El lunes 10 de agosto presentaba su dimisión el Gobierno libanés. Apenas seis días después de la brutal explosión del puerto de Beirut se han vuelto a poner sobre la mesa los dos elementos clave de la situación política del país: la podredumbre del régimen capitalista sectario y la determinación de las masas por derrocarlo.

Los hechos del 4 de agosto marcan un punto de inflexión en la historia libanesa y en el proceso revolucionario que comenzó en octubre de 2019. La explosión de 2.750 toneladas de nitrato de amonio (un químico que se utiliza tanto en fertilizantes como en explosivos) abrió un cráter de 140 metros de ancho y 43 de profundidad. Las consecuencias de la explosión fueron cuasi apocalípticas y han sacudido literalmente los cimientos de la sociedad libanesa: al menos 171 muertos, más de cien desaparecidos, más de 6.000 heridos, 300.000 personas han quedado sin hogar –una sexta parte de la población de la capital–, y 100.000 niños han resultado afectados. Nueve hospitales resultaron dañados, quedando cuatro de ellos inutilizados.

Se calcula que la cuantía de los daños alcanzará los 15.000 millones de dólares. El puerto de Beirut es la principal entrada de mercancías a un país que importa el 80% de los productos que consume. Su segundo puerto, Trípoli, no reúne las condiciones para absorber ese tráfico. En el caso del trigo, Líbano importa el 90% de lo que consume. Los enormes silos semiderruidos han quedado como un símbolo de la incapacidad del Estado: ni siquiera eran de propiedad pública y no había una reserva estratégica de grano. Antes de la explosión ya se había recortado la producción y distribución de pan por la falta de divisas; ahora, la ONU advierte que puede haber escasez de pan en unas semanas.

Líbano ya se enfrentaba a una situación límite. La peor crisis económica de su historia ha colocado a la mitad de la población bajo el umbral de la pobreza, hay un corralito bancario, la moneda ha perdido más del 80% de su valor y el 22 de julio se convirtió en el primer país de Oriente Medio en alcanzar la hiperinflación. En las redes sociales aumentaba el trueque de pertenencias humildes por pañales y leche para bebés y la desesperación había llevado a varios casos de suicidios públicos. Por si esto no era suficiente, la primera semana de agosto se estaba registrando el pico más alto de contagios de covid-19.

El Estado sectario, único responsable

No existe el menor margen para hablar de accidente en la explosión del puerto. El cargamento de nitrato de amonio llevaba almacenado allí, en condiciones precarias, desde su incautación en 2013. A pesar de repetidas advertencias sobre su peligrosidad, nunca se tomó ninguna medida para almacenarlo en condiciones de seguridad o destruirlo, quizá esperando una ocasión para venderlo y obtener un buen beneficio.

El horror producido era absolutamente evitable y no se puede explicar sin entender la naturaleza del corrupto Estado libanés. Las familias que controlan la economía y el Estado, a través de los diferentes partidos sectarios, son las mismas que encabezaron las diferentes facciones de la guerra civil entre 1975 y 1990 y básicamente las mismas que controlan el país desde su independencia de Francia en 1943. El imperialismo francés utilizó a fondo el “divide y vencerás”, contribuyendo al establecimiento de un sistema sectario por el que el presidente debía ser cristiano, el primer ministro musulmán suní y el presidente del parlamento musulmán chií.

La guerra civil libanesa se convirtió en el campo de batalla de Oriente Medio, donde resolvían sus enfrentamientos potencias imperialistas y regionales: EEUU, Francia, Israel, Siria, Irán… Los caudillos cristianos y musulmanes se adaptaron a esa situación y conservaron sus posiciones cuando la guerra terminó. Los trajes y corbatas sustituyeron a los uniformes militares. El sistema político sectario se mantuvo con cambios mínimos.

Treinta años después, el Estado es incapaz de asegurar electricidad ni unas pocas horas al día –las últimas semanas dejaron de funcionar los semáforos en Beirut–, agua corriente y saneamiento adecuado, un sistema de recogida de basuras digno o una política de salud pública que haga frente a la pandemia. Las diferentes camarillas de la oligarquía abandonaron cualquier actividad económica productiva y se dedicaron al turismo, a la especulación inmobiliaria y a convertirse en el lavadero de dinero negro de Oriente Medio, parasitando los recursos del Estado y de un sistema bancario convertido en una especie de gigantesca estafa piramidal. Mientras la mayoría de la población cae en la pobreza sin poder acceder a sus ahorros, los banqueros han sacado miles de millones de dólares del país.

