el boicot si no se anula la Constitución y se forma un Gobierno unitario. Pero de la mano de grupos burgueses de escasa implantación popular, aunque bien considerados en las cancillerías del imperialismo (que los ven como buenas bazas a jugar si la reacción islamista se quema), es imposible estimular la movilización necesaria para que caiga el presidente Mursi. Ni para que la revolución avance, dotándose de un programa socialista, anticapitalista, única forma de garantizar pan, libertad, justicia social. En este sentido, la ruptura de la Corriente Popular con estos grupos sería un paso adelante, si va acompañado de una orientación clara hacia el movimiento obrero y hacia ese programa, y del abandono de su defensa de una economía mixta.
La Revolución continuará su recorrido, influida por la gravedad de la crisis mundial, y también por el proceso mundial hacia enfrentamientos decisivos con el capital. Khaled Alí, candidato vinculado a los sindicatos independientes, en las elecciones presidenciales del verano, y vetado por el régimen, se expresa así: ‘Si Mursi sigue adelante con el tipo de reformas que ha aprobado hasta ahora, será depuesto antes de que acabe su mandato. La revolución no ha alcanzado sus fines. Acabar con Mubarak fue sólo un primer paso. Y el pueblo no va a parar hasta que se efectúen cambios de verdad’. Y, en estos cambios, el precio y la calidad del pan es un buen termómetro. Khaled insiste en que el pan es la motivación de todos los grandes movimientos egipcios desde 1977. Cuando Mursi liberalice su precio, y el de otros productos básicos, seguramente su suerte estará echada. Pero la de la Revolución depende de más, depende de un programa adecuado y de una organización dispuesta a defenderlo hasta el final.