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El alzamiento fascista de julio de 1936 mostraba, de forma nítida y clara, la verdadera cara de la burguesía y sus intenciones, como antes había ocurrido en Italia y Alemania en una situación de crisis orgánica del capitalismo. A través de la terca rEl alzamiento fascista de julio de 1936 mostraba, de forma nítida y clara, la verdadera cara de la burguesía y sus intenciones, como antes había ocurrido en Italia y Alemania en una situación de crisis orgánica del capitalismo. A través de la terca realidad, la política reformista y estalinista que planteaba la posibilidad de consolidar un régimen democrático burgués en colaboración con el “ala democrática” de la burguesía —lo que justificó la política de colaboración de clases del gobierno socialista-republicano en 1931 y el Frente Popular en 1936— fue absolutamente estéril a la hora de frenar el avance de la contrarrevolución fascista.

Las masas que habían experimentado en sus propias carnes las consecuencias de la política de colaboración de clases, sufriendo la represión sangrienta en Octubre de 1934, demostraron, nada más conocerse los primeros datos sobre la sublevación fascista, su disposición a la lucha frente a las vacilaciones e intentos de acuerdo del gobierno del Frente Popular con los insurgentes.

Las vacilaciones del

‘ala democrática’ de la burguesía

Azaña, que en las elecciones había prometido castigo a los responsables de la represión de Octubre de 1934, mantuvo intacto el ejército. Ni un solo oficial fue juzgado y además mantuvo en los puestos claves a los elementos más reaccionarios, como fueron los casos de Mola, Goded, Queipo de Llano y el propio Franco.

En abril de 1936 Mangada, coronel del ejército, publicó un folleto que denunciaba la conspiración fascista. Azaña, que estaba plenamente informado de los preparativos de la conspiración, reaccionó el 18 de marzo de 1936 otorgando al ejército un certificado de buena conducta: “El gobierno se ha enterado con pena e indignación de los ataques injustos a los que se han visto sometidos los oficiales del ejército, siendo éstos ajenos a toda lucha política, fieles servidores del poder constituido y garantía de obediencia a la voluntad popular. Sólo un deseo criminal y tortuoso de socavar el ejército puede explicar los insultos y ataques verbales y escritos que se han dirigido en su contra. El gobierno de la República aplica y aplicará la ley contra quienes persistan en actitud tan antipatriótica”.

El 17 de julio de 1936 Franco, que ya tenía el control de Marruecos, había telegrafiado un manifiesto a las guarniciones españolas dándoles instrucciones de tomar las ciudades.

Un operador de radio leal a la República captó las comunicaciones de Franco e inmediatamente las puso en conocimiento del Ministro de Marina, Giral. Sin embargo, el gobierno no divulgó la noticia hasta la mañana del día 18 en un comunicado tranquilizador: “El gobierno declara que el movimiento se limita exclusivamente a ciertas ciudades de la zona del protectorado [Marruecos] y que nadie en la Península se ha sumado a tan absurda aventura”.

Ese mismo día, cuando el gobierno estaba en pleno conocimiento de la magnitud de la insurrección y de la caída de Sevilla, Navarra y Zaragoza emitió el siguiente comunicado: “El gobierno se hace oír nuevamente para confirmar que reina absoluta tranquilidad en toda la Península”. Al mismo tiempo rechazaba los ofrecimientos de apoyo de las organizaciones obreras.

Aparte de negar la dimensión de la rebelión, el gobierno de Azaña intentó llegar a un acuerdo con los fascistas planteando una remodelación del gobierno, sustituyendo a Casares Quiroga por Barrio y buscando a elementos derechistas ajenos al Frente Popular para convencer a Franco de la posibilidad de un acuerdo.

Estos hechos demuestran como el fascismo era un enemigo para la clase obrera y no para la burguesía liberal y sus elementos en el Frente Popular. Lo que prevalecía por encima de cualquier otra consideración eran los intereses de clase que estaban en juego y, qué duda cabe, Azaña prefería un acuerdo con los fascistas antes que el triunfo de la revolución.

La insurrección obrera

paró al fascismo

La burguesía como clase estaba con Franco y había optado por el fascismo como forma de dominación política. La única alternativa en esta situación era la lucha por la transformación socialista de la sociedad.

Los dirigentes obreros tenían que romper cualquier tipo de acuerdo con los elementos burgueses del Frente Popular, que ni siquiera representaban a la burguesía sino a su sombra, y defender una auténtica política socialista como la única manera de derrotar al fascismo.

La clase obrera, consciente del peligro al que se enfrentaba y demostrando su capacidad revolucionaria, no esperó las órdenes del gobierno para enfrentarse a los fascistas sino que ellos mismos tomaron la iniciativa.

