La mujer oprimida, en primera línea
Ni las maniobras electorales, ni la demagogia islamista, ni la manipulación de los medios, ni la represión policial y militar, pueden parar el curso de la lucha en Egipto. El último desalojo a sangre y fuego de los alrededores de la plaza Tahrir, y la construcción de muros de hormigón para convertir la zona del Parlamento y otros edificios oficiales en un búnker, no ha evitado que la movilización de la juventud revolucionaria continúe. En particular, las mujeres de la clase obrera están escribiendo una página gloriosa de este libro vivo que es la revolución.
Una cincuentena de muertos es el mayor precio que los manifestantes de Tahrir y de otros lugares situados por todo el país han pagado por su osadía desde el 17 de noviembre. Junto a ellos, miles de heridos y de detenidos, la mayoría de ellos torturados. Pero tan despreciable es el que apalea en comisaría como el que escupe calumnias desde el oculto centro de mando de los medios de comunicación. En una apabullante campaña de odio, de la que en un principio participó la prensa burguesa española, los revolucionarios fueron tildados de lúmpenes, de agentes extranjeros, de contrarrevolucionarios, de boicoteadores de las elecciones. Uno de los miembros del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA), el general Abdel-Momein Kato, declaró que los manifestantes son “vagabundos merecedores de los hornos crematorios de Hitler”.
Esta campaña de manipulación pone también en el punto de mira a los periodistas independientes, a los huelguistas y sindicatos, y a los partidos de izquierdas, en especial a los socialistas revolucionarios. A los militares les hacen el coro los islamistas, que cada día que pasa se presentan públicamente con más ataduras con el Estado militar-burgués. Los Hermanos Musulmanes, ausentes de las manifestaciones, están negociando con los generales el mantenimiento de sus prerrogativas en la Constitución que están elaborando, mientras acusan a la izquierda de “promover el caos”.
Un incidente destacable en este sentido fue el incendio del Instituto Egipcio, de enorme valor histórico y arqueológico. Tragedia dentro de la tragedia que inmediatamente fue colocado en el debe de los jóvenes movilizados. Una oportuna confirmación de que quienes se movilizaban eran jóvenes bárbaros sedientos de violencia. Sin embargo, sobran los indicios de que la policía y el ejército pudieran provocar, e incluso organizar, este incendio. Uno de ellos fue su actuación cuando los manifestantes organizaron la retirada de todos los documentos de valor del Instituto, para salvarlos de las llamas, según declaró Sein Abdelhadi, responsable de los archivos y bibliotecas. Esta operación de rescate, a lo largo de toda la noche del sábado 17 de diciembre, fue realizada bajo la lluvia de adoquines y piedras lanzadas por las fuerzas represivas.
Las maniobras de desinformación son complementadas con un intento de disfrazar la salvaje represión. Los soldados que desalojaron las calles aledañas a Tahrir, la noche del 15 de diciembre, lo hicieron descamisados y utilizando piedras y palos. Se trataba de crear confusión entre los manifestantes, de simular un enfrentamiento entre ellos, de disfrazarse de lúmpenes.
La búsqueda de chivos expiatorios con los que justificar la represión ha llevado a los militares a registrar diferentes ONGs internacionales. Estados Unidos ha protestado por este hecho, ya que la mayoría de ellas son brazos políticos del imperialismo (tres son estadounidenses: el National Republican Institut, el International Democratic Institut, y Freedom House). Evidentemente, entre militares e imperialistas existen conflictos (éstos deben proteger sus intereses buscando recambio a aquellos, que tienen difícil poder mantenerse mucho tiempo en poder, o al menos en la primera línea). Sin embargo, en lo fundamental (la lucha contra la revolución) están cien por cien de acuerdo, de hecho el Congreso USA aprobó la exportación de gas lacrimógeno a Egipto, que evidentemente no tiene más finalidad que la citada.
La mujer trabajadora
es también protagonista
De forma muy significativa, en las últimas semanas hemos visto incorporarse como protagonista a la mujer trabajadora. La brutal represión y la extrema humillación de una joven manifestante, que fue prácticamente desnudada en la calle, ha soliviantado a millones de personas. Las imágenes, aunque censuradas, han llegado hasta el último rincón, y provocaron una manifestación masiva, de hombres y mujeres, al grito de “¡Abajo los militares! Estamos aquí, el pueblo, la línea roja”. La contramanifestación de partidarios del CSFA fue patética, con sólo unos cientos de contrarrevolucionarios que pedían “la caída de Tahrir” y “el fusilamiento” de los periodistas testigos de la represión.
Hace pocos días (y no cabe duda que debido al impacto de la lucha), un tribunal declaró ilegales las “pruebas de virginidad” (realmente, violaciones) a las que eran sometidas las manifestantes detenidas; las dos denunciantes fueron detenidas junto a 16 mujeres más, y cientos de hombres, y las 18 fueron golpeadas y sometidas a ésas y otras formas extremas de humillación, y a descargas eléctricas. Que el régimen utilice de forma generalizada tal salvajismo acentúa el hecho de su impotencia, su incapacidad de controlar la sociedad egipcia. El genio de la revolución no es fácil de dominar.
Las mujeres han participado, codo a codo con sus compañeros de lucha, desde el principio, y han sufrido por ello una represión mayor, no sólo por parte de las fuerzas del Estado, sino también de los islamistas. El simple hecho de manifestarse conjuntamente con varones tiene un alto valor revolucionario que implica una ruptura (de ellas y de ellos) con las brutales tradiciones machistas estimuladas desde el poder político y religioso. Pero además, los acontecimientos de estas semanas, refuerzan la idea de que ésta es la misma lucha, de que es imposible luchar contra la represión, contra el régimen, por una auténtica democracia, sin incluir las reivindicaciones contra todo tipo de opresión: contra la explotación obrera, contra la discriminación en cualquiera de sus formas. La lucha de la mujer trabajadora es parte imprescindible de la lucha por la revolución. Una lucha que sólo puede triunfar con la expropiación de las mil familias que dominan la economía egipcia. Pese a todos los intentos de dividir la lucha (hombres contra mujeres, musulmanes contra coptos, jóvenes contra adultos), el régimen está ensanchando la fosa que le separa del pueblo egipcio.
En otro nivel (muy secundario) se siguen desarrollando las interminables elecciones, sujetas a todo tipo de posibles irregularidades (al fin y al cabo, toda la estructura de control electoral es la misma que certificó los pucherazos de Mubarak). La participación media, en las dos vueltas desarrolladas hasta ahora, ha sido del 65%. Es decir, la abstención supera un tercio de la población, formado por quien no ve ninguna alternativa en las instituciones democrático-burguesas. El resultado previsible es la mayoría de los partidos islamistas (Hermanos Musulmanes y salafistas), con alrededor del 65%. Como ocurre en toda revolución, las elecciones no reflejan fielmente la conciencia de las masas, porque no puede expresar una sociedad en movimiento rápido y con diferentes capas, de diferente peso social, moviéndose con ritmo distinto y a veces incluso en sentido contrario. Una parte importante de la población, huérfana de ninguna alternativa genuinamente revolucionaria (al menos con arraigo suficiente), todavía tiene que poner a prueba la demagogia reaccionaria integrista. Pero, como prueban las últimas semanas, en un contexto de creciente polarización, a los islamistas les será extremadamente difícil mantener las distancias con el régimen militar y con el sistema capitalista, a los que están en última instancia fatalmente ligados.