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El periodo que va desde la victoria de las derechas en las elecciones de noviembre de 1933, hasta que vence el Frente Popular en febrero de 1936, es lo que comúnmente se conoce por el nombre de Bienio Negro. El periodo que va desde la victoria de las derechas en las elecciones de noviembre de 1933, hasta que vence el Frente Popular en febrero de 1936, es lo que comúnmente se conoce por el nombre de Bienio Negro.

El acontecimiento que inicia este periodo es la primacía electoral de la derecha. Una estimación exacta de los resultados resulta muy difícil de hacer por las coaliciones que se hicieron en aquel momento, particularmente por los partidos autodenominados republicanos, que se presentaron en algunas circunscripciones con los partidos de la derecha y en otras con el PSOE. Las cifras más aproximadas serían las siguientes:

· Derecha 3.365.700 votos

· Centro 2.051.500 votos

· Izquierda 3.118.000 votos

Total 8.535.200 votos

(67,5% del censo)

¿Qué ocurrió realmente

en las elecciones de 1933?

Hubo varios factores que explican el por qué de aquellos resultados. Posiblemente el más importante fue el desencanto y la frustración de sectores amplios de las masas por la política realizada por el Gobierno republicano-socialista. Con el advenimiento de la II República, muchos trabajadores, tanto del campo como de la ciudad, jóvenes, capas sociales depauperadas, etc., tuvieron grandes ilusiones en que, tras décadas de miseria, opresión, hambre, explotación..., por fin, podría empezar a cambiarse el signo de sus vidas en la dirección de mejores condiciones de trabajo y de existencia.

Dirigentes de los partidos de izquierda, aún hoy, siguen sin comprender cómo es posible que las masas mostraran una actitud tan crítica y, en algunos casos, beligerante, contra la “obra política y social” del bienio republicano-socialista. Citan las leyes de 1931 y 1932 de accidentes de trabajo en la agricultura y en la industria respectivamente, la ley de términos municipales, que provocó la indignación de los terratenientes, las bases aprobadas en los Jurados Mixtos estableciendo siete días de vacaciones al año retribuidas (hecho que, en gran parte de los países europeos, no se daba), prohibición del desahucio de campesinos arrendatarios, establecimiento de salarios mínimos agrarios y por siega, extensión de la jornada de ocho horas diarias a todas las actividades laborales, etc.

Teniendo en cuenta la situación del capitalismo en los años treinta, el problema radicaba en que aquellas medidas, claramente positivas, chocaban frontalmente contra los intereses de los terratenientes y los burgueses. De hecho, se dedicaron a emplear todas sus energías en obstaculizarlas o, si no había más remedio, ralentizarlas en su aplicación hasta el punto de hacerlas pasar casi inadvertidas.

La única posibilidad de haberlas llevado a la práctica era atacando el fundamento del por qué no se aplicaban: la propiedad privada de los medios de producción. Así, era imprescindible la expropiación de los ricos, nacionalizando la banca, los monopolios y los latifundios sin indemnización.

Otro factor esencial a explicar es el relativo a la pérdida de votos de las llamadas izquierdas. En realidad, no hubo una sustancial pérdida de votos por parte del PSOE, que obtuvo más de 1.600.000 votos (aproximadamente un 20% del electorado que votó, cerca de 9 millones) y apenas 58 escaños, que correspondía a poco más del 10% de los existentes en el hemiciclo, 471.

El número de votos, por un lado, demostraba las enormes reservas de apoyo del Partido Socialista entre las masas a pesar de su política de no enfrentamiento con los poderes fácticos. Ahora bien, en el aspecto cualitativo, sí podemos encontrar algunas claves del descontento y la desesperación existentes contra el Gobierno: sí fue muy significativo el incremento de la abstención con respecto a las de 1931, fundamentalmente en las zonas con preponderancia obrera y jornalera, como fue el caso de Málaga, Cádiz, Sevilla, Pontevedra, Zaragoza, Barcelona, etc., donde las consignas de la CNT tuvieron más calado.

