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Este artículo fue publicado por El Militante en 2006 con motivo del 75 aniversario de la proclamación de la II República.

El 14 de abril de 1931, hace setenta y cinco años, la odiada monarquía de Alfonso XIII era derribada después de largos meses de movimientos huelguísticos, manifestaciones de masas y agitación política a lo largo y ancho de todo el Estado español. Con la proclamación de la II República el proceso revolucionario entraba en una fase trascendental que culminaría en el golpe militar del 18 de julio de 1936 y la insurrección proletaria en el territorio dominado por la República. Durante tres años la clase obrera combatió con las armas en la mano al fascismo al tiempo que intentaba llevar a cabo la transformación socialista de la sociedad. 

"Cualquiera sea la forma con que se encubra una república, por democrática que sea, si es una república burguesa, si conserva la propiedad privada de la tierra, de las fábricas, si el capital privado mantiene a toda la sociedad en la esclavitud asalariada, entonces ese Estado es una máquina para que unos repriman a otros. Debemos rechazar todos los viejos prejuicios acerca de que el Estado significa la igualdad universal pues esto es un fraude; mientras exista explotación no podrá existir igualdad. El terrateniente no puede ser igual al obrero, ni el hombre hambriento igual al saciado".

V. I. Lenin, Conferencia pronunciada en la Universidad Sverdlov,  11 de julio de 1919

El 14 de abril de 1931, hace setenta y cinco años, la odiada monarquía de Alfonso XIII era derribada después de largos meses de movimientos huelguísticos, manifestaciones de masas y agitación política a lo largo y ancho de todo el Estado español. Con la proclamación de la II República el proceso revolucionario entraba en una fase trascendental que culminaría en el golpe militar del 18 de julio de 1936 y la insurrección proletaria en el territorio dominado por la República. Durante tres años la clase obrera combatió con las armas en la mano al fascismo al tiempo que intentaba llevar a cabo la transformación socialista de la sociedad.

Setenta y cinco años después de aquellos extraordinarios acontecimientos una nueva generación de jóvenes se siente enormemente atraída por los símbolos y la significación de aquellos años. No podía ser de otra manera. Detrás del derrocamiento de la monarquía el 14 de abril, de la comuna asturiana de octubre de 1934, de la resistencia armada de la clase obrera de Barcelona y Madrid el 19 de julio de 1936, detrás de las milicias obreras y de las colectividades...se puede sentir el latir revolucionario del proletariado español y de su gesta, sólo comparable a la de los trabajadores, soldados y campesinos rusos en octubre de 1917. Setenta y cinco años después de unos hechos que fueron sistemáticamente ocultados por la propaganda de la dictadura franquista y, distorsionados posteriormente por la historiografía reformista y estalinista, se hace más necesario aún analizarlos desde una óptica de clase, es decir, desde el punto de vista de los intereses de los trabajadores y los oprimidos.

I. La proclamación de la II República y las tareas de la revolución democrático-burguesa

A finales el 1930, la monarquía de Alfonso XIII estaba corroída por la crisis económica, la contestación social de amplias capas de la pequeña burguesía, los estudiantes y el movimiento obrero, y la desafección de antiguos prohombres que abandonaban como ratas el barco carcomido del régimen. Individuos como Miguel Maura o el ex ministro monárquico Niceto Alcalá Zamora juraron su adhesión a la República respaldando una salida “democrática” para evitar una explosión revolucionaria. En aquellos momentos de crisis general y siguiendo una tradición muy arraigada, la política colaboracionista y vacilante de los principales líderes del PSOE y la UGT permitió a los representantes de la pequeña burguesía republicana hacerse con el protagonismo del momento y asumir la iniciativa.

Carente de base social e incapaz de contener la radicalización de las capas medias y el movimiento obrero, los jefes monárquicos intentaron ganar tiempo convocando para el 12 de abril de 1931 elecciones municipales, con la esperanza de contener el movimiento de la oposición y lograr el apoyo de los sectores republicanos al establecimiento de una monarquía constitucional. Pero ya era tarde. A pesar del fraude electoral y la intervención de los caciques monárquicos en las zonas rurales, el triunfo de las candidaturas republicano-socialistas fue masivo en las grandes ciudades. El júbilo de las masas se desató en las principales capitales y ciudades del país, donde la República fue proclamada en los ayuntamientos.

La burguesía en su conjunto no se opuso a la proclamación de la República, ni utilizó al ejército para impedirlo. Consideró la República un mal menor mientras trataba de ganar tiempo para poder reestablecer una correlación de fuerzas más favorable para sus intereses. El 14 de abril, “España se encontraba” según Manuel Tuñón de Lara, “en el umbral de un régimen de democracia liberal, mantenedor del orden social basado en la propiedad privada de los medios de producción y circulación, es decir, lo que suele llamarse un régimen de democracia burguesa”.