En Barcelona, al igual que Azaña en Madrid, Companys se negó a distribuir armas entre los trabajadores. Militantes de la CNT y del POUM asaltaron armerías, obras en construcción en busca de dinamita, requisaron las armas que los fascistas ocultaban en sus casas, así como todos los automóviles que pudieron encontrar. Con este escaso material se enfrentaron a las tropas que los oficiales fascistas movilizaron, sustituyendo la superioridad en armamento del ejército con una política correcta orientada a los soldados, preguntándoles por qué disparaban a sus compañeros trabajadores.

Esta política hizo que las armas se volvieran contra los oficiales y la tarde del 19 de julio cayó preso el general Goded. Los obreros tomaron las armas de los arsenales y en pocos días Catalunya estaba en sus manos. De igual manera, en Madrid los trabajadores se movilizaron. Los socialistas de izquierda distribuyeron las pocas armas que les quedaban de Octubre de 1934. Los obreros socialistas, comunistas y anarquistas levantaron barricadas en los puntos clave y en torno al Cuartel de la Montaña, pasando al asalto al día siguiente de que llegaran las grandes noticias desde Barcelona. Igual ocurrió en Valencia, Asturias, Málaga...

Los marineros, tradicionalmente más radicalizados que los soldados, salvaron buena parte de la flota fusilando a sus oficiales. Eligieron comités para controlar la flota leal y establecer contactos con los comités obreros en tierra. De igual manera obreros armados desplazaron a los funcionarios de aduana en la frontera.

Casi todo el ejército estaba en el bando fascista, había pues que crear un nuevo ejército y cada organización obrera procedió a organizar milicias, armarlas y enviarlas al frente.

Doble poder

Unido a las medidas militares se tomaron medidas en la economía, sobre todo en Catalunya, donde una semana después del 19 de julio el transporte y la industria estaban en manos de comités conjuntos de CNT y UGT.

Al mismo tiempo que la clase obrera derrotó a los fascistas en las principales ciudades, empezó a construir el embrión de su poder en la zona republicana, a través de las milicias obreras, los comités sindicales de control sobre la producción y las colectivizaciones en el campo —especialmente en Aragón, tras el avance de las milicias anarquistas—.

“La revolución necesita del látigo de la contrarrevolución”, escribió Lenin. Después del 19 de julio se inició una nueva fase en la revolución española con la existencia de una situación de doble poder.

Con estas acciones las masas impidieron que el golpe de Estado triunfara. Por una parte estaba el gobierno de Azaña y Companys, que carecía de ejército y policía y que era tan débil que no podía cuestionar la existencia del otro que estaba formado por la clase obrera armada, pero que aún no era consciente de que tenía que acabar con los restos del Estado burgués. Esta situación que acompaña a cualquier revolución se caracteriza por su inestabilidad y su corta duración.

La clase obrera había demostrado en la revolución del 19 de julio su capacidad de sacrificio y su instinto revolucionario. Se necesitaba un partido con un programa revolucionario, que basándose en los comités creados en la lucha contra el fascismo los convirtiera en el único poder existente y acabara con los restos del Estado burgués. Para ello era fundamental que los comités surgidos en las milicias, en las fábricas, en las ciudades... se centralizaran a escala estatal; que los delegados fueran elegidos democráticamente y revocables; que las decisiones se tomaran por mayoría y no por acuerdo mutuo de las organizaciones políticas y sindicales presentes en estos organismos, como ocurría en la mayoría de los casos. Se trataba de transformar estos comités en auténticos sóviets.

Lejos de defender esta política, los dirigentes de los partidos y sindicatos de la clase obrera continuaron con la política de colaboración de clases, lo que permitió a la burguesía recomponer el Estado burgués.

El 4 de septiembre de 1936, Largo Caballero es nombrado presidente del gobierno y en la presentación de su programa plantea lo siguiente: “Este gobierno se constituyó con la renuncia previa de todos sus integrantes a la defensa de sus principios y tendencias particulares, para permanecer unidos en una sola aspiración: defender a España en su lucha contra el fascismo” (Claridad, 1 de octubre de 1936). “El programa ministerial significa esencialmente la firme decisión de garantizar el triunfo sobre la rebelión, coordinando las fuerzas populares mediante la necesaria unidad de acción. A ello se subordinan todos los demás intereses políticos, dejando de lado las diferencias ideológicas, puesto que en la actualidad no puede haber otra tarea que la de asegurar el aplastamiento de la insurrección” (Claridad, 5 de septiembre de 1936).

