¡Las organizaciones de la clase obrera deben responder con la huelga general a los fascistas y la oligarquía!
El domingo 8 de enero miles de partidarios del expresidente brasileño Jair Bolsonaro asaltaban simultáneamente las sedes del Parlamento, el Tribunal Federal de Justicia y el Palacio Presidencial de Planalto en Brasilia. En una imagen que parecía calcada del golpe organizado por Donald Trump y sus seguidores en EEUU, decenas de miles exigían al ejército tomar el poder y derrocar a Lula, elegido presidente de Brasil en las elecciones del pasado 30 de octubre de 2022.
Las primeras noticias hablan de más de 260 detenidos y, aunque los medios de comunicación capitalistas, secundados por el propio Gobierno de Lula, insisten en que la situación ya está totalmente controlada y presentan estos hechos como “los últimos coletazos del bolsonarismo”, la realidad es muy diferente.
¿Un golpe sin apoyo de la clase dominante?
La estrategia golpista de Bolsonaro no responde a su supuesta locura y desesperación. Mucho menos demuestra aislamiento. Si algo queda claro con esta arremetida golpista es que cuenta con el apoyo de sectores decisivos del poder financiero e industrial y del aparato estatal, empezando por la oficialidad del ejército y la policía. Además, dispone del respaldo de las llamadas milicias, grupos paramilitares vinculados al narcotráfico, las mafias policiales y los terratenientes, cuyo núcleo duro está compuesto por decenas de miles de fascistas movilizados y armados.
Los principales señalados por su colaboración en el golpe son el gobernador bolsonarista del Distrito Federal (Brasilia), Ibaneis Rocha, y su jefe de policía, Anderson Torres, exministro de Bolsonaro. Pero estos solo son la punta del iceberg. Es imposible mantener campamentos fascistas durante meses ante cuarteles y edificios públicos exigiendo un golpe, o movilizar centenares de autobuses por todo el territorio nacional hasta Brasilia para ejecutarlo, sin el apoyo financiero y político de empresarios, banqueros, terratenientes y la complicidad de numerosos gobernadores regionales y los mandos del ejército y la policía. Periodistas y testigos presenciales han difundido imágenes de policías haciéndose selfis con los asaltantes, y mandos ordenando retirarse para dejarles actuar. A todo esto se suma que altos funcionarios del propio Gobierno dedicasen tan solo 200 efectivos a proteger el Palacio Presidencial ante una manifestación convocada hace semanas, y en la que la amenaza de un golpe violento era notoria.
Si esta intentona golpista no se ha impuesto no es porque un sector mayoritario de la clase dominante apueste por la democracia, como plantean los dirigentes del PT y dan por bueno también muchos del PSOL y de los sindicatos. Un argumento de una ingenuidad lastimosa que niega la realidad.
Los pactos con la derecha y la actuación del Gobierno lulista ante el golpe
Toda la clase dominante coincide en un mismo objetivo: cargar el peso de la crisis que sufren el capitalismo mundial y brasileño sobre las masas, seguir atacando los derechos sociales y democráticos y aplastar la movilización obrera y popular. Sus diferencias son el ritmo y tácticas para hacerlo.
Un sector se ha implicado decididamente en esta primera ofensiva golpista, otro se ha mantenido a la expectativa, esperando a ver como se desarrollaba para decidir. Incluso los sectores de la clase dominante que, al menos de momento, apuestan por utilizar a Lula y el PT para frenar, desgastar y desmoralizar a las masas, han dejado hacer a los golpistas y están utilizando la amenaza de nuevas tentativas para exigir a Lula que modere aún más su programa.
Una de las consecuencias de la estrategia de pactos con la derecha de Lula y el PT, con el fin de “enfrentar” a Bolsonaro y “defender” la democracia, ha sido incluir a representantes directos de la burguesía en su Gobierno. Un caso especialmente escandaloso es el del ministro de Defensa, José Mucio. Conocido por sus vínculos con los sectores más reaccionarios del ejército, Mucio se ha declarado amigo de Bolsonaro, con quien compartió partido varios años, y definió los campamentos fascistas como “actos que forman parte de la democracia” reconociendo la participación en ellos de “amigos y familiares”. Como no podía ser de otro modo, el encargo de Lula a Mucio de desmantelar los campamentos ha sido obviado y los fascistas se han movido a sus anchas para preparar su asalto al poder.
Pero Mucio no está solo. El vicepresidente Alckmin, la ministra Simone Tebet, candidata de derecha en la primera vuelta, son destacados representantes de la burguesía que defienden políticas neoliberales y reaccionarias. Otros ministros ya se han encargado de dejar claro que para no soliviantar los ánimos lo mejor es renunciar a reivindicaciones como el pleno derecho al aborto y otras reivindicaciones democráticas y sociales que puedan molestar a los fascistas.
Como demuestra toda la experiencia histórica, y confirma la experiencia reciente de Perú, estas renuncias y concesiones lejos de calmar a la clase dominante y la reacción tienen el efecto contrario: desmovilizar y desmoralizar a las masas facilitando los planes golpistas.