Todos los dirigentes socialistas coincidían en que la proclamación de la II República permitiría llevar a cabo las transformaciones democráticas que en Inglaterra o Francia se habían realizado a través de las revoluciones burguesas del siglo XVII y XVIII: la reforma agraria con la destrucción de la propiedad feudal, y la creación de una clase de pequeños propietarios agrícolas; la separación de la Iglesia y el Estado, estableciendo el carácter laico y aconfesional de la República, terminando con el poder económico e ideológico del clero; el desarrollo de un capitalismo avanzado que pudiese competir en el mercado mundial, creando un tejido industrial diversificado y una red de transportes moderna; la resolución de la cuestión nacional, concediendo la autonomía necesaria a Catalunya, Euskadi y Galicia, e integrando al nacionalismo en la tarea de la construcción del Estado; la creación de un cuerpo jurídico que velara por las libertades de reunión, expresión y organización, sin las cuales era imposible dar al régimen su apariencia democrática. En definitiva el programa clásico de la revolución democrático-burguesa.

Bajo este esquema, el proletariado y su dirección tenían que subordinarse ante la burguesía en su lucha por modernizar el país. Asegurando el triunfo de la burguesía democrática se establecerían las condiciones, en un período largo de desarrollo capitalista, para el fortalecimiento de las organizaciones obreras y su poder dentro de las instituciones políticas y económicas del nuevo régimen: parlamento, ayuntamientos, tribunales, cooperativas, empresas... Entonces se podría hablar de luchar por el socialismo. En realidad este planteamiento ideológico se basaba en la tradición reformista de la Segunda Internacional, y fue contestada por el ala marxista representada por Rosa Luxemburgo en Alemania y Lenin y Trotsky en Rusia. Para los marxistas esta forma de presentar la cuestión falseaba tanto las condiciones materiales del desarrollo capitalista, como la propia estructura de clases de la sociedad.

La burguesía española entró tarde en la escena de la historia. Incapaz de poner su sello en el desarrollo de la sociedad, unió desde el principio sus intereses a los de los viejos poderes establecidos. Nunca protagonizó un movimiento como el de la burguesía en Francia o Gran Bretaña. Por el contrario, recurrió constantemente a acuerdos con las viejas clases nobiliarias con las que compartía los beneficios de la propiedad terrateniente. En términos generales, todas las intentonas de la burguesía liberal, en 1812, 1820, 1843, 1854, 1868 y 1873, pusieron de manifiesto su incapacidad para llevar a cabo sus tareas históricas. Por temor a la acción independiente de las masas y por los estrechos lazos que la ligaban a los nobles y terratenientes, acabó una y otra vez echándose en brazos de la reacción.

La consolidación del régimen burgués no significó ningún cambio fundamental para el campesinado. El despojo a los campesinos fue un proceso ininterrumpido a lo largo del siglo XIX. El problema de la tierra no hizo más que agigantarse, hasta convertirse en uno de los factores decisivos de la agitación social y la piedra de toque que frustró la confianza que millones de campesinos habían depositado en la II República. Por otra parte, el carácter rentista de la burguesía española se fortaleció con los altos intereses que la hacienda pública pagaba por los títulos de deuda, tendencia que se acentuó tras la pérdida del imperio de ultramar.

La clase dominante española optó por conservar las bases de un capitalismo agrario, extensivo y expropiador de la masa campesina. La existencia de una mano de obra jornalera abundante que podía asegurar a los propietarios buenos beneficios gracias a salarios miserables, condenó a la agricultura a técnicas de explotación muy atrasadas. A la situación insostenible de la masa jornalera, se unía el pequeño propietario encadenado a préstamos usureros.

En cuanto a los grandes industriales, muy vinculados a la propiedad territorial y conocedores de las limitaciones del mercado, prefirieron sustituir las inversiones en capital fijo, imprescindibles para desarrollar una estructura industrial fuerte, por una red de pequeños establecimientos industriales. La historia del desarrollo industrial de la siderurgia, la construcción naval, la industria de la herramienta...sólo se puede considerar con propiedad durante las dos primeras décadas del siglo XX.

Esta configuración del capitalismo nacional dejó campo libre a la penetración de los capitales extranjeros, fundamentalmente ingleses y franceses, que monopolizaron sectores enteros, como la minería del cobre, plomo, hierro... Así el capitalismo español presentaba una estructura de desarrollo desigual y combinado: formas de propiedad y explotación propias del pasado feudal que eran dominantes en numerosas regiones agrarias, convivían la mismo tiempo con la producción industrial capitalista a gran escala en Cataluña, Euskadi, Asturias y otras zonas, alimentando una gran concentración de proletariado y el desarrollo de grandes centros urbanos.

