La Primera Guerra Mundial redujo a la ruina una parte considerable de la civilización moderna: la economía fue devastada, millones de seres humanos fueron masacrados en las trincheras y una inmensa mayoría fue condenada a una existencia de penalidades y escasez.
El dominio del mundo
Cuando en 1916 Lenin escribió El imperialismo, fase superior del capitalismo, la socialdemocracia europea, salvo honrosas excepciones, había capitulado ya ante la burguesía y los Estados Mayores. Con el fin de reestablecer los principios del marxismo y demostrar la falta de consistencia teórica de Bernstein y Kautsky cuando hablaban del fenómeno del imperialismo, Lenin realizó un amplio estudio que se ha convertido en un clásico. “Si fuera necesario dar una definición lo más breve posible del imperialismo, debería decirse que el imperialismo es la fase monopolista del capitalismo. Una definición tal comprendería lo principal, pues, por una parte, el capital financiero es el capital bancario de algunos grandes bancos monopolistas fundido con el capital de los grupos monopolistas de industriales y, por otra, el reparto del mundo es el tránsito de la política colonial, que se expande sin obstáculos en las regiones todavía no apropiadas por ninguna potencia capitalista, a la política colonial de dominación monopolista de los territorios del globo, enteramente repartido (...)[1]
Dar salida a la producción, incrementar las cuotas de ganancia, asegurar nuevos mercados, fuentes de materias primas y un amplio ejército de reserva de mano de obra, éste fue el acicate que empujó irresistiblemente a las principales potencias capitalistas a la colonización y el saqueo de nuevos territorios. A lo largo de cuarenta años, Gran Bretaña aumentó su ya vasto imperio colonial haciéndose con el control de Egipto y África del Sur. Francia ocupó Túnez e Indochina. Italia hizo lo propio con Abisinia, mientras la Rusia zarista completaba sus conquistas en Asia Central y penetraba hasta Manchuria. Alemania, aunque había llegado tarde al reparto del mundo, no renunció a su tajada: conquistó en África su primera colonia (Namibia) y se lanzó a la aventura imperialista en los mares del Sur, además de mantener en Turquía una preponderancia económica y política que no dejaba de crecer. También EEUU extendió su dominio por el Caribe y Latinoamérica, despojando a España de los restos de su antiguo imperio, y puso un pie en Asia con la incorporación de Filipinas a su área de influencia. Siguiendo el ejemplo de sus predecesores hispanos en América, los estados capitalistas utilizaron la guerra de ocupación y el saqueo económico para aplastar a las masas del mundo colonial.
Las condiciones para un enfrentamiento militar entre las potencias capitalistas maduraron a igual ritmo que la expansión imperialista. Aunque su escenario fue el mundo entero, la espoleta del conflicto se situó en los Balcanes, mosaico de pueblos y nacionalidades oprimidas, que concentró todas las ambiciones de las potencias europeas. En esta batalla por los Balcanes, la decadencia del imperio otomano disparó las pretensiones anexionistas de los países imperialistas más próximos (Rusia, Austria-Hungría, Italia) y de los económicamente más potentes (Alemania, Francia y Gran Bretaña).
En sus maniobras, las potencias instrumentalizaban, a su vez, los sueños de los jóvenes estados y nacionalidades balcánicas. En nombre de una supuesta “autodeterminación nacional”, la autocracia rusa respaldó abiertamente el movimiento nacionalista serbio, que ansiaba crear la Gran Serbia, mientras la monarquía austro-húngara se encargaba de propagar su dominio político y militar, aplastando cualquier derecho democrático de las nacionalidades que integraban Austria-Hungría. El interés por obtener una posición hegemónica en la zona contagiaba a la clase dominante de todos los países, incluidos los más débiles: las divisas reaccionarias de la “Gran Grecia”, la “Gran Bulgaria” o, incluso, la “Gran Rumanía” motivaban a las burguesías de estas jóvenes naciones, tras las cuales se escondía la mano del gran capital europeo.