Al mismo tiempo, los procesos de división, en casi constante aumento, en la dirección del PSOE, indicaban la radicalización cada vez mayor de los afiliados y del movimiento obrero. Así, Largo Caballero, ya en julio de 1933, declaraba: “Nosotros sabíamos, y la experiencia lo está confirmando, que no es suficiente para la emancipación de la clase trabajadora una república burguesa; que para la emancipación de la clase trabajadora no es suficiente tener leyes sobre el papel”.

En cuanto a los dirigentes del PCE, atados a la política denominada del “tercer periodo”, caracterizada por equiparar a todas las fuerzas políticas obreras diferentes a la suya como fascistas o colaboracionistas del fascismo, contribuyó a la reacción de las derechas y a alejarse aún más de una gran parte de la clase obrera que no entendía esa política ultraizquierdista.

En el caso de la dirección de la CNT, su postura de “apoliticismo” generaba una división muy seria entre el movimiento obrero que, consciente o inconscientemente, beneficiaba a la burguesía. Ejemplo de esta política errónea de los líderes cenetistas fue la insurrección de 1933, decidida tras la victoria de las derechas en la primera vuelta. En modo alguno el error consistió en el método empleado. Sin embargo, la forma y el momento de llevar a cabo la insurrección sí fue incorrecta. La lucha es fundamental pero por sí sola no basta. Es determinante que esté supeditada a un programa, a unos métodos y una táctica que conecte con las reivindicaciones de vastos sectores del proletariado.

Tras haber aconsejado de forma decidida a los trabajadores no votar en las elecciones de 1933, favoreciendo obviamente a los representantes políticos de la burguesía, la dirección de la CNT apostó por un alzamiento armado contra esos mismos representantes. Alegaron que iba a suponer un ataque contra la mayoría de la sociedad y que eso justificaba una respuesta contundente contra esas agresiones.

La respuesta de los afiliados y simpatizantes a la insurrección de diciembre de 1933 fue extraordinaria y demostró, nuevamente, la enorme capacidad de sacrificio y arrojo de una capa muy significativa del proletariado en el Estado español. Pero eso, lejos de atenuar la responsabilidad de la dirección anarcosindicalista, la aumenta en grado sumo.

En cuanto a los republicanos de izquierda, sufrieron un desgaste electoral muy importante, algunos como Acción Republicana casi de-saparecen del parlamento. A excepción de la Esquerra Republicana de Catalunya, la mayoría de las formaciones republicanas de izquierdas se ven prácticamente relegadas a un papel reducidísimo. En cuanto al resto de formaciones republicanas, las que se mantienen son porque van ligadas al bloque de derechas. ¿Por qué este desgajamiento?

Agudización de las tensiones sociales

Estábamos asistiendo a un proceso de creciente radicalización y enfrentamiento entre las clases. En este contexto, de crisis orgánica capitalista, el discurso que propugnaba la conciliación, el interclasismo, la moderación, tenía un eco muy limitado.

La situación económica en el año 1933 era muy crítica. No se llega a alcanzar siquiera la cifra de renta por habitante del año 1929 en todo el periodo republicano.

La Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) se constituye en marzo de 1933, representando a 735.058 afiliados. Esta organización era la expresión política de un sector amplio de la burguesía española que se estaba preparando para el periodo que se avecinaba. La CEDA defendía un programa de corte fascista y aspiraba al establecimiento de una dictadura férrea contra los trabajadores. Así, su líder, Gil-Robles, el 7 de abril de 1934, declaraba: “Vamos a conquistar el poder. ¿Con qué régimen? Con el que sea, con lo que sea y como sea …”.

Ante las dificultades de agrupar a más sectores, Gil-Robles tuvo que variar de discurso y hacerlo más demagógico y populista para intentar arrastrar a sectores que estaban sufriendo la crisis económica galopante de principios de los años treinta y que se estaban lumpenizando: parados, trabajadores del campo ocasionales, pequeños propietarios arruinados, etc. Sin embargo, no tuvieron apenas efecto.

Los antagonismos sociales crecientes impedían ese “sosiego” que anhelaron también determinados sectores de la burguesía durante un tiempo, y que estaba condicionado, al igual que la posición del resto de la clase dominante, por la obtención de pingües beneficios.