En los asuntos que afectaban fundamentalmente a sus intereses de clase, la burguesía española, al igual que la rusa, formaba un bloque con el antiguo régimen monárquico. Por tanto, la consideración de los marxistas en este punto no deja lugar a dudas: la burguesía nacional tenía un carácter profundamente contrarrevolucionario y nunca sería capaz de liderar consecuentemente la lucha por las demandas democráticas, postura que fue reivindicada por la revolución rusa de 1905 y posteriormente en octubre de 1917. Para el marxismo revolucionario, sólo la clase obrera, aliada con el campesinado pobre, podría llevar a cabo la liquidación de los vestigios del viejo régimen feudal. La conquista de la democracia, la reforma agraria —el talón de Aquiles de la sociedad rusa de 1917 o la española de 1931—, la liquidación del problema nacional y la mejora de las condiciones de vida de las masas, eran incompatibles con la existencia del capitalismo. Las solución de las tareas democráticas implicaban la expropiación de la burguesía nacional y de sus aliados, los terratenientes y el capital imperialista; de esta manera las reivindicaciones democráticas se ligaban inevitablemente a la revolución socialista dirigida por el proletariado, aliado de la masa de campesinos pobres y jornaleros.

II. La estructura de clases después del 14 de abril

El atraso del capitalismo español se manifestaba en la posición predominante de la agricultura en la economía nacional: aportaba el 50% de la renta y constituía dos tercios de las exportaciones. Aproximadamente el 70% de la población se concentraba en el medio rural, la mayoría en condiciones penosas, afectadas por hambrunas periódicas entre cosecha y cosecha. Dos tercios de la tierra estaban en manos de grandes y medianos propietarios. En la mitad sur el 75% de la población tenía el 4,7% de la tierra mientras el 2% poseía el 70%. Las grandes fincas de más de 100 hectáreas, ocupaban casi 10 millones de hectáreas. En el mejor de los casos más de 2 millones de jornaleros de Andalucía, Extremadura y Castilla-La Mancha estaban en paro de 90 a 150 días al año, malviviendo en condiciones de extrema explotación.

La clase trabajadora, aunque apenas superaba los tres millones en todo el país, había dado muestras sobradas de sus tradiciones revolucionarias y de la potencia de sus organizaciones.

La burguesía no tenía intereses contrapuestos a los del terrateniente, por el hecho de que el burgués y el terrateniente en la mayoría de las ocasiones eran el mismo individuo. El capital industrial y financiero estaba muy concentrado. Las grandes familias, no más de 100, poseían la parte fundamental de la propiedad agraria, industrial y bancaria. Por otra parte el capital extranjero había penetrado extensamente en la economía española y dominaba sectores productivos y de las comunicaciones de carácter estratégico para el desarrollo del país.

La clase dominante contaba con firmes aliados en el clero y el ejército. En 1931, según datos obtenidos de una encuesta elaborada por el gobierno, integraban el clero 35.000 sacerdotes, 36.569 frailes y 8.396 monjas que habitaban en 2.919 conventos y 763 monasterios. En total, el número de personas que se englobaba en la calificación profesional de “culto y clero” dentro del censo general de población de 1930 era de 136.181. El mantenimiento de este auténtico ejército de sotanas consumía una parte muy importante de la plusvalía extraída a la clase obrera y a los jornaleros. La Iglesia era un auténtico poder económico, y actuaba como tal en el mantenimiento del orden social. Según datos del Ministerio de Justicia de 1931, la Iglesia poseía 11.921 fincas rurales (era la primera terrateniente del país), 7.828 urbanas y 4.192 censos. Para millones de hombres y mujeres, la Iglesia representaba el poder que los condenaba a una existencia miserable.

En cuanto al Ejército, estaba formado por 198 generales, 16.926 jefes y oficiales, y 105.000 soldados de tropa. Los oficiales, seleccionados cuidadosamente de los medios burgueses y monárquicos jugaban un papel protagonista en los acontecimientos políticos desde el siglo XIX

III. Las ‘reformas’ del gobierno de conjunción republicano-socialista

Uno de los mitos más recurrentes en la historiografía burguesa es la consideración del “esfuerzo reformador” de la II República. En verdad, cuando el gobierno de conjunción republicano –socialista salido de las elecciones de junio de 1931 intentó poner en práctica sus promesas electorales, pronto se dio de bruces contra la realidad del capitalismo español. Veamos algunos ejemplos.

a) La depuración del ejército de elementos reaccionarios, monárquicos y desafectos al nuevo régimen republicano quedó en agua de borrajas. El gobierno de conjunción favoreció el retiro de los mandos que no querían asegurar fidelidad a la República, garantizando su paga de por vida. En cualquier caso, la mayoría de los militares de carrera, vinculados a la dictadura de Primo de Rivera y a la monarquía, y con un historial reaccionario acreditado, permanecieron en sus puestos.

b) En lo referido al poder económico de la Iglesia, la extinción del presupuesto oficial para financiar las actividades de culto y los límites a su monopolio de la educación, aspectos todos afectados en la redacción de la nueva constitución republicana, fueron una prueba de fuego para el gobierno. Haciendo honor a su extracción de clase, Alcalá Zamora, presidente del gobierno y Miguel Maura presentaron la dimisión en señal de protesta ante lo que consideraban ataques injustificados contra la Iglesia Católica. Este boicot descarado hacia cualquier reforma progresista de la estructura política del país por parte de los elementos burgueses subidos al carro del republicanismo, no impidió a los líderes socialistas apoyar en diciembre de 1931 al mismo Niceto Alcalá Zamora como presidente de la República. Todas las tímidas medidas adoptadas contra el poder de la Iglesia quedaron reducidas a la nada posteriormente. Los gobiernos republicanos del “bienio negro” se encargaron de reestablecer toda la influencia eclesial en lo que hubiera sido afectada por los decretos del gobierno republicano-socialista.

