EEUU se ha convertido ya en el primer país del mundo con más casos de coronavirus, y lo peor está aún por llegar. En un país con más de 27 millones de personas sin ningún tipo de seguro médico y con un sistema sanitario en manos del lucro privado, es difícil cuantificar la magnitud del desastre, pero serán millones los que pagarán con su salud y sus vidas las políticas neoliberales de décadas. Por si no fuera suficiente, la recesión económica que avanza a pasos de gigante en la primera potencia mundial anuncia consecuencias desastrosas, incluso superiores a las del crack del 29. Todo esto en medio de una guerra abierta con China, que amenaza con arrebatarle su posición de liderazgo mundial, y que el senil capitalismo norteamericano tratará de evitar a toda costa pasando la factura a la clase trabajadora y provocando efectos de calado histórico en la lucha de clases, dentro y fuera de sus fronteras.
El coronavirus destapa la “trampa” del crecimiento económico más largo de la historia
EEUU es, según informes de la ONU, el país rico con mayores niveles de desigualdad del mundo. Tras la propaganda que hasta hace apenas unas semanas nos vendía el mayor crecimiento económico de su historia, se esconden los 40 millones de personas que viven en la pobreza, los 18,5 millones que lo hacen en la pobreza extrema y los 5,3 que sobreviven en condiciones de pobreza propias del tercer mundo. Tales son los resultados de las políticas que “resolvieron” la crisis de 2008: un empobrecimiento masivo de la clase trabajadora y las capas medias (un 65% de la población vive preocupado por poder hacer frente a las facturas) y un enriquecimiento masivo de los grandes magnates gracias a medidas como la reforma fiscal de Donald Trump, que regaló 205.000 millones de dólares al 20% de la población con mayor renta.
La extensión de la pandemia del coronavirus está poniendo negro sobre blanco la precaria situación de la mayor parte de la sociedad norteamericana. No por casualidad, el candidato a las primarias demócratas Bernie Sanders ha hecho bandera de la sanidad pública y universal con una grandísima acogida. Y es que la ausencia de una asistencia sanitaria pública significa literalmente la ruina para muchos. Una baja por enfermedad y una factura médica impagable significa perder el empleo, no poder pagar el alquiler o la hipoteca, incluso, terminar en la indigencia. No es un caso aislado ni una historia extraordinaria.
Pero una pandemia como esta va a hacer saltar por los aires las costuras de esta ya precaria situación. Para ilustrar la magnitud del desastre que segará la vida de decenas de miles –siendo optimistas– en EEUU, algunas cifras: según un análisis de la Fundación Kaiser Family (uno de los proveedores sanitarios de EEUU) se calcula que el coste del tratamiento para alguien positivo en coronavirus que tenga seguro médico es de 9.763 dólares; para quien desarrolle alguna complicación durante el tratamiento, el coste se eleva a 20.292; y para quien no tenga ningún tipo de cobertura el monto total llega a los 34.927. El hecho de que el 20% de la población estadounidense no tenga cobertura sanitaria o esta sea limitada hace pensar que el alcance de esta pandemia puede ser absolutamente salvaje. Más aún si tenemos en cuenta que en EEUU tampoco existe el derecho a baja laboral. La falta de un seguro, la falta de dinero o el miedo a perder el empleo suponen un verdadero cóctel explosivo: millones de personas no pedirán asistencia médica ante la imposibilidad de hacer frente a una factura imposible, y otras tantas irán a trabajar enfermas y contagiarán a otros. Por no hablar de otros ingredientes: EEUU dispone de 2,5 camas de hospital por cada 1.000 habitantes (frente a las 3 del Estado español, las 3,4 de Italia, las 6,5 de Francia o las 8,3 de Alemania); a la escasez de camas, a precio de oro, se suma la falta de equipos médicos: el número de respiradores en todo el país no llega a 70.000, y en la ciudad de Nueva York médicos y enfermeras ya están fabricando trajes de aislamiento con bolsas de basura. Y esto no ha hecho más que empezar.
Ante esta situación de emergencia no ha habido ningún tipo de medida preventiva en EEUU. De hecho, ya con más de 92.000 contagiados y de 1.300 muertos, la actitud del Gobierno es realmente pasmosa. Cada estado actúa de forma independiente y descoordinada con recomendaciones de no salir en algunos estados pero sin ningún esfuerzo en hacerlas efectivas y, por supuesto, los capitalistas mantienen las empresas abiertas hasta el último minuto. Ha dado igual que China, Corea, Italia, el Estado español... hayan pasado ya por el desastre de hospitales colapsados y decenas de miles de muertos. Las llamadas de socorro a la Casa Blanca por parte del alcalde de Nueva York –con 15 veces más casos que el resto de ciudades– y de su gobernador, pidiendo nacionalizar la producción y distribución de equipos médicos, dan buena cuenta de que son bien conscientes del desastre que va a llegar.