Las pretensiones de la burguesía aparecían diáfanas a medida que se desarrollaban los acontecimientos. La clase dominante trató de utilizar, en un primer momento, al partido radical, con una imagen más moderada para la población, mientras dejaba en la recámara a la CEDA para cuando el momento fuera propicio.

Necesitaban no sólo machacar las condiciones de los trabajadores en las empresas y en el campo para aumentar sus beneficios, sino doblarles el espinazo. Para ello, debían erradicar sus organizaciones sindicales y políticas. El grave problema con el que se enfrentaban era la tremenda fortaleza del proletariado y sus organizaciones.

El giro a la derecha que se dio entre sectores de las capas medias no fue promovido por el miedo a la clase obrera y campesina, sino precisamente porque el programa de la derecha, auspiciado por los estrategas del capital, conectaba bastante más que el de los partidos obreros, particularmente el del PSOE que ya había estado en el Gobierno y no había puesto las bases, ni siquiera, para arreglar sus problemas más acuciantes.

Se puede concluir, resumiendo, que la contienda electoral de 1933 reflejó una etapa más en el proceso de aumento del antagonismo social que se estaba fraguando en la II República, con las posturas de ambas clases cada vez más radicalizadas. Los desplazamientos habidos denotaban síntomas de cambio en la conciencia de las masas, en donde lo que se denominaba centro se iba desplazando hacia los dos extremos sociales, tal y como se configuró aún más en las elecciones de febrero de 1936, previas a la guerra civil.

¿Bienio negro o gris?

Los patronos, al grito que ya hicieron famoso de “¡Comed República!”, empezaron el contraataque contra las escasas medidas que habían favorecido a los trabajadores. Así, se suprime el turno de trabajo y las trabas que se pusieron a la selección caprichosa de los terratenientes para dar empleo, quitaron topes salariales en el campo y en la industria dejándolos al “libre intercambio entre empresario y trabajador”, promovieron el deshaucio de miles de yunteros en el campo, aprobaron la ley de amnistía que restituía con todos sus derechos a los sublevados militares de 1932 al mando de Sanjurjo y excluía a los apresados por la rebelión cenetista del 8 de diciembre de 1933, etc.

El propio Gil-Robles en un mitin en Badajoz, el 27 de mayo de 1934, aclaraba bastante sobre el “color” del bienio: “He tenido que colaborar con un gobierno de centro para seguir una política evolutiva. En mis manos estuvo, en diciembre, el haber provocado la disolución de las Cortes. Ahora, a los seis meses, tenemos los siguientes resultados. Primero: la sustitución de la enseñanza religiosa no se ha llevado a cabo. Segundo resultado: la sustitución de los haberes del clero ha tenido una rectificación inicial, e iniciado el camino, las consecuencias vendrán en su día. Tercer resultado: camino de Roma se encuentra el ministro de Estado, que va a tratar con el sumo pontífice, reconociendo su soberanía y la independencia de la Iglesia. Cuarto resultado: las persecuciones de que fueron objeto las derechas, con campañas muchas veces absolutamente injustas, han sido objeto de rectificación con la ley de amnistía. Quinto resultado: la ley de términos municipales ha quedado derogada. Que vengan los que me censuran a presentar algo parecido”.

Desgraciadamente, también había dirigentes del movimiento obrero, caso de los del PCE y los de la CNT por citar los más influyentes, que planteaban la no existencia de diferencias entre el periodo republicano-socialista y el de la derecha.

Es evidente que esta crítica tenía un fundamento muy sólido. La experiencia del Gobierno de colaboración de clases en el que participaron directamente los líderes del Partido Socialista fue muy negativa para los trabajadores, campesinos pobres y sectores sociales que anhelaban un cambio sustancial a su penosa existencia. Ahora bien, el problema no se compone de esta cara de la realidad únicamente, sino que tiene más. Una de ellas es que tenemos que aprovechar cualquier resquicio que abramos en el sistema capitalista para mejorar nuestras condiciones de vida y de trabajo, si bien, cosa que no hicieron los dirigentes del PSOE desde el Gobierno, tenemos que explicar que la única forma de garantizar las reformas conseguidas, y ampliarlas en todo lo posible, es luchando por transformar la sociedad.