c) Respecto a la reforma agraria cualquier medida seria para socavar el poder de los terratenientes era una afrenta para el conjunto de la burguesía. La Ley finalmente aprobada en 1932, establecía un Instituto de Reforma Agraria encargado de realizar el censo de tierras sujetas a expropiación mediante el pago de indemnización; este sistema tenía por base la “declaración” hecha por sus propietarios. Los créditos para la Reforma Agraria procederían del Banco Agrario Nacional con un capital inicial de 50 millones de pesetas, pero cuya administración dependía no de los jornaleros ni sus organizaciones, sino de representantes del Banco de España, el Banco Hipotecario, del Cuerpo Superior Bancario, del Banco Exterior de España, es decir del gran capital financiero ligado a los terratenientes. El proyecto, además, obviaba el problema de los minifundios, que obligaban a una vida miserable a más de un millón y medio de familias campesinas en Castilla la Vieja, Galicia, y otras zonas. Tampoco abordaba el problema de los arrendamientos que esclavizaba a los pequeños campesinos a las tierras del amo.

El fracaso más palpable de este aborto de reforma agraria es que en fecha del 31 de diciembre de 1933, el Instituto de Reforma Agraria había distribuido 110.956 hectáreas. Si comparamos este dato con las 11.168 fincas de más de 250 hectáreas, que ocupaban una extensión de más de 6.892.000 hectáreas, se puede afirmar que los terratenientes seguían controlando el campo a su antojo. Cien nobles disponían de un total de 577.146 hectáreas, y esas propiedades, dos años después, continuaban intactas.

d) Los derechos democráticos. Las promesas de poner fin a todo el entramado de leyes reaccionarias heredadas del régimen monárquico, y garantizar la libertad de expresión, de reunión y de huelga habían sido fundamentales para ganar el apoyo de las masas del campo y la ciudad a la causa republicana. Pronto se vio, no obstante, que el gobierno republicano-socialista no estaba dispuesto a llevar adelante, en lo referido a las libertades públicas, ninguna política audaz.

El derecho a huelga se siguió rigiendo por la ley de 1909 y tan sólo se modificó parcialmente con el decreto del 27 de noviembre de 1931. Aún así, este decreto limitaba seriamente el derecho a la huelga al establecer que los Jurados Mixtos, que sustituían a los comités paritarios creados por la Dictadura, fueran encargados de intentar la conciliación antes de que se declarase una huelga.

Ante el incremento del número de huelgas y ocupaciones de fincas, el gobierno aprobó el 21 de octubre de 1931, la Ley de defensa de la República que incluía la prohibición de difundir noticias que perturbaran el orden público y la buena reputación, denigrar las instituciones públicas, rehusar “irracionalmente” a trabajar y promover huelgas que no hubieran seguido el procedimiento del arbitraje. En la práctica se convirtió en un arma de choque contra las huelgas políticas. Bajo el paraguas de esta ley, los mandos de la Guardia Civil se emplearon a fondo en la represión, especialmente en el campo, y posteriormente fue utilizada ampliamente por los gobiernos republicanos de derechas para reprimir con saña al movimiento revolucionario de octubre de 1934.

La propia Constitución republicana aprobada el 9 de diciembre mostraba rasgos propios de un régimen presidencialista. Dentro de las atribuciones de las que disponía el presidente de la República consagradas por la Constitución, podía, junto con el gobierno, legislar por decreto mientras las Cortes no se hallasen reunidas; tenía capacidad de suspender las sesiones ordinarias en cada legislatura hasta por un mes en el primer periodo, y por quince días en el segundo y disolver las cortes hasta dos veces durante un mismo mandato presidencial. Todas estas medidas actuaban como salvaguardias para la clase dominante en caso de que los trabajadores desbordasen las instituciones “democráticas” del capitalismo.

e) En cuanto a la cuestión nacional y las colonias, el gobierno de conjunción concedió a Catalunya una autonomía muy restringida y para Euskadi se negó a conceder el estatuto de autonomía basándose en el carácter reaccionario del nacionalismo vasco. El gobierno republicano-socialista, que negó el derecho de autodeterminación a las nacionalidades históricas, siguió gobernando las colonias como antes había hecho la monarquía. En Marruecos su posición imperialista les enfrentó al movimiento independentista.

IV. La II República se enfrenta al movimiento de los trabajadores

La incapacidad de los republicanos y socialistas de satisfacer las demandas de tierra, empleo y buenos salarios, incompatibles con el mantenimiento de las estructuras capitalistas de propiedad, se tradujeron en un constante y violento enfrentamiento con el proletariado urbano y el movimiento jornalero.