Largo Caballero, que semanas antes se había pronunciado en contra de separar la guerra de la revolución, no hace en su discurso una sola mención sobre el papel de los comités de fábrica, sobre la expropiación de la tierra, etc. Eso sí, en una circular del Ministerio de Guerra se plantea lo siguiente: “Es necesario convencer a los combatientes que defienden el régimen republicano, que al terminar la guerra la organización estatal sufrirá modificaciones profundas. De la estructura actual pasaremos a otra que beneficie a las masas sociales económica y jurídicamente. Debemos impregnar el espíritu de las tropas con estas concepciones mediante ejemplos sencillos y claros”.

Mientras, la situación de los campesinos era inaguantable. La miseria anidaba en Extremadura, Albacete, Andalucía y Ciudad Real. Los campesinos morían de hambre. Había aldeas en Las Hurdes y en La Mancha donde los campesinos comían raíces y frutas. En Navas de Estena, a unos 20 kilómetros de Madrid, no se sabía lo que era un tenedor o una cama. La dieta fundamental de los aldeanos consistía en sopa de pan, agua, aceite y vinagre. La descripción de esta situación venía reflejada en el periódico estalinista Imprecorr, del 1 de agosto de 1936. Con estas condiciones de vida los campesinos no podían esperar a que terminara la guerra, necesitaban tener la tierra para poder trabajarla y alimentar a sus familias.

La colaboración de clases

y sus efectos

En Catalunya, en septiembre de 1936, se constituye también un gobierno de colaboración de clases. El Comité Central del POUM justificó su entrada en el gobierno de la Generalitat, del que formaban parte ERC y Acció Catalá (un grupúsculo burgués derechista) entre otros, con los siguientes argumentos: calificaron la dirección burguesa de ERC como un movimiento de carácter profundamente popular y añadieron que “el nuevo gobierno debe hacer una declaración de principios inviolable afirmando su intención de convertir el impulso de las masas en legalidad revolucionaria y dirigirlo hacia la revolución socialista”, añadiendo que la hegemonía proletaria estaba garantizada ya que las organizaciones obreras tenían mayoría absoluta en el gobierno. Otro argumento que utilizaron fue el siguiente: “Estamos en un Estado transitorio en que la fuerza de los acontecimientos nos obliga a colaborar directamente en el Consejo de la Generalitat junto con otras organizaciones obreras. De los comités de obreros, campesinos y soldados, por cuya creación presionamos, surgirá la representación del nuevo poder proletario”.

Lejos de surgir el nuevo poder proletario lo que ocurrió fue que la Generalitat, en una de sus primeras medidas, disolvió los comités revolucionarios que surgieron del 19 de julio. Fue disuelto el Comité Central de Milicias y su autoridad recayó en los ministerios de Defensa y Seguridad Interna.

En cuanto a los comités milicianos y antifascistas locales, de composición casi exclusivamente proletaria, que venían gobernando ciudades y aldeas, fueron disueltos y reemplazados por consejos municipales en la misma proporción en que los partidos se encontraban representados en el gobierno de la Generalitat (ERC, 3; PSUC, 2; CNT, 3; Unión Campesina, POUM y Acció Catalá, 1 cada uno).

Un decreto publicado el 9 de octubre de 1936 decía lo siguiente:

“Artículo primero: Se disuelven en Catalunya todos los comités locales, cuales quiera que sean sus nombres o títulos, junto con todas las organizaciones locales que pudieran haber surgido para aplastar el movimiento subversivo, sean sus objetivos culturales, económicos o de cualquier otra especie.

“Artículo segundo: cualquier resistencia a dicha disolución será considerada un acto fascista y sus instigadores serán entregados a los tribunales de justicia popular”.

La disolución de los comités marcó el primer gran avance de la contrarrevolución. El otro avance importante en la consolidación del Estado burgués fue el 27 de octubre de 1936 cuando se promulgó un decreto de desarme de los obreros y que decía lo siguiente:

“Artículo primero: todas las armas largas (fusiles, ametralladoras, etc.) que obren en poder de los ciudadanos serán entregadas a las municipalidades, o requisadas por ellas, dentro de los ocho días subsiguientes a la promulgación de este decreto. Las mismas serán depositadas en el Cuartel General de Artillería y el Ministerio de Defensa de Barcelona para cubrir las necesidades del frente.

“Artículo segundo: Quienes retuvieren tales armas al fin del período mencionado serán considerados fascistas y juzgados con todo el rigor que su conducta merece”.

El POUM y la CNT no hicieron nada por evitar la aprobación de este decreto.

Sólo con la colaboración de los dirigentes del POUM y de la CNT la burguesía pudo, con el apoyo explícito de la dirección estalinista del PSUC, salvar el Estado burgués, traicionando el enorme impulso revolucionario que el bastión del proletariado español había protagonizado en la jornada del 19 de julio.

