Hablar de desaparición en México supone uno de los panoramas más desoladores e indignantes en la actualidad. Se trata de un monstruo de mil cabezas, cuya resolución necesariamente implica el cuestionamiento del Estado en todos sus niveles. Hace algunos días, el 15 de enero de 2024, Lorenza Cano –madre buscadora de Guanajuato– fue secuestrada en un enfrentamiento donde el crimen organizado asesinó a su hijo y esposo, en Salamanca. Es el caso más reciente de una lista larguísima de carpetas de investigación irresueltas, abandonadas por la negligencia y la impunidad.

La búsqueda de justicia en este país es una actividad de alto riesgo; basta con recordar el caso de Marisela Escobedo, o a las más de 580 agresiones contra defensores ambientales registradas en 2022. Envueltos en este contexto, los colectivos y organizaciones para la búsqueda de personas desaparecidas diariamente enfrentan amenazas, amedrentamiento, homicidios y secuestro, sometidos a una total vulneración por parte del Estado.

El más reciente informe sobre esta problemática, presentado por la Secretaría de Gobernación en diciembre de 2023, ha provocado una ola de rabia debido a la metodología confusa que pretende reducir el número de desapariciones a 12 mil 377, en comparación de las 110 mil 964 que recogía hasta el año pasado el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas. La clasificación ambigua del paradero de al menos otras 80 mil personas supone una burla hacia las víctimas y sus familias, y una negación absoluta de la crisis política y humanitaria a la que el gobierno de AMLO no ha podido hacer frente.

A pesar de la creación de la Comisión Nacional de Búsqueda y las comisiones estatales en 2017, la mayor parte del proceso ante la desaparición de una persona sigue siendo sustentada por familiares y organizaciones independientes. Sí, la creación de este tipo de organismos constituye un avance respecto a lo anterior, pero dista mucho de ser suficiente, sobre todo porque no plantea un rompimiento verdadero con la raíz de esta problemática. ¿Cómo se le pide a las madres buscadoras quedarse al margen mientras el Estado acciona, si el propio Estado está metido hasta el fondo del asunto? ¿Cómo es posible presentar una cifra tan baja de desapariciones, si se ha estipulado que en las fosas comunes y Semefos existen más de 56 mil personas sin identificar?

No se puede plantear un plan de acción sin reconocer los alcances del Narcoestado, que ha permeado en cada rincón del gobierno. La complicidad de las autoridades con el crimen organizado no es cosa nueva; lleva muchos sexenios tejiéndose y cobrando las vidas de la clase trabajadora, quienes sufrimos de forma más atroz –por las condiciones en que vivimos– el reclutamiento forzado, los levantamientos, los toques de queda, la violencia que nos arrebata cualquier posibilidad de desarrollo. Se añade, además, una crisis migratoria tremenda que pone a disposición del narcotráfico miles de manos en total vulnerabilidad para el trabajo forzado, y la violencia feminicida y patriarcal que afecta de forma creciente a mujeres y disidencias.

El gobierno actual está librando una guerra (quizás no tan cruenta como la de 2006), y tiene al enemigo en casa. Lo hemos dicho muchas veces: los programas sociales son necesarios ante el contexto en el que nos encontramos, pero no pueden ser tomados como soluciones en sí mismas. Al observar el caso del crimen organizado y su impacto sobre la juventud esto queda plasmado de forma concreta y terrible: a pesar de las becas del bienestar y programas como “Jóvenes construyendo el futuro”, se estima que en este sexenio aumentó casi 60% la localización sin vida de niños, adolescentes y jóvenes menores de 29 años, y que los asesinatos de jóvenes a manos del narcotráfico ha crecido un 72%[1]. Ante este panorama, el apartamiento que los organismos oficiales pretenden hacia las organizaciones de búsqueda independientes resulta indignante.

Son las madres buscadoras, los familiares peleando en las fiscalías, quienes por décadas han suplido un trabajo obligatorio del Estado. Con qué cara se plantean las nuevas cifras y se pide que se confíe en un censo “casa por casa” llevado a cabo con poca transparencia, falta de rigor y conductas revictimizantes. Más aún, con cuánta ligereza se niegan a abrir canales de diálogo y colaboración con quienes han estado en la primera línea por años.

El informe presentado deja en claro que, de nueva cuenta, el empuje de la lucha colectiva es lo único que puede garantizarnos mejores condiciones de vida, y que la solidaridad de clase mostrada cotidianamente por los colectivos de búsqueda es ejemplo de fuerza, de rabia organizada. Este censo resulta irrisorio, claramente alejado de soluciones reales. Por eso, exigimos sanciones a jueces, policías y fiscalías vinculadas con el crimen organizado, rompimiento definitivo con partidos y figuras cómplices, que la Comisión Nacional de Búsqueda trabaje con y para los familiares, implementación de metodologías eficaces y confiables, protección a grupos de búsqueda y establecimiento de mesas de trabajo con colectivos y organizaciones.

Hay una deuda gigante, quizá tan profunda como las fosas clandestinas que supuran en cada recoveco del país. Es una herencia maldita para el siguiente sexenio y, como tantas otras, no se podrá resolver sin romper con las dinámicas de muerte sustentadas por el capitalismo.

 

[1] Manu Ureste. “México es una trituradora de jóvenes” en Animal Político, 23 de julio de 2023. https://www.animalpolitico.com/seguridad/mexico-destruyendo-el-futuro-ninos-adolescentes


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