“Esto no es un rescate, estamos considerando proporcionar ciertas cosas a ciertas empresas”
Las medidas anunciadas por Trump –y que han sido aderezadas con una buena dosis del patrioterismo más apestoso, acusando al “virus chino” de todos los males– no tienen otro objetivo que salvar, como siempre, los intereses de los grandes poderes económicos. Junto a la barra libre de liquidez que la Reserva Federal (Fed) ha puesto a disposición de los grandes poseedores de acciones y bonos, Trump anunciaba hace unos días la instalación de hospitales de campaña en Nueva York, Washington y California con un total de ¡4.000 camas: menos de las que la Comunidad de Madrid ha montado en IFEMA!
La verdadera preocupación de Trump –y del aparato demócrata– no es preservar la vida de los millones de personas que hoy están expuestas a contraer el virus, ni tampoco protegerles de las consecuencias de la crisis económica. Tras su verborrea a favor de “proteger a los ciudadanos” nos encontramos con la verdad de sus acciones. Desde 2008 la riqueza del 10% de los hogares más ricos ha subido 115 veces más que la del 10% más pobre. En estos años, las grandes empresas han obtenido beneficios extraordinarios que han dedicado en gran medida a recomprar sus propias acciones, provocando la subida de sus cotizaciones en un festival especulativo sin parangón. El gran problema es que esos beneficios no han ido a la economía productiva sino a unos valores en acciones completamente alejados de la economía real e inflados artificialmente. Ahora, los capitalistas vuelven a recurrir a las mismas medidas que se han demostrado impotentes para solucionar el problema de fondo, la crisis de sobreproducción.
El ejemplo de las grandes aerolíneas estadounidenses es muy representantivo de lo que ha pasado y está pasando: según Bloomberg, desde 2010, gastaron el 96% de su flujo efectivo disponible en recompras de acciones y ahora reclaman que el Estado las rescate. Boeing pide que se le concedan 60.000 millones, cuando gastó 65.000 en reparto de dividendos y recompras en la última década. Esto no es una excepción sino, como reconoce la propia prensa burguesa, la línea general de las grandes firmas.
“Esto no es un rescate, estamos considerando proporcionar ciertas cosas a ciertas empresas”. Así se despachaba el Secretario del Tesoro, Steve Mnuchin. ¡Pero claro que lo es! Como en 2008, se rescata a los ricos condenando a los pobres. Como siempre, en tiempos de crisis los más liberales, los defensores de la libre competencia, de la supresión de impuestos... recurren al Estado para saquearlo en nombre del bien común. Al fin y al cabo, para eso lo dirigen. Dicho y hecho, si a mediados de marzo la Fed anunciaba una bajada de los tipos de interés a cero y un plan de estímulo de 700.000 millones de dólares (el mayor desde la Gran Recesión de 2008) para comprar activos en bolsas, el domingo 22 de marzo, en un intento de calmar a los “mercados” anunciaba “compras ilimitadas de activos” y durante “el tiempo que sea necesario”. Barra libre para los grandes magnates. Por supuesto, ni las pequeñas y medianas empresas, ni la gente normal olerán un céntimo de todo eso, ni verá aliviada sus cargas o el pago de su hipoteca.
El Senado acaba de aprobar el plan de rescate más potente de la historia, con cerca de 2 millones de dólares para “ayudas a empresas y ciudadanos”. Aunque lo cierto es que el plan global –tal y como explicaba el jefe del Consejo Económico de la Casa Blanca, Larry Kudlow– alcanzará los 6 billones, al sumar los cuatro millones más en préstamos por parte de la Fed.
Tras la propaganda sobre la acalorada discusión que el Partido Demócrata ha provocado defendiendo que el plan tuviera más “protección de los empleados de las empresas rescatadas y cobertura sanitaria para los más vulnerables”, la realidad es que demócratas y republicanos han acordado que de esos dos billones se dediquen 500.000 millones directamente a préstamos y avales para las grandes empresas, que se entregarán de forma opaca y sin ningún tipo de condición, ni siquiera el mantenimiento de los empleos. El plan también promete ayudas directas a los ciudadanos, con cheques a las familias y 367.000 millones para pequeñas y medianas empresas. Tienen que adoptar algún tipo de ayudas para tratar de evitar una hecatombe social inmediata y una explosión de malestar de todos los parados y despedidos, pero lo cierto es que no son más que migajas que en nada paliarán el desastre social. La factura de este rescate billonario se pondrá, como siempre, sobre los hombros de la clase trabajadora.