La escalada imperialista fue progresiva. En octubre de 1908, el imperio austro-húngaro se anexionó Bosnia-Herzegovina, ante la impotencia del imperio otomano y las amenazas de Serbia que, respaldada por Rusia, insistía en su pretensión de crear la Gran Serbia. En la cuestión de los estrechos (apertura del Bósforo y los Dardanelos), el zar de Rusia se enfrentó tanto con Alemania como con Austria-Hungría, rechazando firmemente cualquier concesión que lo dejase en desventaja. La tensión estalló en octubre de 1912 con la primera de las guerras balcánicas, en la que Turquía sufrió una severa derrota. El tratado de Londres (mayo de 1913) troceó el imperio otomano, aunque el reparto no resolvió nada.
Sobre la cuestión endémica del conflicto balcánico, Trotsky escribió en 1914: “La creación de relaciones normales de vida nacional y desarrollo económico en la península balcánica es inadmisible si el zarismo y Austria-Hungría siguen existiendo. El zarismo es ahora el indispensable almacén militar para el imperialismo financiero de Francia y el poder colonial conservador de Inglaterra. Austria-Hungría es el principal apoyo del imperialismo alemán. La guerra, aunque originada por choques entre familias privadas, entre los nacionalistas y terroristas serbios y la policía política de los Habsburgo, muy pronto reveló su verdadero y fundamental carácter: una lucha a vida o muerte entre Alemania e Inglaterra. Mientras los bobos e hipócritas hablan de defensa, de libertad nacional e independencia, la guerra anglo-alemana es hecha verdaderamente en pro de la libertad de explotación imperialista de los pueblos de la India y de Egipto, por una parte, y de la división imperialista de los pueblos de la Tierra, por la otra”.[2]
Los Balcanes se habían convertido en un avispero en el que la cuestión nacional no encontraría solución bajo el capitalismo y el dominio imperialista. La crisis estaba madura y condujo, irremediablemente, a la Primera Guerra Mundial.
La catástrofe
El asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austro-húngaro, el 28 de junio de 1914, proporcionó la excusa para el inicio de las hostilidades. La provocación fue utilizada por el imperio austro-húngaro para imponer sus pretensiones a Serbia. El 28 de julio, Austria-Hungría le declaró la guerra. Por su parte, el 30 de julio, el zar Nicolás II decretó la movilización general de las tropas y el 31 de julio el gobierno alemán, agitando el “peligro de guerra inminente”, envió un ultimátum a Rusia exigiendo su renuncia a la movilización general y un memorando a Francia emplazándola a declarar su neutralidad en caso de una guerra entre Alemania y Rusia. Para garantizar esa neutralidad, según el gobierno alemán, Francia debería entregar a Alemania las fortalezas militares de Verdún y Toul.
Los argumentos “defensivos” para la movilización de la opinión pública a favor de cada contendiente, se escogían con cinismo calculado por uno y otro bando. Finalmente, el 1 de agosto Alemania le declaró la guerra a Rusia y el 3 de agosto, a Francia. Entre el 3 y el 4 de agosto, el gobierno alemán, para “defender” las conquistas de la democracia, “amenazadas” por el zarismo, decidió invadir Bélgica. El 4 de agosto, Gran Bretaña dirigió un ultimátum a Alemania exigiéndole que garantizase la neutralidad belga, lo que equivalía a una declaración de guerra. El 11 y 12 de agosto, franceses y británicos se sumaron al combate contra Austria-Hungría.
Como es norma en las guerras imperialistas, ésta también fue justificada con los argumentos más nobles y elevados: “defensa de la democracia, la cultura y los valores de Occidente”, “rechazó al militarismo agresor”, “seguridad colectiva”..., en definitiva, el amplio catálogo de mentiras para ocultar el carácter de clase, burgués, de las guerras de rapiña.
