Lejos han quedado los días en los que el acceso a una educación universitaria garantizaba un mayor nivel adquisitivo. Actualmente, la realidad de la juventud trabajadora tras finalizar los estudios choca de frente con la precariedad laboral generalizada que se vive en el país. Se estima que existen 75 millones de personas en "edad productiva"; 31.5 millones conforman al sector de la juventud. De la cifra total, solamente 9 millones tienen un trabajo estable que les permite cubrir necesidades básicas, así como derechos laborales: seguridad social, fondo de ahorro, utilidades, crédito de vivienda, etc.

Por su parte, la Encuesta Nacional de Egresados 2021 mostró que el 43% de este grupo percibió un salario de entre 3mil y 8mil pesos mensuales en su primer empleo, frente a únicamente el 3.9% que recibió más de 15mil, con pocos porcentajes de prestaciones. Esto representa una cantidad abrumadora de jóvenes que sobreviven con bajísimos ingresos mensuales en un contexto económico brutal como el que vivimos; un ingreso tan escaso imposibilita una vivienda digna, una alimentación suficiente, el acceso a servicios básicos.

Cabe resaltar que las mujeres fueron el sector más desfavorecido, pues además de la brecha salarial las posibilidades de prestaciones se mostraron mucho más bajas que para los hombres. 

¿Significa esto que no vale la pena formarse profesionalmente? No. La sociedad necesita técnicos y profesionistas preparados: médicos, ingenieros, arquitectos, traductores, artistas, docentes; cada profesión contribuye al desarrollo integral de nuestras posibilidades. Lo que esta situación revela es la urgencia de exigir mejores condiciones laborales para ejercer con plenitud nuestras profesiones al egresar de las universidades.

El propio ejercicio educativo constituye un gran ejemplo de las consecuencias cíclicas que conlleva la precariedad laboral: los docentes se enfrentan, desde nivel básico, a grupos mínimos de 30 estudiantes (a nivel medio superior y superior el promedio por aula es de 45). Esto implica que los profesores no puedan dedicar plena atención a cada uno, lo cual provoca, a su vez, un bajo rendimiento escolar. El estrés laboral de nuestros maestros no únicamente se genera a partir de grupos hacinados, sino también porque su sueldo no alcanza a cubrir ni siquiera la canasta básica, situación que sólo ha empeorado con las condiciones de la pandemia y la inflación. Ante esto, la solución implicaría un aumento del presupuesto a la educación pública que garantice un buen salario a cada docente, la contratación de más profesores, la construcción de escuelas y aulas para evitar hacinamiento; una reacción en cadena que debemos exigir y arrebatar en beneficio de nuestra propia educación.

Más allá del ejemplo concreto, la misma situación se observa en cada campo laboral en México. ¿Acaso no la pandemia demostró que necesitamos más médicos o enfermeros para poder cubrir más turnos sin que eso implique su explotación?

Existe también otra profunda contradicción: a pesar de las cifras altísimas de desempleo, hay miles de vacantes que permanecen vacías, debido a la falta de conocimientos o experiencia de las y los aspirantes. El mito de la meritocracia como herramienta discursiva insiste en que la "falta de talento y preparación" es la causa, cuando en realidad a nivel estructural no hay condiciones para que la juventud trabajadora adquiera habilidades específicas: ¿De dónde sacar recursos para pagar capacitaciones cuando el salario es de 3mil pesos mensuales? ¿Dónde hay tiempo cuando la mayoría de los egresados tienen dos o hasta tres trabajos para poder mantenerse? Resulta muy claro que quienes pueden acceder a las vacantes son los miembros de las capas altas, que son minoría; de ahí se explica que haya tantos espacios vacíos.

Los programas gubernamentales cómo "Jóvenes construyendo el futuro" ciertamente brindan oportunidades de desarrollo y adquisición de experiencia; el problema, por un lado, es que las "becas" que otorgan son insuficientes, lo cual significa que los trabajadores jóvenes deben buscar de igual forma otra fuente alterna de recursos. Por otra parte, estos programas se quedan como meros paliativos ante una situación compleja cuyo origen es precisamente el sistema económico que los sustenta. No puede existir un cambio significativo y duradero si no hay una reformulación completa de las condiciones laborales generales.

Este panorama resulta ciertamente desolador, porque nos arrebata nuestras posibilidades de futuro. Las situaciones límites a las que la juventud está siendo orillada deben encontrar salida a través de la organización y la lucha. Cada derecho se ha conquistado por medio de la movilización; y el contexto actual nos muestra que, ante un sistema de muerte como lo es el capitalismo, la única solución es continuar exigiendo el reconocimiento de nuestros derechos y arrebatar empleos dignos tras finalizar nuestros estudios.

No podemos ver esta problemática como algo ajeno; desde las aulas debemos comenzar a articularnos, porque es en ese campo laboral tan devastador donde nos insertaremos en un futuro próximo, y de nosotros depende cambiar las nulas condiciones que éste nos ofrece.

¡Organízate y lucha con el Sindicato de Estudiantes!


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