Como cualquier infraestructura susceptible de generar ingresos, el puerto de Beirut es uno de los lugares más apetecibles donde parasitar recursos públicos. Cada viejo caudillo sectario y sus familiares que copan los puestos más altos del poder, cada lacayo que han colocado en posiciones influyentes en el sector público o en el privado, cada ministro y cada burócrata... Esta mafia a la que la prensa burguesa se refiere como “clase política” es responsable colectiva de lo ocurrido el 4 de agosto.

Del ‘shock’ inicial a la ira revolucionaria

La explosión planteó de inmediato gigantescas tareas: la búsqueda de supervivientes, la limpieza de las calles, el traslado de los heridos a puntos donde pudieran ser atendidos ante el colapso del sistema sanitario… El Estado corrupto se limitó a decretar el estado de emergencia, para evitar protestas, y después desapareció de las calles.

La población de los barrios afectados, en primer lugar los jóvenes que han sido la punta de lanza del movimiento revolucionario desde octubre, tomaron sobre sus hombros todo este trabajo. Enseguida comenzaron a llegar voluntarios de todos los barrios de Beirut y de otras ciudades, en una nueva muestra de la fuerza imparable de la juventud y la clase obrera cuando se ponen en marcha.

En cuestión de horas, el shock se transformó en indignación. Las consecuencias de la explosión y el abandono posterior del Estado se convertían en una obscena imagen gráfica de lo que podía ofrecer el régimen. Mientras el Gobierno prometía “castigar a los negligentes” y una investigación a fondo en no más de cinco días –algo que nadie se creía–, en la calle la rabia crecía a cada minuto.

El jueves 6 se produjo la visita sorpresa del presidente francés Macron. La antigua metrópoli colonial hacía valer sus credenciales frente a actores regionales con renovados intereses en Líbano, como Arabia Saudí, Irán y Turquía. Aprovechando un paseo por el barrio cristiano de Gemeize –el más afectado por la explosión y al que no se había acercado ningún miembro del Gobierno libanés–, Macron intentó ofrecer una imagen de cercanía, hablando con voluntarios que le conminaban a no ayudar al régimen corrupto. Tras prometer que las ayudas irían al “pueblo y no a los políticos” se redoblaron los gritos de “el pueblo quiere la caída del régimen” y comenzaron las cargas policiales y el lanzamiento de gases lacrimógenos.

A partir de ese momento, las manifestaciones y enfrentamientos con la policía fueron en aumento. Para el sábado se convocó una gran manifestación en Beirut, bautizada como “el día del juicio” para exigir la renuncia del Ejecutivo. El carácter de esa manifestación superaba en radicalización a todas las celebradas desde octubre del año pasado, y se concretaba en el hashtag “preparad las sogas”. La tarde del sábado miles llenaron el centro de Beirut, mientras se desplegaban, esta vez sí, cientos de soldados para reforzar a la policía. Cuando impidieron a los manifestantes dirigirse a las cercanías del parlamento –rodeado desde hace meses por barricadas de hormigón–, estos se dirigieron a otros edificios del Gobierno, ocupando varios ministerios y el edificio de la patronal bancaria. La represión convirtió la jornada en la más violenta desde el año pasado: más de 700 heridos y un policía muerto al caer por una ventana.

Esa misma tarde, el presidente Hassan Diab llamaba a celebrar elecciones anticipadas tras declarar que “la gente tiene derecho a estar furiosa”, pero el golpe asestado al régimen por la manifestación del sábado fue muy duro. Una cascada de dimisiones comenzó el domingo, sumando 5 de los 30 ministros y 10 de los 128 diputados. El lunes 10 de agosto Diab anunció la dimisión de todo el Gobierno.

Esto no ha detenido las movilizaciones, que se han seguido desarrollando cada tarde. Tras celebrar la dimisión del Gobierno, los manifestantes apuntaron a que el siguiente en dimitir tiene que ser el presidente Michel Aoun. El martes, por tercera noche consecutiva, los manifestantes se enfrentaban a la policía intentando avanzar hasta el parlamento.

La revolución socialista, el único camino

Desde el 17 de octubre, cuando se inició el levantamiento social en Líbano, la clase obrera, los oprimidos y la juventud en vanguardia han respondido con contundencia a los debates recurrentes sobre “la falta de conciencia revolucionaria” o “el papel de la clase obrera”. En apenas unas semanas paralizaron el país con huelgas y unas movilizaciones en las que participó el 30% de la población, obligando a dimitir al primer ministro Saad Hariri y derribando un gobierno sostenido por todos los sectores de la oligarquía sectaria.