Una vez que la burguesía utilizó a estos dirigentes los echó del gobierno. Al POUM en diciembre de 1936 y a la CNT en julio de 1937.

A pesar de todo, la puesta en práctica de esta política no contó con la unanimidad de las bases del POUM y la CNT. En el caso del POUM la organización madrileña aprobó por inmensa mayoría un programa de oposición basado en una política leninista y el 15 de abril de 1937 el sector más importante del partido, la sección de Barcelona, votó a favor de la creación inmediata de sóviets. Nin y Gorkin tuvieron que recurrir a maniobras burocráticas para impedir la expansión del ala de izquierda. Los disidentes fueron expulsados del frente. Se prohibió la formación de fracciones.

Estos expulsados del POUM que se constituyeron en Bolcheviques-Leninistas de España (IV Internacional) intentaron ligarse estrechamente a los obreros anarquistas, fundamentalmente a los Amigos de Durruti, que configuraban el sector del anarquismo que se oponía a la política de colaboración de clases de la dirección. Sin embargo no hubo tiempo para que las fuerzas revolucionarias pudieran agruparse, ganar la confianza de las masas y conseguir la dirección del proletariado.

Avance de la contrarrevolución

en el campo republicano

En cuanto al gobierno de Largo Caballero, la burguesía republicana y los líderes estalinistas la primera medida que tomaron fue presionar al gobierno para que llevara a cabo la recomposición del ejército burgués.

La propiedad de la tierra no se alteró excepto la de algunos conocidos fascistas cuya tierra se repartió. Con estas medidas, el Estado burgués, al igual que en Catalunya, levantaba cabeza. Largo Caballero, con sus concesiones a los republicanos y a los dirigentes del PCE que pusieron en práctica —hasta sus últimas consecuencias— la política dictada por Stalin a través de la III Internacional de participación en gobiernos de colaboración de clases con la intención de demostrar al imperialismo francés y británico que no tenían intención de propiciar movimiento revolucionario alguno, es en gran medida responsable de que la burguesía consiguiera sus objetivos.

El papel del estalinismo

Los estalinistas españoles fueron los primeros en someterse a la censura de prensa, en exigir la liquidación de las milicias y en someter a sus milicianos a los oficiales de Azaña.

Los estalinistas no se conformaron con exigir subordinación a la burguesía en el periodo de la guerra civil sino también después. “Es totalmente falso —declaró Jesús Hernández, editor de Mundo Obrero (6 de agosto de 1936)— que el objetivo de esta movilización obrera sea la instauración de una dictadura proletaria al final de la guerra. No puede decirse que tengamos un motivo social para participar en la guerra. Los comunistas somos los primeros en repudiar semejante suposición. Nos motiva únicamente el deseo de defender la República Democrática...”.

L’Humanité, órgano del Partido Comunista francés, publicó a principios de agosto la siguiente declaración:

“El Comité Central del Partido Comunista español nos solicita que informemos al público, en respuesta a los informes fantásticos y tendenciosos de ciertos diarios, que el pueblo español no busca la instauración de la dictadura del proletariado, sino que conoce un sólo objetivo: la defensa del orden republicano, respetando la propiedad”.

Más tarde, el 5 de marzo de 1937, José Díaz, líder del PCE declaró ante la sesión plenaria del Comité Central lo siguiente:

“Si bien al comienzo los distintos intentos prematuros de ‘socialización’ y ‘colectivización’, fruto de la falta de claridad en cuanto al carácter de esta lucha, pueden haber estado justificados por el hecho de que los grandes terratenientes industriales habían abandonado sus tierras y fábricas y había que seguir produciendo a toda costa, ahora no existe la menor justificación. En la actualidad, cuando existe un gobierno de Frente Popular, representativo de todas las fuerzas empeñadas en la lucha contra el fascismo estas cosas no solamente son indeseables, sino totalmente impermisibles”.

Todas las fuerzas de la burguesía, tanto a escala estatal como internacional hubieran sido incapaces de reinstaurar el Estado burgués después del 19 de julio si no hubiese sido por la colaboración de las direcciones obreras. Esta traición no empaña la gloriosa respuesta revolucionaria de nuestra clase en este período fundamental.

Los marxistas, que siempre hemos confiado en el potencial revolucionario de la clase trabajadora, vemos estos acontecimientos como una experiencia que demuestra la necesidad de dotar a las organizaciones obreras de una dirección que defienda intransigentemente los intereses de nuestra clase y que ponga en práctica el único programa que puede acabar con las penalidades y sacrificios que la existencia del capitalismo conlleva para la inmensa mayoría de la población, un programa auténticamente socialista.


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