Lenin explicó sin rodeos la naturaleza del conflicto y los intereses en juego: “Ninguno de los dos grupos de países contendientes es mejor ni peor que el otro en lo que se refiere a saqueos, atrocidades y crueldades sin fin de la guerra. Pero, para embaucar al proletariado y desviar su atención de la única guerra verdaderamente emancipadora, es decir, de la guerra civil contra la burguesía tanto de su ‘propio’ país como de los países ‘ajenos’, la burguesía de cada país se esfuerza para alcanzar este sublime objetivo con patrañas sobre el patriotismo, en enaltecer el significado de ‘su’ guerra nacional y en dar fe de que aspira a vencer al adversario en aras de la ‘emancipación’ de todos los demás pueblos, salvo el suyo propio, y no en aras del saqueo y las conquistas territoriales”.[3]
La derrota de los imperios centrales, tras cuatro largos años de guerra encarnizada, dejó un saldo de diez millones de soldados muertos en las trincheras. En Francia rondaron el millón y medio, a los que hay que sumar tres millones de heridos y más de un millón de mutilados. En Alemania, murieron más de un millón ochocientos mil soldados y hubo más de cinco millones de heridos e inválidos. En Austria-Hungría, los muertos se acercaron al millón y medio. En Rusia, el número fue considerablemente mayor: cinco millones murieron hasta 1920, incluyendo los caídos en los dos años de guerra civil e intervención imperialista contra el Estado obrero soviético. En Gran Bretaña, los muertos ascendieron a setecientos cincuenta mil, cifra que se eleva a un millón si incluimos las bajas de los pueblos coloniales sometidos al imperio británico. En Italia, cerca de ochocientos mil; en Serbia, trescientos sesenta mil; EEUU perdió ciento quince mil soldados.[4]
Más de quinientos setenta mil civiles franceses y en torno a setecientos cincuenta mil alemanes murieron a consecuencia del hambre y las epidemias. La cifra de refugiados por los combates aumentó exponencialmente: más de un millón de alemanes huyeron de Polonia, los países bálticos, Alsacia y Lorena. Hungría recibió más de cuatrocientos mil refugiados; Bulgaria, doscientos mil. La ocupación de Serbia por las tropas austriacas provocó la deportación de más de ciento cincuenta mil personas. En 1915, más de ocho mil serbios y montenegrinos internados en campos de confinamiento por el ejército austriaco murieron de sarna y tifus. La guerra turco-griega provocó el éxodo de más de un millón de familias griegas y hubo pogromos sangrientos contra ellas en la costa de Anatolia, después de que los ejércitos griegos, que habían avanzado en territorio turco, realizasen su propia política de limpieza étnica contra los turcos. Los armenios fueron víctimas de un genocidio a manos del ejército turco: cientos de miles fueron asesinados. El odio caló en lo más profundo de los Balcanes y el oriente europeo, un odio atizado por la agitación nacionalista que las diferentes potencias europeas cultivaron sin escrúpulos.
No había antecedentes en la historia universal de tamaña carnicería. Los cuatro años de contienda colapsaron la economía. La producción agrícola se redujo un 30% y la industrial, un 40%. “Los imperios centrales (Alemania, Austria-Hungría, Bulgaria, Turquía) se hallaban reducidos a un hambre genialmente organizado”, escribió Víctor Serge.[5] La destrucción de la economía y la riqueza cultural y el sufrimiento terrible de millones de inocentes tuvo su contrapunto en los fabulosos negocios que la guerra propició. Los dueños de las empresas encargadas del suministro y la producción de armamento, los responsables del acaparamiento y la especulación de alimentos, los traficantes de toda clase de productos hicieron de la guerra un negocio lucrativo y amasaron beneficios millonarios.
Internacionalismo proletario y socialchovinismo
La guerra imperialista colocó a las organizaciones obreras ante la prueba decisiva. La Segunda Internacional había movilizado en numerosos congresos a sus mejores oradores contra la amenaza de la guerra y advertido que la clase trabajadora respondería con la oposición más firme en caso de que estallara. Por ejemplo en el congreso de Stuttgart, celebrado en 1907, se aprobó una enmienda redactada por Lenin y Rosa Luxemburgo: “En caso de declaración de guerra, las clases trabajadoras de los países implicados así como sus representantes parlamentarios deberán movilizar todas sus fuerzas para evitar el comienzo de las hostilidades, con el apoyo de la actividad coordinadora de la Oficina Internacional, con la aplicación de los medios que les parecieran más eficaces, medios que variarán evidentemente, según la gravedad de la lucha de clases y en función de la situación política general. En el caso que la guerra estallase a su pesar, estarán obligadas a actuar para conseguir un final rápido de las hostilidades y a intentar con todas sus fuerzas explotar la crisis económica y política provocada por la guerra a fin de levantar al pueblo y acelerar, de este modo, la abolición de la dominación de la clase capitalista.”[6]
Ninguno de estos llamamientos y de estos principios fueron respetados cuando estallaron los combates en 1914. La capitulación de la mayoría de los dirigentes socialdemócratas en la hora de la verdad fue un aldabonazo para el movimiento obrero mundial.