La represión tuvo escenarios sangrientos: Castillblanco, Arnedo, Castellar de Santiago, Casas Viejas, Espera, Yeste... en todos ellos los guardias de asalto y la guardia civil fueron utilizados por orden gubernamental para defender la propiedad terrateniente acabando con la vida de decenas de campesinos. Por otra parte, las huelgas obreras en los dos primeros años de régimen republicano fueron acompañadas de una profunda desilusión política de las masas. Las esperanzas depositadas en la República, la confianza en que los ministros socialistas realizaran reformas progresivas, que las medidas del gobierno abrirían nuevos horizontes para la vida de millones de personas, se convirtieron en frustración, rabia e impotencia. Las huelgas generales se extendieron: Pasajes, huelga minera en Asturias, en Málaga, Granada, en Telefónica. Cualquier tímida mejora para los trabajadores, fuera de reducción de la jornada, o de incremento salarial eran contestadas por la cerrazón de la patronal y la represión gubernamental.

Cuando el presidente de la República disolvió las Cortes y fueron convocadas nuevas elecciones para noviembre de 1933, la reacción de derechas había reconquistado una parte importante del terreno perdido el 14 de abril de 1931, especialmente entre las capas medias urbanas y sectores atrasados del campesinado. En este contexto, la reacción agazapada ante los primeros empujes de las masas empezó a levantar cabeza, como demostró el intento de golpe de Estado de Sanjurjo. Entre la burguesía española empezaba a tomar fuerza una salida política similar a la que se estaba desarrollando en Alemania.

Con una diferencia de varias decenas de miles de votos a su favor, los radicales de derechas de Lerroux junto a la CEDA de Gil Robles se hicieron con la mayoría en el Parlamento. A partir de ese momento la burguesía realizó una amplia labor contrarrevolucionaria endureciendo la legislación laboral, aumentando la represión contra el movimiento huelguístico y fortaleciendo sustancialmente el poder de los terratenientes. En definitiva se adoptaron todo tipo de medidas para utilizar el marco parlamentario con el fin de imponer un giro autoritario, siguiendo los pasos del triunfo de Hitler en 1933 y de Dolffuss en 1934. Pero la tensión de los acontecimientos obraba también en otra dirección: acelerando la radicalización de las masas y el giro a la izquierda de las organizaciones socialistas.

La formación de las Alianzas Obreras, un embrión de frente único proletario, constituyó un ejemplo inédito en la Europa de los años treinta. La amenaza de la entrada de dirigentes cedistas al gobierno de Lerroux desató la insurrección de octubre de 1934. Sin el levantamiento revolucionario del proletariado asturiano, muy probablemente se hubiera culminado con éxito la imposición de un Estado de corte fascista utilizando la maquinaria devaluada del parlamentarismo burgués.

La represión contra la Comuna asturiana a manos de los futuros jefes militares del golpe del 18 de julio fue terrible. Cerca de dos mil muertos en los combates, cientos de fusilados, miles de detenidos y torturados, a los que sumar decenas de miles de trabajadores represaliados y despedidos de sus trabajos. Las organizaciones obreras tuvieron que pasar a la clandestinidad, mientras que la burguesía acabó por sacar las lecciones últimas de los acontecimientos. Octubre del 34 demostró que no era posible acabar con el movimiento de las masas a través de la represión “legal” que las leyes republicanas permitían. Se necesitaba aplastar a las organizaciones y su capacidad de resistencia. Era necesario imponer el terror blanco hasta sus últimas consecuencias.

V. Revolución y contrarrevolución

Tras el fracaso de la derecha para estabilizar su gobierno, las cortes fueron disueltas y se convocaron elecciones para el 16 de febrero de 1936. Los dirigentes reformistas del PSOE y de la UGT, especialmente Indalecio Prieto y Julián Besteiro, conectaron inmediatamente con las propuestas del PCE para conformar un Frente Popular (de cara a las elecciones de febrero. Las nuevas directrices políticas de la Internacional y de Stalin, eran claras: supeditar cualquier acción independiente del proletariado a la defensa de la legalidad republicana, o lo que es lo mismo, a la defensa de la democracia burguesa, tal como Dimitrov había concretado en el VI Congreso de la Internacional Comunista estalinizada. Pero una cosa eran los esquemas políticos de los estalinistas y otra muy diferente la realidad tozuda de la lucha de clases. Como habían demostrado los ejemplos de Alemania y Austria, el fascismo que veía llegar su turno precisamente por que las formas de la “democracia parlamentaria” no eran suficientes para garantizar los ingresos y privilegios de la clase capitalista, solo podía ser derrotado con el programa de la revolución social.

El programa del Frente Popular, aunque recogía reivindicaciones democráticas fundamentales como la amnistía y la readmisión de los despedidos tras la insurrección del 34, ataba de pies y manos a la clase obrera. Los partidos republicanos rechazaron expresamente cualquier mención a la nacionalización de la tierra y su entrega gratuita a los campesinos y, por supuesto, a la nacionalización de la banca y el control obrero en la industria. También se negaron a establecer el subsidio de paro solicitado por los partidos de izquierda.

