Hace ya más de dos meses que comenzaron las manifestaciones frente a la residencia oficial del primer ministro Netanyahu en Jerusalén. En pocos días se extendieron a todo el país, conformando el movimiento de protesta más extenso y profundo desde el levantamiento social que se produjo en el verano de 2011 al calor de la Primavera Árabe.

Si bien había protestas simbólicas contra Netanyahu desde hacía meses en la plaza de París, se produjo un salto cualitativo el 14 de julio, en una manifestación de miles de personas que fue bautizada como la Noche la Bastilla, por la coincidencia con el aniversario de la Revolución francesa.

Este movimiento social responde a factores muy concretos. Igual que en otros países, tras unas semanas de confinamiento frente a la pandemia, el Gobierno israelí abrió rápidamente la economía, primando los intereses capitalistas frente a la salud pública. El resultado ha sido un fuerte rebrote que ha colocado a Israel como primer país del mundo en contagios por millón de habitantes.

La reapertura de la economía no ha evitado que en el segundo trimestre el PIB se desplome un histórico 29%, que se ha traducido en un dramático incremento del paro del 4% al 21%. La clase obrera israelí ya vivía al límite antes de la pandemia: las cifras macroeconómicas ocultaban, igual que en otros países, la precarización y la caída del nivel de vida en que se basaba el crecimiento económico.

A esto se añade la propia figura de Netanyahu como cara visible de un régimen cada vez más reaccionario, corrupto y despótico. Todo esto ha dado lugar a una tormenta perfecta que ha acabado estallando. Las consignas “¡dictador, vete a casa!”, “¡vergüenza!” o “¡corruptos a la cárcel!” son un ejemplo de ello. 

Como en el resto del mundo, la juven­tud, que sufre especialmente la precarie­dad y la falta de futuro está siendo la vanguardia de las protestas. Casi al mismo tiempo que comenzaban las manifestaciones, se producían huelgas entre las enfermeras o los trabajadores sociales (que se saldaron con victorias) y manifestaciones de miles de desempleados en Tel Aviv. La respuesta del Gobierno ha sido la represión policial y el propio Netanyahu ha calificado a los manifestantes de “anarquistas de izquierda” y movilizado a sus partidarios para enfrentarse a las manifestaciones, lo que ha echado más leña al fuego.

Crisis política y escisión en la clase dominante

Estas movilizaciones son también la otra cara de la profunda crisis política que azota al régimen sionista y las divisiones que recorren a la clase dominante. Sectores decisivos de la burguesía y del aparato del Estado sionista han roto con Netanyahu y están intentando derribarlo desde hace años. Que no lo hayan conseguido no hace sino reflejar la impotencia y el callejón sin salida del régimen.

Este sector de la clase dominante sionista formó apresuradamente la coalición Kahol Laván (Azul y Blanco), encabezada por Benny Gantz, antiguo jefe del Estado Mayor del Ejército, para enfrentarse a Netanyahu tras el desplome del Partido Laborista —otro reflejo de la ­crisis del régimen—.

Netanyahu se enfrenta a cargos de soborno, fraude y abuso de poder, y podría acabar en la cárcel. Su única salida es alcanzar la mayoría absoluta como sea para tramitar cambios legales que le den inmunidad.

En las tres elecciones parlamentarias celebradas en el último año, Netanyahu y Gantz han obtenido resultados similares pero el segundo ha sido incapaz de articular una mayoría en un parlamento muy fragmentado. In extremis, amagando con unas cuartas elecciones, Netanyahu consiguió formar un Gobierno con Gantz repartiéndose el cargo de primer ministro dos años cada uno.

Este es un Ejecutivo dominado por Netanyahu y ya ha entrado en crisis por la elaboración de los presupuestos. Si el 25 de agosto no se aprobaban se convocarían nuevas elecciones. Ese mismo día se aprobó una prórroga de cien días, un parche legal que simplemente aplaza la crisis. A Netanyahu, unas nuevas elecciones le eximirían de ceder el cargo a Gantz y le permitirían seguir afrontando sus juicios con el blindaje legal que le da el poder.

Acuerdo con Emiratos

En este contexto se ha producido el acuerdo negociado por Trump por el que Emiratos Árabes Unidos reconoce formalmente la existencia de Israel. Aunque calificado de “histórico” —al ser el ­tercer país árabe que da este paso tras Egipto y Jordania—, en realidad este acuerdo solo hace pública la estrecha relación de décadas entre Emiratos e Israel en ámbitos como la seguridad, la inteligencia, etc. Este pacto tiene mucho de tabla de salvación para sus protagonistas, que se enfrentan cada uno a importantes problemas de orden interno.

Además de enfrentarse al movimiento en la calle y a las dificultades de su Gobierno, Netanyahu había prometido la anexión de partes de Cisjordania el 1 de julio para garantizarse el apoyo de la extrema derecha en las últimas elecciones. Pero no contaba con el apoyo de nadie, ni siquiera de Trump, que ahora está tratando de compensarle. A su vez, el presidente estadounidense busca algo que ofrecer en las elecciones de noviembre, después del fracaso de su política exterior y de la desastrosa gestión del coronavirus en EEUU. Por su parte, Bin Zayed — príncipe heredero y gobernante de facto de Emiratos, el verdadero hombre fuerte del Golfo—, no está consiguiendo una victoria en ningún escenario en los que está implicado (Siria, Yemen, Libia o el fiasco que está significando su protegido Bin Salmán en Arabia Saudí).

Una alternativa revolucionaria

Las manifestaciones exigiendo la salida de Netanyahu, están unificando todos los problemas sociales del país. Incluso sin una dirección consistente, la propia experiencia del movimiento rompe las maniobras, la demagogia y los prejuicios que han estado utilizando Netanyahu y la burguesía sionista durante años para desdibujar la lucha de clases en Israel. La conclusión de que el problema es todo el sistema se abre paso.

La primera tarea para elevar el movimiento a un nivel superior es unificar y extender los distintos movimientos que ya están en marcha: la clase obrera que está empezando a movilizarse con huelgas en la sanidad o la enseñanza; el movimiento que ha estallado contra la “manada de Eilat”, en un escandaloso caso de violación múltiple de una menor; los árabes israelíes que se manifestaron el 6 de junio contra la ocupación de Palestina, bajo la consigna “palestinian lives matter”, etc.

En este contexto, es indudable que un partido revolucionario, que defendiese abiertamente un programa marxista revolucionario e internacionalista conectaría con las aspiraciones de las masas, en primer lugar con la juventud. Como siempre en la historia, es en la lucha colectiva donde los problemas aparentemente irresolubles se pueden abordar desde otra perspectiva, la de la unidad de los oprimidos frente a los opresores.


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