El auge económico que se había extendido durante las dos últimas décadas del siglo XIX y la primera del siglo XX, facilitó la degeneración reformista de la Segunda Internacional y su abandono del marxismo. La actividad en el parlamento, en los ayuntamientos, en las comisiones y negociados, absorbía las energías de la dirección y de los cuadros intermedios. El cretinismo parlamentario se convirtió en muchos casos en la tendencia dominante, infundiendo un espíritu de respetabilidad y reconocimiento social al aparato socialdemócrata. Las presiones de la aristocracia obrera, que constituía la base de apoyo de la burocracia reformista, y la constante penetración de ideas de clases ajenas acabaron por convertir a muchos dirigentes de los partidos de la Segunda Internacional, marxistas e internacionalistas en sus orígenes, en lugartenientes obreros de los capitalistas.
La Segunda Internacional se desmoronó como organización revolucionaria. Las declaraciones previas se convirtieron en humo y la lucha de la Internacional contra la guerra, tarea que se había impuesto como objetivo prioritario, fue reemplazada por el ardor patriótico en apoyo a la burguesía nacional respectiva. El internacionalismo proletario dejó paso al socialpatriotismo, la defensa de la “patria” envuelta en una fraseología socialista.
La responsabilidad de la dirección fue inmensa, especialmente en Alemania, dado que el Partido Socialdemócrata (SPD) era el más fuerte y mejor organizado de la Segunda Internacional. El SPD intentó mantener una apariencia de fidelidad a la causa de la Internacional cuando la guerra aparecía como un hecho inminente. A partir del 25 de julio de 1914 se convocaron manifestaciones callejeras de protesta contra los “proyectos criminales de los promotores de la guerra’; en Berlín más de treinta mil personas se movilizaron bajo esa consigna. Pero la actitud del aparato socialdemócrata se hizo transparente el 4 de agosto, día en que los créditos de guerra fueron sometidos a la votación del Reichstag.
A partir de esa fecha, el SPD se convirtió en un leal servidor del Reich, en un Partido de Estado. ¿Quién alzó su voz contra esta traición? Rosa Luxemburgo tiene el honor de haber denunciado esta ignominia con toda la fuerza y claridad de su pensamiento “¿Y qué presenciamos en Alemania cuando llegó la gran prueba histórica? La caída más profunda, el desmoronamiento más gigantesco. En ninguna parte la organización del proletariado se ha puesto tan completamente al servicio del imperialismo, en ninguna parte se soporta con menos oposición el estado de sitio, en ninguna parte está la prensa tan amordazada, la opinión pública tan sofocada y la lucha de clases económica y política de la clase obrera tan abandonada como en Alemania”.[7]
El partido de Bebel y Kautsky, del que Lenin se consideraba seguidor, había colapsado políticamente. El dirigente bolchevique llegó a pensar incluso que el Wörwarts del 5 de agosto de 1914, que anunciaba el apoyo del partido alemán a los créditos de guerra, era una falsificación del Estado Mayor. Poco después y aleccionado por la realidad escribió: “El oportunismo ha sido engendrado durante decenas de años por las particularidades de la época de desarrollo capitalista, donde la existencia relativamente pacífica y desahogada de una capa de obreros privilegiados, los ‘aburguesaba’, les daba las migajas del beneficio del capital, les ahorraba la dureza, los sufrimientos y les apartaba de las tendencias de la masa condenada a la ruina y a la miseria. La guerra imperialista es la prolongación directa y la coronación de este estado de cosas, porque es una guerra por los privilegios de las naciones imperialistas...”
Las organizaciones obreras de Francia, Bélgica, Gran Bretaña, Austria-Hungría, Rusia, Alemania, Italia, etc., fueron arrastradas por sus dirigentes. La lucha por la revolución fue sustituida por el frente único con los capitalistas nacionales, la unión sagrada bajo una misma bandera de los dirigentes obreros y de la burguesía. El llamamiento de Marx y Engels en El manifiesto comunista¡Proletarios de todos los países, uníos!, fue sustituido por el de ¡Proletarios de todos los países, asesinaos en las trincheras en defensa de vuestra burguesía!