Todavía hoy se justifica la política del Frente Popular en la necesidad de evitar que las capas medias giraran hacia la reacción. Semejante argumento no alcanzaba a comprender la auténtica naturaleza de la lucha de clases en esos momentos. No había terreno para salidas intermedias. O la clase obrera se hacía con el poder político, expropiando el conjunto de la propiedad capitalista, o el capital movilizaría sus reservas sociales y militares para aplastar durante décadas a los trabajadores y sus organizaciones. En su artículo A dónde va Francia, escrito en octubre de 1934, Trotsky analiza este fenómeno en detalle: “...Los pequeños burgueses desesperados ven ante todo en el fascismo, una fuerza combativa contra el gran capital, y creen que, a diferencia de los partidos obreros que trabajan solamente con la lengua, el fascismo utilizará los puños para imponer más “justicia”. (...)Es falso, tres veces falso, afirmar que en la actualidad la pequeña burguesía no se dirige a los partidos obreros porque teme a las “medidas extremas”. Por el contrario: la capa inferior de la pequeña burguesía, sus grandes masas no ven en los partidos obreros más que máquinas parlamentarias, no creen en su fuerza, no los creen capaces de luchar, no creen que esta vez estén dispuestos a llegar hasta el final… Para atraer a su lado a la pequeña burguesía, el proletariado debe ganar su confianza… necesita tener un programa de acción claro y estar dispuesto a luchar por el poder por todos los medios posibles…” (León Trotsky, A dónde va Francia, Juan Pablo Editores, México 1976, págs. 22-23).

A pesar de todos los obstáculos, el Frente Popular fue apoyado entusiastamente por los trabajadores en cada rincón del país, no tanto por el contenido de su programa, como porque con su victoria podrían lograr con rapidez sus aspiraciones más inmediatas. Sin embargo, no todos los componentes del Frente Popular veían el futuro de la misma manera:“Con toda mi alma”, hablaba confidencialmente Manuel Azaña el 14 de febrero a Ossorio y Gallardo, “quisiera una votación lucidísima, pero de ninguna manera ganar las elecciones. De todas las soluciones que se pueden esperar, la del triunfo es la que más me aterra”. El triunfo de las listas del Frente Popular fue tan arrollador que muchos líderes reaccionarios como Lerroux o Romanones perdieron su acta de diputado; pero mirados más de cerca los resultados, sorprende que de los 257 diputados del Frente Popular 162 tuvieran filiación republicana. Los partidos obreros cedieron a los republicanos un protagonismo en las listas que nunca merecieron.

Aprendiendo de las lecciones del gobierno de conjunción republicano-socialista, las masas no aguardaron a la acción “legislativa” del parlamento para imponer sus puntos de vista: el primer acto de los trabajadores en todos los rincones del país fue liberar a los presos, abriendo las cárceles sin esperar el permiso del gobierno. Entre febrero y julio de 1936, se organizaron más de 113 huelgas generales y 228 huelgas parciales en las ciudades y pueblos de toda España. En las ciudades los comités de acción UGT-CNT ocupaban fábricas y empresas y lograban imponer a los burgueses la readmisión de los despedidos. La situación en el campo se desbordó: “Los campesinos pasaron rápidamente a la acción”, escribe Manuel Tuñón de Lara, “(...) En las provincias de Toledo, Salamanca, Madrid, Sevilla, etc, ocuparon grandes fincas desde los primeros días de marzo y se pusieron a trabajarlas bajo la dirección de sus organizaciones sindicales. Una vez que ocupaban las tierras, lo comunicaban al Ministerio de Agricultura para que legalizase su situación. Este movimiento culminó el 25 de marzo con la ocupación de fincas realizada al mismo tiempo por 80.000 campesinos en las provincias de Bajadoz y Cáceres...”.

La situación prerrevolucionaria maduraba con rapidez, igual que la decisión de las masas de llegar hasta el final. Si el PSOE o el PCE hubieran tenido una política marxista, auténticamente socialista basada en un programa revolucionario que plantease abiertamente la toma del poder; si los dirigentes obreros hubiesen defendido la nacionalización de las fábricas y la banca bajo control democrático de los trabajadores; la expropiación de los terratenientes y la entrega de la tierra a los campesinos a través de cooperativas colectivas para su explotación; la formación de consejos de obreros y campesinos para ejercer el control y la democracia política; el derecho de autodeterminación para las nacionalidades históricas y la independencia para las colonias (especialmente Marruecos)... en definitiva, si hubieran defendido un programa como el de Lenin y los bolcheviques en 1917, habrían encontrado el respaldo unánime de la clase obrera y de los jornaleros, de la mayoría aplastante de la población, conjurando la amenaza del fascismo.

