Ni el imperialismo ni la contrarrevolución logran apagar la lucha
Se cumplen cinco años de la llamada primavera árabe o, para ser más exactos, del impresionante movimiento revolucionario que derribó a las todopoderosas dictaduras de Túnez, Egipto y Libia, y que empujó a la juventud, a los trabajadores y a otros sectores sociales oprimidos con una fuerza inusitada también en países como Siria, Yemen, Bahrein, y en todo el mundo árabe. Mucho se ha escrito al respecto, en la mayoría de los casos para desacreditar la lucha de las masas y responsabilizar al movimiento revolucionario del surgimiento del monstruo yihadista. Es hora de limpiar estas infamias y subrayar que, a pesar de la ofensiva del imperialismo y de la contrarrevolución, la lucha de las masas árabes sigue viva.
Los portavoces del imperialismo occidental, de la socialdemocracia, y de no pocos sectores del viejo estalinismo, han despachado la revolución árabe de una manera cínica ocultando su auténtica naturaleza. Sobre la sangre de miles de luchadores, encarcelados y asesinados, han vertido las calumnias más grotescas. Como si la guerra civil que asola Siria y desestabiliza todo Oriente Medio, la intervención del ejército saudí en Yemen y Bahrein, el caos en Libia, la dictadura militar egipcia, o la barbarie del yihadismo, fueran la continuación natural de la revolución y no su contrario, es decir, la contrarrevolución. Son precisamente las potencias occidentales, y las oligarquías árabes que sostuvieron las dictaduras, las que han ahogado las ansias de justicia social del pueblo, haciéndolos pagar su osadía con la destrucción de países enteros, y transmitiendo una dura advertencia a todos los explotados del mundo.
No se puede ocultar que la realidad actual es dramática para los trabajadores y jóvenes árabes. En muchos aspectos es peor que hace cinco años. El caso más grave, la guerra en Siria. No sólo ha causado millones de refugiados y cientos de miles de muertos; la intervención de las potencias imperialistas ha conseguido dividir a la población, creando separaciones sectarias aparentemente insalvables. En Egipto, el movimiento se enfrenta actualmente a una represión salvaje. En Túnez, el 82% del préstamo del FMI (concedido a cambio de duros recortes) está destinado al pago de la deuda contraída por el dictador Ben Alí, y el paro es más alto que entonces. Pero a pesar de todas las adversidades, la llama de la rebelión sigue vive y tiende a expresarse siempre que encuentra un cauce.
El movimiento revolucionario
El aspecto decisivo que inclinó la balanza en la caída de Mubarak y Ben Alí fue precisamente el más silenciado por la prensa burguesa: el papel de la clase obrera. La acción enérgica de los trabajadores en Egipto, el inicio de una serie de ocupaciones de fábricas y de creación de comités, y la convocatoria de una huelga general indefinida hasta la defenestración de Mubarak, fueron determinantes. En ese momento la burguesía egipcia, el imperialismo estadounidense y la cúpula militar, vieron las orejas al lobo y sacrificaron definitivamente al viejo dictador, con el fin de no perderlo todo. Durante el período inmediatamente posterior, tuvieron que sudar tinta para conseguir mantener el control con un gobierno mínimamente estable, dada la fuerza de lo que allí llaman “la calle árabe”.
En Túnez se produjo una explosión de la juventud desocupada, que arrastró a los sectores decisivos de la clase obrera organizados en la Unión General de Trabajadores de Túnez (UGTT). La insurrección espontánea de las masas en numerosas localidades, pronto encontró un canal de expresión en cientos de secciones sindicales de base que organizaban a la vanguardia obrera. Pese a la corrupta dirección de la UGTT, e incluso después de la caída de Ben Alí, la burguesía tuvo serias dificultades para retomar el control de la situación y formar un gobierno con cierta estabilidad. De hecho, tuvieron que emplearse a fondo para implicar a los dirigentes de la UGTT y a las organizaciones provenientes del estalinismo en fórmulas diversas de gobiernos de unidad nacional que pudieran frenar la furia de las masas, y acabar con los embriones de poder obrero que afloraban a partir de la actividad de las secciones sindicales y los comités populares.
Fue en Libia donde los comités revolucionarios se desarrollaron masivamente y provocaron la descomposición del Estado bonapartista burgués de Gadafi. La insurrección armada en Libia, comenzada en la ciudad de Bengasi, fue extendiéndose como la pólvora por todo el territorio hasta llegar a la capital Trípoli. A pesar de lo que muchos comentaristas provenientes del estalinismo plantean en la actualidad, presentando al régimen de Gadafi como un ejemplo de socialismo, lo cierto es que llevaba mucho tiempo en alianzas con las potencias imperialistas, entregando las riquezas naturales del país a las multinacionales italianas, españolas y francesas. Gadafi y su camarilla habían cambiado mucho desde las reformas y nacionalizaciones de los primeros años de su gobierno (y que en una etapa histórica le empujó a apoyarse en la URSS). Su evolución era hacia la derecha, hasta convertirse en un títere megalómano y corrompido por sus nuevos amos occidentales, completamente desacreditado ante su pueblo.