En medio de esta traición, sólo un pequeño núcleo de socialdemócratas permaneció fiel a los principios del internacionalismo y luchó contra el socialpatriotismo. Los marxistas rusos, encabezados por Lenin, fueron los más consecuentes en su oposición revolucionaria a la guerra. Estuvieron acompañados por una minoría de internacionalistas: los marxistas irlandeses con James Connolly; Trotsky, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht; el holandés Pannekoek, el rumano Christian Rakovski, los socialistas serbios, encabezados por Lapschewitsch y Kazlerowitsch, que en el parlamento se opusieron valientemente a los créditos de guerra, las minoría de los partidos socialistas búlgaro e italiano… en total, un pequeño puñado de revolucionarios intransigentes aislados en un continente en guerra.[8]
Lecciones de la guerra
Lenin no albergaba dudas de los efectos políticos que la guerra provocaría en el continente, y animaba a todos los internacionalistas a prepararse para la futura oleada revolucionaria: “Sería totalmente erróneo olvidar que toda guerra no es más que la continuación de la política por otros medios. La actual guerra imperialista es la continuación de la política imperialista de dos grupos de grandes potencias, y esa política es originada y nutrida por el conjunto de las relaciones de la época imperialista. Pero esta misma época ha de originar y nutrir también, inevitablemente, la política de lucha contra la opresión nacional y de lucha del proletariado contra la burguesía, y por ello mismo, la posibilidad y la inevitabilidad, en primer lugar, de las insurrecciones y guerras nacionales revolucionarias; en segundo lugar, de las guerras e insurrecciones del proletariado contra la burguesía; en tercer lugar, de la fusión de los dos tipos de guerras revolucionarias”.[9] El pronóstico de Lenin no tardaría en cumplirse.
La guerra imperialista destruyó lo que había creado el trabajo de generaciones, pero sus efectos políticos fueron aún más devastadores para el orden capitalista. Una gran conmoción recorrió la sociedad de arriba abajo, poniendo en cuestión todas las viejas creencias, todos los prejuicios introducidos por la clase dominante, y encendiendo la llama de la revolución socialista por el continente. En toda Europa estalló un clamor contra la guerra, y la clase obrera ocupó el centro de ese movimiento desafiante. De 1916 a 1917, la cifra de huelguistas pasó en Gran Bretaña de 276.000 a 872.000; en Francia, de 41.000 a 294.000; en Italia, de 136.000 a 170.000; en Alemania, de 129.000 a 667.000.[10] Estas cifras reflejan los movimientos de oposición obrera cuando todavía los frentes estaban activos. A ellas habría que sumar los miles de desertores en todos los ejércitos, los motines en numerosos regimientos de los ejércitos francés, italiano y ruso que se negaban a combatir y las manifestaciones de masas exigiendo el fin de la guerra y las privaciones.
Después de años de lucha encarnizada, de destrucción general, la propaganda de la burguesía se desmoronó como un castillo de naipes y las ideas revolucionarias se apoderaron de la conciencia de millones de hombres y mujeres. A pesar del predominio de la reacción durante largos años, el topo de la historia había realizado su callada labor.
Un siglo después de la Primera Guerra Mundial, la perspectiva de un nuevo conflicto de esta naturaleza está descartada, porque la correlación de fuerzas ha cambiado profundamente. Alemania no necesita invadir Bélgica o los Balcanes, ya domina a estos países económicamente, imponiendo sus reglas al resto del continente. China ha emergido como una potencia mundial, y aunque las contradicciones militares y económicas con EEUU en la disputa por la supremacía se están recrudeciendo, una conflagración como la que se vivió en la Primera y la Segunda Guerra significaría una amenaza real de destrucción para amplios sectores de la clase dominante. Por otra parte, la clase obrera no ha sufrido una derrota decisiva en los países avanzados, y mantiene un recuerdo muy vivo de lo que significó la guerra. Las grandes demostraciones de masas contra las intervenciones imperialistas recientes, demuestran las dificultades que la burguesía tendría para arrastrar a los trabajadores y la juventud a la ciénaga del chovinismo.