VI. Hacia la guerra civil. El comportamiento de los líderes republicanos

Azaña fue elegido presidente de la República y una mayoría de miembros de los partidos republicanos coaligados en el frente popular coparon las carteras ministeriales. El objetivo de estos políticos “progresistas” fue restablecer el “equilibrio” capitalista en medio de una situación extrema de polarización social y política. Rearmando a los guardias de asalto y dando instrucciones concretas a la guardia civil, el gobierno Azaña intentó impedir a toda costa la revolución: no dudó en reprimir el movimiento de las masas y logró que las cárceles, vacías de presos políticos tras las primeras jornadas de febrero, fueran llenándose con militantes sindicalistas y anarquistas.

Mientras, la burguesía ya había decidido la partitura que interpretaría. Pocos días después de la formación del gobierno de Azaña y con Franco ya destinado a la división militar de Canarias, se celebró una reunión a la que asistieron los generales Franco, Mola, Orgaz, Varela, González Carrasco, Rodríguez del Barrio y el teniente coronel Valentín Galarza para acordar los planes del alzamiento. Todo este movimiento de sables que contaba con el respaldo de la burguesía, no permanecía secreto dentro de las paredes de las casas de oficiales y cuartos de bandera. Eran constantes los rumores y las informaciones que revelaban la existencia de estos planes. ¿Qué hizo la República, presidida por el “progresista” Azaña para conjurar esta amenaza? Nada absolutamente nada.

Julio Busquets, reconocido dirigente de la Unión Militar Democrática en los años de la transición, explica el comportamiento del gobierno republicano en aquellos momentos decisivos: “Cuando el golpe de Estado era inminente y la UMRA (Unión Militar Republicana Antifascista) había hecho acopio de toda la información al respecto, se entrevistaron con Casares Quiroga, jefe del gobierno, para exponerle la gravedad de la situación y exigirle, una respuesta inmediata. La reunión tuvo el lugar el 16 de julio y se le pidió que aplicara las siguientes medidas:

“1) Pasar a disponibles forzosos a diferentes militares entre los cuales se encontraban los generales Franco, Goded, Mola, Fanjul y Varela, los coroneles Aranda y Alonso Vega, el teniente coronel Yagüe, y el comandante García Valiño.

“2) La rápida inspección de todas las guarniciones por parte de delegados gubernativos, que informasen a la tropa de los graves riesgos de insurrección.

“3) Creación de seis unidades especiales con personal y mandos de total confianza, con sede en Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Zaragoza, Bilbao, destinada a abortar cualquier insurrección militar en sus zonas de influencia.

“4) La detención inmediata y depuración de los miembros sospechosos de pertenecer a la UME (Unión Militar Española).

“5) Disolución del ejercito, en último caso, con el fin de abortara el golpe.

“(...) Confundiendo deseos con realidades, Casares Quiroga afirmó que no había peligro de insurrección y se negó a aplicar ninguna de las medidas que le planteó la UMRA. Argumentó que estas pondrían verdaderamente en contra de la República a todo el Ejército y que lo que pretendían los militares de la UMRA era desplazar a los militares citados en el escalafón para ocuparlo ellos. Obviamente, Casares Quiroga temía en ese momento más una insurrección revolucionaria de izquierdas que un golpe de derechas...” (Julio Busquets, Ruido de Sables. Las conspiraciones militares en la España del siglo XX, Crítica, Barcelona, 2003, pág. 67).

Paralelamente, Azaña destinó al general Mola a Pamplona, donde el 14 de marzo se hizo cargo del gobierno militar y del mando de la 12 Brigada de Infantería. ¡Así era como defendían la “legalidad democrática” los republicanos progresistas, ascendiendo, mimando y favoreciendo a los militares golpistas! Los preparativos militares en los cuarteles se combinaban con las acciones terroristas de las bandas fascistas de la Falange, especializadas en asesinar obreros y atacar los locales de los partidos y los sindicalistas de izquierda.

Finalmente, el 17 de julio la Guarnición de Marruecos se levanta en armas y el resto de las guarniciones militares telegrafiadas por Franco preparan todos los operativos. Aunque el gobierno republicano tenía un conocimiento exhaustivo del levantamiento militar, se negó en redondo a tomar ninguna medida para evitar su extensión: durante 48 horas dejaron todo el terreno libre a los golpistas, sin movilizar las fuerzas leales del ejército ni impartir una sola orden.

¿A quién temía más la “burguesía progresista liberal”, fiel aliada del Frente Popular? ¿A los fascistas o a las masas revolucionarias? Los republicanos en el gobierno se negaban a armar al pueblo, mientras consentían el levantamiento. Ellos podían perder su posición de abogados, sus columnas en los periódicos, sus ingresos como diputados, pero nunca aceptarían un régimen social diferente al capitalismo. La pequeña burguesía republicana se había opuesto siempre —así lo hizo constar en el acuerdo del Frente Popular— a cualquier medida socialista; entonces, ¿por qué iba a armar a los trabajadores y desencadenar el peligro de la revolución?