El movimiento pronto se desarrolló a través de una guerra revolucionaria de milicias, que no eran más que la expresión de las asambleas y comités populares. Sin embargo, que los dirigentes de esas milicias y comités aceptaran el apoyo militar envenenado del imperialismo, no sólo mostró el carácter pequeñoburgués de su programa y su completa desorientación, fue decisivo también para transformar el carácter de la lucha y el desenlace de la misma. La intervención no tenía nada que ver con ninguna causa democrática o humanitaria. Hay que recordar que mientras los marxistas nos opusimos rotundamente a las incursiones aéreas de Italia, Gran Bretaña y Francia, la socialdemocracia, muchos exestalinistas, y no pocos autodenominados “anticapitalistas” la aplaudían y jaleaban con la hipócrita excusa de aliviar la situación de las ciudades sitiadas por el ejército mercenario de Gadafi.
La acción imperialista tuvo efectos dramáticos: precipitó la caída de Gadafi, pero acabó con el carácter socialista que mostró la rebelión popular en sus inicios, animando al afloramiento de una legión de señores de la guerra que controlan pedazos del país. La contrarrevolución sumió Libia en el caos.
La revolución unifica a las masas, la contrarrevolución divide
Hay otro aspecto de la primavera árabe igualmente silenciado. Fue un movimiento que aunó con fuerza a los trabajadores y jóvenes, independientemente de su etnia o religión. En una zona del mundo donde las divisiones étnicas, religiosas y de género son tan marcadas, fruto del trabajo del imperialismo durante décadas y su política del “divide y vencerás”, millones de personas se manifestaron juntas por un futuro digno; musulmanes y cristianos coptos, suníes y chiíes, árabes y bereberes, hombres y mujeres… Incluso en Iraq, las movilizaciones aunaron por primera vez las zonas de mayoría suní, chií y kurda. En Siria, el movimiento en sus fases iniciales no tenía ningún carácter sectario, unían igualmente a suníes, alauíes, cristianos y ateos. Es más, la primavera árabe tuvo la fuerza de estimular el movimiento de los indignados en Israel, a cuyo campamento llamaron “plaza Tahrir”, y que popularizaron el lema “camina como un egipcio”.
Esa unión de los oprimidos por encima de las diferencias religiosas o étnicas (y mucho más en el caso de Israel) era un peligro mortal para el imperialismo, que usó todo su poder y dinero para fomentar nuevas división y crear, especialmente en Siria (como ya hizo en Iraq y Afagnistán), milicias yihadistas.
La clase dominante ahogó en sangre la revolución en Siria antes de que los brotes germinaran, y la destruyó en Libia, porque había aprendido de la experiencia de Túnez y Egipto. En estos países los acontecimientos les pillaron por sorpresa, su clase obrera es muy fuerte, venían de un triunfo histórico, y además el imperialismo tenía dificultades para explotar divisiones sectarias. Así, su táctica fue diferente. Intentaron ganar tiempo con todo tipo de maniobras, esperando que el movimiento se desinflara. Ofrecieron concesiones democráticas estrictamente formales y muy limitadas para persuadir a un sector de la población y desanimar al más movilizado. En particular, prometieron Asambleas Constituyentes para que la izquierda picara el anzuelo, y se abandonara la lucha por el socialismo, esto es, por conseguir las reivindicaciones más urgentes de las masas (mejoras salariales, viviendas dignas, precios asequibles de los productos básicos, sanidad y educación públicas, derechos democráticos…), de la única manera que sería posible hacerlas realidad: luchando por la nacionalización de la banca, de los monopolios imperialistas, por la incautación de las propiedades y empresas de las camarillas gobernantes y la entrega de la tierra a los campesinos.
Se pusieron en marcha todo tipo de elecciones (en gran parte amañadas) intentando dar una apariencia democrática a la dictadura del capital. Por supuesto, también se aparentó una farsa de “juicio político” contra las dictaduras, incluso se llevó a los tribunales a Mubarak. Pero estas maniobras no tuvieron el efecto suficiente como para acabar con el movimiento, incluso fueron desautorizadas por una abstención mayoritaria .
El papel de los islamistas
Para contener la rebelión, la burguesía árabe y los imperialistas —especialmente los estadounidenses— utilizaron los servicios de las organizaciones islamistas de los Hermanos Musulmanes en Egipto y En Nahda en Túnez. Ambos llegaron al gobierno ante la ausencia de alternativas revolucionarias claras , y con un resultado escaso (23% de los posibles votantes en Egipto; y 21% de los inscritos en Túnez). Tanto los Hermanos Musulmanes como En Nahda llevaron a cabo una política procapitalista, utilizaron los cuerpos armados del Estado para continuar la represión (los mismos cuerpos que, en el caso de Egipto, les desplazarían después) y emprendieron un programa social reaccionario. A los imperialistas les favorecía porque, no sólo aplicaban su agenda política , sino que les permitía una demagogia antiislamista muy útil para preparar un recambio, apoyándose de nuevo en sus fieles aliados del aparato del Estado (especialmente los altos mandos del Ejército) que había permanecido intacto.