¿De que manera se expresan, por tanto, las contradicciones actuales, derivadas del colapso de la economía capitalista y que en otro momento de la historia hubieran conducido a una guerra mundial? Por un lado, con un incremento de guerras regionales y locales que enfrentan a las potencias imperialistas: en África, en Oriente Medio, en Asia, provocando un horror sin fin para la población indefensa. Por otro, con una guerra social devastadora contra las conquistas de la clase obrera, los derechos sociales y las libertades democráticas, que está alimentando una nueva oleada de revoluciones y lucha de clases como no se conocía en los últimos hace cuarenta años. Esta es la perspectiva, irónica, que nos plantea la historia de nuevo. Como señaló la gran revolucionaria Rosa Luxemburgo, asesinada el 15 de enero de 1919 a manos de la turba armada de los Freikorps por orden del gobierno socialdemócrata: no hay disyuntiva posible ¡Socialismo o barbarie!
[1] Lenin continúa: “Pero las definiciones excesivamente breves, si bien son cómodas, pues resumen lo principal, son, no obstante, insuficientes, ya que es necesario deducir de ellas especialmente rasgos muy esenciales del fenómeno que hay que definir (…) conviene dar una definición del imperialismo que contenga sus cinco rasgos fundamentales siguientes, a saber: 1) la concentración de la producción y del capital llegada hasta un grado tan elevado de desarrollo, que ha creado los monopolios, que desempeñan un papel decisivo en la vida económica; 2) la fusión del capital bancario con el industrial y la creación, sobre la base de este ‘capital financiero’, de la oligarquía financiera; 3) la exportación de capital, a diferencia de la exportación de mercancías, adquiere una importancia particular; 4) la formación de asociaciones internacionales monopolistas de capitalistas, las cuales se reparten el mundo, y 5) la terminación del reparto territorial del mundo entre las potencias capitalistas más importantes. El imperialismo es el capitalismo en la fase de desarrollo en la cual ha tomado cuerpo la dominación de los monopolios y del capital financiero, ha adquirido una importancia de primer orden la exportación de capital, ha empezado el reparto del mundo por los trusts internacionales y ha terminado el reparto de todo el territorio del mismo entre los países capitalistas más importantes” Lenin, El imperialismo, fase superior del capitalismo, FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS, Madrid, 2007, p. 98
[2] León Trotsky, Comunismo: guerra y paz, también conocido como La guerra y la Internacional, Juan Pablo Editores, México, 1973, p. 11.
[3] Lenin, La guerra y la socialdemocracia de Rusia. Marxist Internet Archive.
[4] Rosario de la Torre, “Los problemas de la paz”, en Siglo XX Historia Universal, Temas de Hoy, Madrid 1997, t. 7, p. 8.
[5] Víctor Serge, El año I de la revolución rusa, Siglo XXI Editores, México, 1983, p. 183.
[6] El VIII Congreso se reunió en Copenhague del 28 de agosto al 3 de septiembre de 1910, y en él se reiteraron los planteamientos básicos de Stuttgart. Tras el estallido de la primera guerra balcánica de 1912, y ante el inminente peligro de guerra imperialista mundial, la Segunda Internacional celebró un congreso extraordinario en Basilea, que aprobó por unanimidad un manifiesto declarando que los obreros considerarían un delito disparar unos contra otros. Las resoluciones de estos congresos fueron votadas por una amplia mayoría, que incluía a los líderes más representativos de la Segunda Internacional. Pero en 1914, muchos de ellos se incorporarían como ministros en gobiernos de “unidad nacional” con la burguesía pocos días después del inicio de la guerra mundial.
[7] Rosa Luxemburgo, La crisis de la socialdemocracia, FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS, Madrid 2006 p. 11.
[8] Este pequeño núcleo de internacionalistas intentó agrupar sus fuerzas en dos conferencias celebradas en las ciudades suizas de Zimmerwald y Kienthal. La primera se celebró del 5 al 8 de septiembre de 1915, y en ella Lenin formó la llamada izquierda de Zimmerwald. Trotsky fue el redactor del manifiesto aprobado en la reunión. La segunda se celebró del 24 al 30 de abril de 1916. Ambas conferencias contribuyeron a agrupar a los elementos internacionalistas de los partidos de la Segunda Internacional y establecieron un terreno de colaboración que cristalizaría definitivamente en 1919 con la creación de la Internacional Comunista.
[9] V. I. Lenin, El programa militar de la revolución proletaria, en MARXISMO HOY nº 14, p. 60. FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS.
[10] Gabriel Cardona, “Los horrores de la guerra”, en Siglo XX Historia Universal, t. 5, p. 80.