Para completar la traición, Martínez Barrio, republicano de derechas nombrado por Azaña para sustituir a Casares Quiroga al frente del gobierno el mismo 18 de julio, realizó todo tipo de esfuerzos con el beneplácito del presidente de la República al fin de formar un gobierno cívico-militar que diera cabida a los militares golpistas. En una controvertida conversación entre Martínez Barrio y Mola, el jefe de gobierno en funciones trató de conseguir el apoyo del general golpista: “En este momento los socialistas están dispuestos a armar al pueblo. Con ello desaparecería la República y la democracia. Debemos pensar en España. Hay que evitar a toda costa la guerra civil. Estoy dispuesto a ofrecerles a ustedes los militares, las carteras que quieran y en las condiciones que quieran”. Pero el general sublevado respondió con desprecio: “ Si yo acordase con usted una transacción habríamos los dos traicionado a nuestros ideales y a nuestros hombres. Mereceríamos ambos que nos arrastrasen” (Burnett Bolloten, La guerra civil española. Revolución y contrarrevolución, Alianza Editorial, Madrid, 1995, pág. 100).

El golpe militar fascista fracasó por una sola razón: la resistencia armada de los obreros y campesinos anarquistas, socialistas, comunistas, poumistas, que desoyeron los consejos traicioneros del gobierno republicano y pasaron por encima de la política paralizante de sus direcciones.

Lo que siguió fue la lucha heroica del proletariado y los campesinos pobres contra las fuerzas de la contrarrevolución. La derrota de los golpistas en Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao, Gijón..., abrió una nueva etapa: los obreros en armas incautaron la propiedad de los capitalistas; se hicieron con el control de las fabricas, ocuparon la tierra y las colectivizaron; derogaron los gobiernos municipales republicanos y establecieron sus propios comités. Organizaron la limpieza de los viejos órganos del poder burgués, sustituyeron los tribunales de la justicia burguesa por otros integrados por representantes de las organizaciones proletarias; acabaron con la policía republicana que fue reemplazada por las Patrullas de control formadas por milicianos armados que velaban por el mantenimiento del nuevo orden revolucionario. Se organizó el poder militar de la clase obrera sobre al base de las milicias... En definitiva, de las ruinas del democracia burguesa surgió el embrión de un nuevo poder obrero y socialista, empujado por el golpe militar.

En los tres años siguientes de guerra y revolución, el proletariado y los campesinos que habían demostrado un certero instinto revolucionario, no dispusieron de una organización capaz de completar con éxito lo que habían logrado conquistar el 19 de julio. Carecieron de un partido bolchevique como en Rusia durante los acontecimientos de octubre de 1917. Los dirigentes reformistas de la izquierda encabezados por el estalinismo, se esforzaron por todos los medios a su alcance por eliminar las conquistas del poder obrero. Bajo la consigna de la “defensa de la República”, y con las instrucciones de Stalin bajo el brazo, los gobiernos del frente popular reestablecieron el viejo aparato del estado burgués en territorio republicano. Bajo el pretexto de conseguir el apoyo de las potencias “democráticas”, de Francia y Gran Bretaña, una a una se fueron liquidando toda las realizaciones revolucionarias de los primeros meses y, consecuentemente, arruinando las posibilidades de una victoria militar. Al cabo de tres años, la contrarrevolución fascista no sólo suprimió la República, asesinó a cientos de miles de los mejores luchadores de la clase obrera y aniquiló sus organizaciones, estableciendo las bases para una dictadura sangrienta.

¡Por la República socialista!

Hoy en día no faltan quienes desde la izquierda tratan de idealizar la II República presentándola como un “paraíso de libertad y democracia” en el que todas las aspiraciones de las masas oprimidas fueron satisfechas. Esto es muy común especialmente en una serie de dirigentes del PCE que en los años setenta no tenían el menor reparo en proclamar en las reuniones del Comité Central su apoyo a la bandera roja y gualda y su amor hacia la guardia civil y la monarquía. Los líderes reformistas de la izquierda, tanto del PSOE como del PCE, no dudaron en abandonar los principios del socialismo, en la mal llamada transición, comprometiéndose con una vergonzosa ley de punto y final nunca aprobada en el parlamento por la que los crímenes de la dictadura franquista quedaron impunes. La memoria histórica fue de esta manera sepultada vergonzosamente en aras del “consenso” con la misma burguesía que había sostenido cuarenta años de franquismo.

Si realmente queremos aprender de la experiencia republicana y prepararnos para los acontecimientos del futuro es necesario rechazar esta falsificación interesada de la II República. La idealización del régimen burgués republicano puede satisfacer a los herederos políticos de Azaña, Martínez Barrio, Giral o a los que todavía se identifican con el estalinismo, pero no a aquellos que aspiramos a la revolución socialista y que tenemos la obligación de comprender los errores que se cometieron en los años treinta para no volver a repetirlos. Como Lenin solía afirmar a sus compañeros de armas, si no tememos decir con franqueza la verdad, por amarga y dura que sea, aprenderemos sin falta y ciertamente a vencer todas las dificultades.

Las lecciones de la II República deben ser estudiadas con atención por parte de la nueva generación de jóvenes y trabajadores que abrazan las ideas del socialismo. De ellas se desprende una conclusión inequívoca: sólo hay una República por la que merezca la pena luchar ¡la República Socialista de los trabajadores!


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