En el país de la división sectaria más refinada, organizada legalmente a lo largo de décadas, la única fuerza que ha sido capaz de poner todo ese entramado en tela de juicio ha sido la movilización de masas, armada con los métodos de lucha clásicos de la clase obrera: huelgas y manifestaciones masivas, asambleas, la paralización del país hasta conseguir la caída del régimen.

La oligarquía libanesa y el imperialismo están más débiles que nunca pero aún tienen el poder en sus manos y un programa y una estrategia que se basan en su experiencia histórica. En las próximas semanas veremos todo tipo de maniobras. Las palabras de Hassan Diab al dimitir fueron muy elocuentes: “damos un paso atrás para estar al lado del pueblo”, algo que hemos visto en cada proceso revolucionario. Intentarán por todos los medios desviar la atención y buscar algo de legitimidad, centrando todo en el terreno electoral, utilizando la “ayuda internacional” o incluso cooptando figuras de los sectores más reformistas que hayan participado en las movilizaciones.

Si bien la clase obrera ha jugado un papel central, el movimiento muestra debilidades que es necesario superar. El hecho de que ninguna organización sectaria haya dirigido las movilizaciones ha dificultado su control por el Estado. Pero eso no se contradice con que es imprescindible una dirección revolucionaria, una organización armada con el programa del marxismo internacionalista. Cuanto más tarde en levantarse más margen de maniobra tendrán los adversarios de la revolución para descarrilarla.

Desde el comienzo de la revolución ha sido popular la reivindicación de “Gobierno de tecnócratas”. Aunque se pueda entender como la aspiración a un Gobierno sin presencia de partidos sectarios, la formulación del programa es decisiva. Del régimen burgués solo surgirá una solución para el propio régimen. De hecho, el Gobierno que acaba de dimitir se presentó como un Gobierno “de tecnócratas”, aunque su base fuese la alianza del tándem Hezbolá-Amal y el Movimiento Patriótico Libre del presidente Aoun.

La experiencia de la primera oleada de la Primavera Árabe es muy clara al respecto. La fuerza del movimiento revolucionario que derribó en escasos veinte días la dictadura de Mubarak en Egipto en 2011 fue insuficiente para derrocar el sistema capitalista en que se sustentaba, que fue capaz de recuperarse y aplastar la revolución con el golpe de Al Sisi.

Un partido revolucionario, marxista, debe ofrecer en este momento una estrategia clara y consecuente hacia el derrocamiento del capitalismo y el establecimiento del poder obrero, basándose en los sectores y los métodos más avanzados del movimiento. En primer lugar, el establecimiento de comités revolucionarios, sobre la base de los comités y asambleas que ya existen, que jugasen un papel similar a los sóviets en la Revolución rusa –coordinación, dirección y embrión del poder obrero–.

En segundo lugar, el programa de acción debería concretarse en:

  • Extensión del movimiento al resto del país, a la combativa Trípoli, a Sidón, Tiro, Baalbek, Nabatiye, al valle de Bekaa, a todas las ciudades que han sido bastiones de la revolución estos meses.
  • Ninguna confianza en los partidos sectarios y en sus patrocinadores imperialistas. Solo el pueblo salva al pueblo.
  • Establecer un trabajo en la base de los soldados y las fuerzas represivas, con llamamientos a desobedecer las órdenes de reprimir y a formar comités de soldados, a la vez que organizar la autodefensa del movimiento revolucionario.
  • Convocatoria de una huelga general revolucionaria hasta derrocar a la oligarquía.
  • Expropiación de la banca, de las fortunas de la mafia sectaria y de las palancas fundamentales de la economía bajo el control democrático de la población.
  • Llamamiento internacionalista, a los trabajadores y jóvenes de Oriente Medio y del mundo, empezando por el pueblo iraquí –de nuevo en las calles desde hace semanas–, por la clase obrera iraní –que protagoniza la mayor oleada de huelgas en años–, jordana –que está desafiando la ilegalización del sindicato de maestros– al pueblo palestino y a los trabajadores y jóvenes israelíes que llevan semanas en la calle para derribar el Gobierno de Netanyahu.

El derrocamiento revolucionario del capitalismo en Líbano tendría un efecto formidable en todo Oriente Medio y el mundo árabe, unificando la lucha de los oprimidos. La solidaridad internacionalista con el pueblo del Líbano es más necesaria que nunca. Y la primera tarea es contribuir a que esta rebelión cuente con un partido revolucionario, basado en la clase obrera, la juventud y los oprimidos, la única fuerza que se ha demostrado capaz de poner patas arriba el régimen capitalista libanés. Únete a Izquierda Revolucionaria.


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