1934: Un año decisivo

A pesar de la victoria electoral de las derechas, la burguesía sabía que no tenía todo ganado a la hora de llevar a cabo las medidas económicas y políticas que necesitaba. Ni mucho menos. El problema es que necesitaban un poco más de tiempo. Así se explica el que, a pesar del gran resultado obtenido por la CEDA en las elecciones, la clase dominante no apostara aún por la entrada de esta formación en el Gobierno del dirigente del Partido Radical, Alejandro Lerroux, sobre todo porque temía la respuesta que podía dar la clase trabajadora.

La dificultad estribaba en que los trabajadores, pese a la derrota electoral, no perdían fuelle a la hora de luchar por mejorar sus condiciones de vida y/o defenderse de los ataques a que estaban viéndose sometidos, tal y como se comprueba viendo las estadísticas de huelgas.

Evidentemente, existía una frustración por la política llevada a cabo por el Gobierno del primer bienio, sin embargo, esa rabia no tuvo como expresión un alejamiento de la política. Todo lo contrario. Propició la búsqueda de explicaciones distintas a las planteadas hasta entonces por la dirección del PSOE, fundamentalmente, y, sobre todo, alternativas que sentaran las bases para una solución duradera a los graves problemas que aquejaban a la mayoría de la sociedad.

El que Caballero, a mediados de 1933, empezara a cuestionarse públicamente la política de colaboración de clases, la democracia burguesa, el sistema capitalista..., se debía a la presión que ejercían los trabajadores producto del desencanto y la frustración existente por las ingentes necesidades no solucionadas todavía, a pesar de haber estado la dirección del Partido Socialista en el gobierno. Sin duda, un sector de estos dirigentes veía que tenían una creciente contestación interna, a la vez que perdían influencia, por lo que se vieron obligados a girar hacia la izquierda.

Es conveniente recordar que, en el caso de Caballero, apenas dos años antes, había defendido la colaboración con los partidos burgueses, las instituciones del sistema capitalista, además de aceptar toda una serie de sacrificios contra los sectores sociales más débiles, durante su etapa de ministro. Inclusive, este mismo dirigente había legitimado durante la década de los años veinte una dictadura como la del general Primo de Rivera, de corte filofascista, al ser miembro del Consejo de Estado, órgano creado por el dictador para avalar su política económica y social.

Hay que subrayar, en este sentido, la radicalización existente en las Juventudes Socialistas (JJSS). Éstas habían sacado la conclusión de que las políticas llevadas a cabo por los líderes de la Segunda Internacional no habían servido para frenar el auge del fascismo y romper con el capitalismo. A su vez, la Tercera Internacional, que debería haberse convertido en un lugar de referencia para estos jóvenes que buscaban una política claramente de clase —máxime teniendo en cuenta que esta Internacional estaba ligada al triunfo de la Revolución rusa de 1917—, tampoco les atraía por su cada vez mayor distanciamiento de los fundamentos teóricos y políticos que llevaron a la práctica los bolcheviques en Rusia.

De ahí, que la dirección de las JJSS, que proclamaba abiertamente la necesidad de “bolchevizar” las organizaciones socialistas —tal y como se puede comprobar leyendo su revista Renovación—, se orientara hacia el grupo Izquierda Comunista que lideraba Andreu Nin, que defendía la necesidad de aplicar un programa marxista y que estaba vinculado a las posiciones políticas propugnadas por Leon Trotsky, pidiéndoles la entradas en las JJSS y en el PSOE. Lamentablemente, y a pesar de los consejos del genial revolucionario ruso sobre las enormes posibilidades de influir en el proceso de la revolución española teniendo una base de masas tan impresionante como las que tenían las organizaciones socialistas, la mayoría del grupo de Nin no hizo caso y despreció el ofrecimiento.

La entrada en el PSOE y en las JJSS con unos métodos y una política genuinamente marxistas podría haber supuesto un vuelco brusco en el desenlace final del enfrentamiento civil entre las clases que se dio en el Estado español. Así y con posterioridad a la negativa de Nin, la mayoría de los jóvenes que podían haber sido ganados para las ideas revolucionarias fueron alejados al caer bajo la égida de la política estalinista, al fusionarse las JJSS y las Juventudes Comunistas dando origen a la Juventud Socialista Unificada (JSU).