Los gobiernos islamistas se enfrentaron a una rebelión de masas cada vez más amplia. En el verano de 2013 vimos en Egipto un proceso creciente de movilizaciones, la vuelta a la plaza Tahrir, y el aislamiento social de los Hermanos Musulmanes. También en Túnez la revolución se reavivó: en junio de 2012 y febrero de 2013, al calor del asesinato de los líderes izquierdistas Mohamed Brahmi y Chukri Bel Aid, la UGTT convocó la primera huelga general en 80 años, se celebraron manifestaciones históricas y volvieron a resurgir los comités populares.
Sin embargo, estas nuevas crisis revolucionarias fueron aprovechadas por la reacción. El general Abdelfatá Al Sisi dio un golpe de Estado en Egipto, con el respaldo de la cúpula militar y los EEUU. El presidente Mursi fue detenido, y miles de militantes de los Hermanos Musulmanes fueron asesinados. Algunos autodenominados marxistas, no se sabe muy bien por qué, hablaron de que Al Sisi había “usurpado” el movimiento de protesta debido al “prestigio” de los militares entre la población, pero que se estaba muy lejos de un golpe de Estado clásico. En realidad, Al Sisi y la camarilla militar encabezaron un típico golpe bonapartista. Por un lado lanzaban proclamas demagógicas contra la “islamización” de Egipto para golpear a los Hermanos Musulmanes, y ganar la complicidad de ciertos sectores de la “progresía” de izquierdas, las fuerzas nasseristas, o la Federación de Sindicatos Independientes; pero todo eso servía como preparación de su verdadero objetivo: reprimir salvajemente a la clase obrera, a la juventud de izquierda, a los sindicatos y las organizaciones populares combativas, imponiendo en la práctica una dictadura militar.
En Túnez, el partido que se presentó (y que fue presentado por la izquierda y la UGTT) como bandera de la lucha por la laicidad, Nidá Tunis, acogió en su seno a los elementos de la antigua dictadura; con tal bandera pudo ganar las elecciones de octubre de 2014, y aun así por sólo siete puntos de diferencia. Paradójicamente, su firmeza laicista se desmoronó fácilmente, llegando a los cuatro meses a un acuerdo con los islamistas de En Nahda.
La lucha continúa y la conciencia avanza
Sí, la revolución ha sido derrotada en su primera etapa. La contrarrevolución domina el país más importante, Egipto, y en donde no hay conflicto bélico los gobiernos siguen defendiendo los intereses de la burguesía local y las potencias imperialistas de turno. Pero la lucha continúa, y el topo de la historia sigue haciendo su trabajo.
En Túnez hemos visto una explosión social en enero , y en Egipto, pese a la tremenda represión, la lucha obrera no ha cesado, llegando este invierno a afectar a casi todos los sectores y a casi todas las zonas: huelgas entre los 3.000 trabajadores de la mayor compañía de aluminio, los 11.000 de Iron and Steel Company, los 12.000 de la petrolera Petrotrade, los 15.000 de la Shebin-al-Kom Textile Company (empresa renacionalizada; los huelguistas exigieron durante tres semanas la prometida readmisión de los despedidos cuando era privada), 2.000 de empresas del Canal de Suez (exigen un aumento salarial del 400%), de los obreros que ocuparon la empresa de fertilizantes de Assiut, de los miles de las empresas del sector alimentario, de los de seguros, los del metro, los médicos (contra la represión policial). Esta oleada precede a la importante victoria de 14.000 huelguistas de la empresa Misr Spinning and Weaving, de Mahala el-Kubra (enorme conglomerado que es el principal referente obrero), así como la de una empresa textil de 7.000 obreros. Esas dos huelgas se extendieron peligrosamente y motivó que el gobierno de Al Sisi cediera.
Las experiencias no pasan en balde, aun siendo muy dolorosas. Poderosas convicciones dominan las mentes de miles de activistas del movimiento. Los hechos hablan por sí mismos. Como señalamos en la declaración de la Corriente Marxista Revolucionaria de febrero de 2011, “la consecución de plenos derechos democráticos y de conquistas sociales, al menos de forma permanente, está descartada dentro de este sistema. El imperialismo no se puede permitir relajar el brazo de hierro con el que ahoga a los trabajadores y otros sectores, en época de crisis (…). La situación actual en los países árabes reivindica plenamente la teoría de la revolución permanente desarrollada por León Trotsky. La única posibilidad de realizar plenamente las aspiraciones democráticas de las masas, y mejorar radicalmente sus condiciones de vida, es tomando medidas decisivas contra el imperialismo y el capitalismo (…) La clase obrera árabe, encabezando a todos los oprimidos de la sociedad, debe tomar el poder en sus manos”.