¿Los imperialistas contra el golpe?
Otro argumento que los medios capitalistas, los dirigentes del PT y otros sectores de la izquierda reformista repiten es la supuesta ausencia de “apoyo exterior” al golpe y la condena unánime de la comunidad internacional. Las declaraciones de Joe Biden y de diferentes portavoces del Gobierno estadounidense rechazando “cualquier ataque a la democracia brasileña” son señaladas como pruebas incontestables.
No hay peor ciego que el que no quiere ver. Como hemos explicado, en Perú el imperialismo estadounidense —temiendo que un golpe prematuro provocase un estallido revolucionario y un fiasco como los de Bolivia y Venezuela— reconoció a Castillo durante año y medio, proclamando su respeto por la democracia peruana (igual que hoy hacen con Brasil) mientras exigían la renuncia a cualquier medida de izquierdas. En cuanto pudo, Washington desempolvó el viejo manual golpista para derrocar al presidente legítimo elegido en las urnas.
China es el primer importador y exportador a Brasil, ampliando año tras año la distancia sobre EEUU y la UE. Es un hecho que, frente a la delegación estadounidense, liderada por una figura secundaria y con escaso protagonismo, China envió a la investidura de Lula al vicepresidente Wang Quixan con una carta personal de Xi Jinping invitándole a visitar China y estrechar aún más la relación entre ambos países y la alianza de los BRICS.
Lula habló a favor de ampliar las relaciones con China al tiempo que insistió en una “relación equilibrada y pragmática” con el imperialismo asiático y su rival estadounidense para intentar mejorar la situación del capitalismo brasileño. Además hizo hincapié en reforzar la CELAC, creada en 2010 por su Gobierno junto a otros latinoamericanos como intento de avanzar hacia una mayor integración latinoamericana al margen de la OEA, controlada por EEUU. Esto está años luz de una política anti-imperialista pero es vista con desconfianza en Washington, que en un contexto de lucha desaforada por la hegemonía mundial está obligado a políticas cada vez más agresivas frente a China.
De momento, ante los efectos que provocaría en todo el continente un golpe abiertamente fascista en un país clave como Brasil, Biden y la burguesía estadounidense prefieren jugar la carta de la presión.
La amenaza golpista será utilizada no solo por la burguesía brasileña, también por la Casa Blanca, para exigir a Lula que gire aún más a la derecha no solo en políticas sociales sino en todos los terrenos.
Movilizar a la clase obrera con un programa socialista
La insistencia de los dirigentes petistas en que tienen todo bajo control, renunciando a la movilización, es un camino al desastre. Solo puede facilitar nuevas intentonas golpistas, y más pronto que tarde la victoria de la reacción. Para derrotar a Bolsonaro y sus aliados hay que responder con la máxima contundencia: organizando la huelga general y movilizaciones de masas contra el golpe, que deben ser impulsadas por comités de acción y asambleas obreras y populares en cada barrio, centro de trabajo y estudio. Esta es la tarea que tiene por delante la izquierda combativa y clasista en los sindicatos y los movimientos sociales. Hablar de la “fuerza” de la democracia brasileña es un error de calado: lo que hay que hacer es exigir un castigo ejemplar para todos los responsables del golpe (empezando por el propio Bolsonaro y los gobernadores, jefes de policía, capitalistas y terratenientes que le apoyan) y esto solo se puede imponer mediante la lucha de clases más audaz y decidida.
Este plan de lucha debe ir unido a la defensa de un programa socialista que unifique todas las reivindicaciones de las masas, que agrupe a las y los activistas del movimiento obrero y campesino, a los sin tierra, a los afroamericanos, a los pueblos originarios, y los trabajadores inmigrantes, a las organizaciones que luchan por vivienda digna, al movimiento feminista y LGTBI, … explicando que es perfectamente posible satisfacer ya hoy todas esas reivindicaciones con una única condición: la expropiación de los capitalistas, terratenientes y multinacionales, nacionalizando los bancos, las grandes empresas y la tierra bajo el control democrático de la clase trabajadora.
Con este programa, el proletariado brasileño desplegaría toda su fuerza, uniendo y movilizando a todos los oprimidos para barrer el fascismo; permitiría atraer a sectores de las capas medias empobrecidas por el capitalismo que, decepcionados con los Gobiernos del PT, cayeron en la desmoralización. Según encuestas recientes, un 49% votó por Bolsonaro pero solo un 20% se declara bolsonarista y apoya su programa autoritario y reaccionario.
Una política genuinamente revolucionaria atraería a estos sectores como un imán. Por supuesto, este programa debe incluir la organización de la autodefensa obrera, y un llamamiento a la base del ejército para organizar comités de soldados contra el fascismo.
El golpe del 8 de enero es una nueva advertencia de lo que está en juego. Una primera batalla de una lucha que va continuar con mucha dureza en el próximo periodo.