A su vez, las posturas mantenidas por otro sector de la dirección del Partido Socialista, encabezado por Prieto, tenían un claro inductor en la clase dominante española. Consciente o inconscientemente, este sector estaba siendo presa de los argumentos, ideas y presupuestos teóricos con que la burguesía trataba de valerse para defender sus posiciones de privilegio en la sociedad.

Se puede concluir, por consiguiente, que las organizaciones socialistas reflejaban de una manera muy nítida la polarización creciente que existía en la sociedad entre la clase burguesa, por un lado, y la clase obrera, por otro. A la vez que de la política que llevara la dirección del PSOE y de la UGT, en buena medida, iba a depender que el resultado de dicho enfrentamiento fuera favorable o no a los trabajadores.

Intentonas fascistas

Las huestes de la CEDA comprobaban que sus deseos de ver debilitado al movimiento obrero poco tenían que ver con la realidad. Se trataba, por tanto, de “forzar la máquina” para ganarse a sectores indecisos de la burguesía y aglutinar una base de masas mayor. Su objetivo era tratar de hacer lo que realizó Hitler en Alemania, tomando el poder de forma democrática, si bien en el caso cedista por la puerta de atrás: con la entrada de ministros en el Gobierno ya elegido.

Para ello, trataron de emplear todas sus fuerzas y dejar patente que detrás de sus posiciones políticas existía un movimiento masivo, serio y efectivo. En esta línea, organizan una concentración en El Escorial, dado sus fuertes reminiscencias imperiales. Mientras tanto, y en absoluto es casual, se suceden declaraciones de organizaciones burguesas reclamando mano dura contra los trabajadores. Así, la Cámara de Comercio de Madrid se dirigía al ministro de la Gobernación, el 16 de abril de 1934, en estos términos: “Estimamos que el Gobierno debe considerar como primordial preocupación la de reestablecer el orden público, puesto que no cabe duda de que el país está ansioso de que se logre una normalidad para reanudar con intensidad su vida comercial y sus negocios”. También, la Unión Económica preconizaba la restricción del derecho de huelga: “Es una agitación de tipo político, que se encubre con el disfraz social y provoca huelgas con el más fútil pretexto”. Estas “peticiones” trataban de crear un caldo de cultivo favorable en la sociedad, particularmente entre las capas medias, a medidas duras y represivas contra la clase trabajadora.

El objetivo de la CEDA era intentar traer a dicha concentración alrededor de 100.000 asistentes, pagándoles el viaje y la asistencia, y con la ayuda de una campaña infernal por parte de los medios de comunicación burgueses para realzar ese acto de “afirmación nacional”. Sin embargo, se encontraron con una respuesta impresionante por parte del movimiento obrero, especialmente el de Madrid.

A pesar de la tibia actitud de la dirección del PSOE dentro de la Alianza Obrera de Madrid (organismo en que confluían distintas organizaciones obreras y que, en la práctica, no pasaron de ser simples comités de enlace entre dichas organizaciones), que no convoca una huelga general de 24 horas en Madrid hasta pocas horas antes de la concentración fascista, la respuesta de los trabajadores consiguió hacerla fracasar. En pocas horas, la ciudad quedó paralizada y silenciosa, hasta el punto de que cualquier orden verbal dicha en la calle haciendo referencia a la necesidad de secundar la huelga general era inmediatamente puesta en práctica: nadie se ponía a preguntar sobre quiénes eran los convocantes o si era legal. El resultado de la concentración fue un fracaso, ya que apenas consiguieron 10.000 asistentes, según Munis, participante directo esos años, y 25.000 según Tuñón de Lara. Fue tan nítido el fracaso del acto que provocó, de forma instantánea, la dimisión del Gobierno Lerroux, siendo sustituido por un personaje anodino como Samper, que personificaba la situación de impasse existente entre las clases en ese momento.