Nueva crisis, viejas recetas, nuevos levantamientos
Muchas voces hablan ya de una catástrofe económica superior a la del crack del 29. Hablamos de que entre 1929 y 1933 el PIB estadounidense cayó un 30%; lo que calcula Morgan Stanley para el segundo trimestre de 2020. Otros pronostican escenarios aún peores. James Bullard, presidente de la Reserva Federal de Saint Louis y miembro del Comité Federal del Mercado Abierto (organismo del Banco central estadounidense que fija los tipos de interés), augura un desplome del PIB del 50% y una tasa de desempleo del 30% en el segundo trimestre de este año. Para hacernos una idea, el paro durante la Gran Depresión en EEUU alcanzó el 25%.
Esto quiere decir, sencillamente, la destrucción masiva de fuerzas productivas. No hay otra manera de reactivar el ciclo. Las inyecciones de capital no pueden aliviar el problema central que es un mercado saturado de mercancías e incapaz de absorberlas y que entrará en una espiral descendente hasta lograr el reajuste necesario: la pobreza y el paro hundirán aún más la demanda y, por tanto, la saturación del mercado. La tendencia a la concentración del capital, como ya vimos en 2008, se acrecentará y se traducirá inevitablemente en una polarización social y una desigualdad extremas.
Se ha puesto sobre la mesa una cuestión fundamental: la absoluta incapacidad de la burguesía y del capitalismo –sea quien sea quien lo lidere a nivel mundial– para garantizar lo mínimo a la mayor parte de la población. Lo hemos visto en otras ocasiones. Ante la perspectiva, en el país más desarrollado del mundo, de decenas de miles de muertos de familias humildes, a muchos nos vienen a la cabeza las terribles imágenes de los efectos del Huracán Katrina en 2005: la miseria que recorría las calles de Nueva Orleans y de los estados sureños de Norteamérica ponía al desnudo esta realidad en la primera potencia capitalista mundial, esto era en pleno boom. Ahora será mucho peor y en todo el país.
Los capitalistas norteamericanos, por boca de Trump, están siendo claros: “el cierre de la economía de EEUU puede causar más muertes que el coronavirus (…) no puede ser peor el remedio que la enfermedad”. Este argumento, que significa la reversión de las escasas medidas de seguridad que se han tomado (cierre de fronteras, de algunas empresas, confinamientos…), resulta muy ilustrativo de sus planes e intereses. Otros portavoces de la burguesía norteamericana coinciden con este planteamiento. Lloyd Blankfein, expresidente de Goldman Sachs, proponía que en unas semanas los ciudadanos con menor riesgo deberían volver a trabajar. La vida de los trabajadores en este sistema no vale nada, si decenas de miles (o más) tienen que morir para preservar sus beneficios y sus posiciones estratégicas en el mercado mundial, pues que mueran. Más aún cuando están inmersos en una guerra descarnada con China por el dominio del mundo en la que el gigante asiático avanza posiciones a toda velocidad.
Es imposible pensar que todo lo que está ocurriendo y, sobre todo, lo que ocurrirá, no provocará un terremoto social y político a nivel internacional. La crisis del 2008 provocó revoluciones, la Primavera Árabe, Ocuppy Wall Street… La experiencia de la clase trabajadora ha sido intensa y cargada de lecciones. En EEUU millones han sacado conclusiones y las han puesto en práctica: antes del comienzo de esta terrible crisis hemos visto la rebelión de los profesores, la huelga de la General Motors, la amenaza de huelga general que paralizaba el cierre de Gobierno el año pasado, la solidaridad con la que la clase trabajadora se conmocionaba ante los campos de internamiento de inmigrantes, el fuerte y ascendente apoyo a Bernie Sanders... La correlación de fuerzas es hoy muy superior para la clase trabajadora y la juventud y la experiencia acumulada no caerá en saco roto.
La crisis del coronavirus no ha hecho más que desnudar la cruda realidad de lo que significa un sistema senil y reaccionario para la mayoría, que no obstante luchará por sobrevivir a cualquier precio. Para acabar con su anarquía, con su miseria y para conquistar una sociedad en la que la abundancia de recursos no sea motivo de pobreza y retroceso, sino de avance para la humanidad; para conquistar una sociedad en la que toda esa riqueza producida por la clase trabajadora se organice de forma planificada y democrática, cubriendo las necesidades sociales, es necesario levantar una alternativa revolucionaria y luchar por el socialismo.