La huelga campesina

La situación en el campo tras la victoria de las derechas presagiaba la profundización de fuertes enfrentamientos. Los terratenientes estaban impacientes de echar por la borda las escasas medidas favorables a los jornaleros y al campesinado pobre. Su afán de desquite era desmedido y no tardó demasiado tiempo en verse en la práctica: “muerte de campesinos en Badajoz, declaración de ‘servicio público’ a la cosecha, detenciones preventivas, prohibición de asambleas locales, derogación de la Ley de Términos Municipales” (Tuñón de Lara, M., Historia de la II República).

Al notar en sus propias carnes los ataques furibundos de la clase dominante, sacaron la conclusión de la necesidad de hacer “algo” para echarlos atrás. Así, durante los meses de abril y mayo de 1934, diversas organizaciones de la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra (FNTT) de UGT, particularmente Toledo, plantean que hay que convocar una huelga general en el campo para la siega, con la idea de hacer el mayor daño posible a los patronos y poder arrancarles concesiones lo más rápidamente posible.

La postura del ala caballerista del PSOE se basaba en no apoyar esa convocatoria, ya que supondría un desgaste y una dispersión de fuerzas de cara al “golpe revolucionario” que tenían preparado para cuando entraran los fascistas en el gobierno. Argüían que “la masa ya está en forma” y no había que “desperdiciar” ocasiones. Craso error.

El requisito esencial para vencer a los patronos en el campo en aquel momento concreto pasaba por la unificación de dicha lucha con la ciudad, es decir, con el proletariado. Sin embargo, esta medida fue boicoteada por la dirección de la UGT y del PSOE, dejando la huelga campesina totalmente aislada y, por consiguiente, presa fácil de la represión.

Se contaba con una indudable ventaja para la victoria. La situación económica de los terratenientes les presionaba para realizar la siega, el no hacerla les suponía enormes pérdidas. Además, el Gobierno Samper adolecía de una extrema debilidad y, por tanto, no se encontraba precisamente en la mejor tesitura para llevar a cabo la represión feroz que exigían las circunstancias.

La disposición a la lucha de los jornaleros y los campesinos pobres no ofrecía lugar a dudas. Según el Ministerio de Trabajo, se hicieron 1.563 declaraciones de oficio de huelga y 435 municipios en paro efectivo que, probablemente, no reflejen todo el escenario. La amplitud del movimiento hizo que éste llegara a unas 38 provincias siendo la cifra de huelguistas en torno a los 300.000. ¿Cómo se puede afirmar, seriamente, que este movimiento no tenía posibilidades de triunfar?

La actitud de las ciudades era de fusionarse con las luchas del campo, máxime tras haberse repuesto de derrotas sufridas en el periodo pasado. Las movilizaciones exitosas contra las concentraciones fascistas, las luchas reivindicativas durísimas ganadas por los metalúrgicos y en el sector de la construcción, la huelga de Zaragoza en donde se dio uno de los testimonios más elocuentes del sentimiento de solidaridad tan intenso que anidaba en las masas trabajadoras, cuando decenas de mujeres e hijos de los huelguistas zaragozanos fueron acogidos en casas obreras de Madrid, Barcelona y otras ciudades, siendo recibidos en un baño de multitudes, prácticamente de forma espontánea.

¿Era propicio el momento para una acción conjunta del proletariado de las ciudades, de los trabajadores del campo y de los campesinos pobres? La respuesta es categórica, sí. ¿Quién podía llevarlo a cabo? La dirección del PSOE, básicamente. El no llevar a la práctica una política y unos métodos de clase significó una derrota del movimiento campesino, de sus organizaciones —sobre todo, la FNTT— y sentó las bases para que la reacción se creciera y se sintiera más fuerte, realizando una brutal represión como lo demuestra los más de 8.000 detenidos habidos tras la huelga. Por otro lado, esta derrota tuvo efectos políticos inmediatos, ya que la burguesía aprovechó esa ventaja obtenida y se atrevió a introducir, por primera vez, a ministros de la CEDA tras la dimisión de Samper.

Quizás sea exagerado afirmar que la derrota del campo determinó ya cuál iba a ser el veredicto final de la contienda. Pero, sin duda alguna, sí es conveniente enfatizar que los resultados de dicha huelga condicionaron en extremo el proceso posterior, tanto inmediato, con la insurrección de Octubre, como posteriormente con el inicio y de-sarrollo de la guerra civil española.


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