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Muchas veces me han preguntado, y aun es hoy el día en que hay quien me pregunta: "¿Pero cómo dejó usted que se le fuese de las manos el Poder?" Y generalmente, parece como si detrás de esta pregunta se dibujase la representación simplista de un objeto material que se le resbala a uno de las manos; como si el perder el Poder fuese algo así como perder el reloj o un carnet de notas. Cuando un revolucionario que ha dirigido la conquista del Poder empieza, llegado un cierto momento, a perderlo -sea por vía "pacífica" o violentamente-, ello quiere decir, en realidad, que comienza a iniciarse la decadencia de las ideas y los sentimientos que animaran en una primera fase a los elementos directivos de la revolución, o que desciende de nivel el impulso revolucionario de las masas, o ambas cosas a la vez.

 

Los cuadros dirigentes del partido, salidos de la clandestinidad, estaban dominados por las tendencias revolucionarias que los caudillos del primer período de la revolución supieron formular clara y concretamente, y que acertaron, porque eran capaces de ello, a realizar en la práctica plena y victoriosamente. Esta capacidad fue precisamente la que les elevó a los puestos de dirección del partido, a través del partido de la clase obrera, y a través de ésta de todo el país. Esto es lo que explica que el Poder fuese a concentrarse en manos de determinadas personas. Pero las ideas que habían presidido el primer período revolucionario fueron perdiendo, insensiblemente, la fuerza sobre la conciencia de aquel sector dirigente a cuyo cargo corría directamente el ejercer el Poder sobre el país.

En el propio país fueron desarrollándose fenómenos y procesos a los que en conjunto puede darse el nombre de "reacción". Estos procesos afectaban también, más o menos de lleno, a la clase obrera, incluyendo al sector organizado dentro del partido. Entre los directivos que ocupaban los puestos en la organización empezaron a despuntar aspiraciones especiales, a las que se esforzaban por subordinar en todo lo que podían la obra de la revolución. Entre los caudillos que representaban el rumbo histórico de la clase y que sabían ver más allá de la organización administrativa y el aparato burocrático, pesado, gigantesco, tan heterogéneo de composición, en que el comunista medio resultaba fácilmente absorbido, empezó a formarse una escisión.

Al principio, esta escisión tenía carácter más bien psicológico que político. El pasado estaba todavía demasiado fresco en las conciencias. Las aspiraciones que presidieran el movimiento de Octubre no se habían evaporado todavía del recuerdo. La autoridad personal de los caudillos del primer período era muy grande. Sin embargo, bajo la corteza de las formas tradicionales, iba formándose una nueva psicología. Las perspectivas internacionales palidecían y se esfumabas La labor cotidiana se tragaba a los hombres. Los nuevos métodos, creados para servir a los fines antiguos, engendraban fines nuevos, sobre todo una nueva psicología. Para muchos, la etapa actual, llamada a ser punto de paso, iba cobrando el valor de una estación de término. Se iba formando un nuevo tipo de hombre.

Los revolucionarios están hechos, en fin de cuentas, de la misma madera de los demás hombres. Pero tienen, por fuerza, que poseer alguna cualidad personal relevante que permita a las circunstancias históricas destacarlos sobre el fondo común y articularlos en grupo aparte. El trato constante, la labor teórica, la lucha bajo una bandera común, la disciplina colectiva, el endurecimiento bajo el fuego de los peligros, van formando paulatinamente el tipo revolucionario. Así, puede asegurarse que, hay un tipo psicológico de bolchevique, perfectamente distinto del tipo menchevique. Y un ojo muy experto podría llegar incluso-con un margen pequeño de errores-a distinguir a simple vista y por la facha a un bolchevique de un menchevique.

Pero esto no quiere decir que un bolchevique fuera siempre y en todo bolchevique. Sólo a unos pocos les es dado absorber una ideología hasta llevarla en la sangre, hacerla dominante en su propia conciencia y que su mundo de sentimientos sea coherente con ella. En la masa obrera, el instinto de clase, que en los momentos críticos cobra claridad suprema, se encarga de suplir esta compenetración ideológica. Pero en el partido y en el Estado hay una capa extensa de revolucionarios que, aunque proceden en su mayoría de las masas, ya hace mucho tiempo que se han desglosado de ella y a quienes la posición que ocupan coloca en una cierta actitud antagónica frente a las masas. En ellos el instinto de clase se ha esfumado ya. Pero no tienen tampoco la firmeza teórica ni la amplitud de horizonte necesarios para abarcar en su totalidad un proceso histórico. En su psicología quedan una serie de brechas y puntos vulnerables por los que, al cambiar las circunstancias, pueden penetrar a sus anchas influencias extrañas y hostiles. En la época de la propaganda clandestina, del alzamiento, de la guerra civil, estos elementos eran simples soldados que formaban en las filas del partido. En su conciencia no resonaba más que una cuerda y esta cuerda daba el tono que el diapasón del partido marcaba. Pero, cuando la tensión empezó a ceder y los nómadas de la revolución fueron echando raíces en el nuevo suelo, comenzaron a despertar en ellos y a desarrollarse esas cualidades, simpatías y aficiones pequeñoburguesas del empleadillo satisfecho.

Manifestaciones escapadas sin querer de la boca de Kalinin, de Vorochilov, de Stalin, de Ríkov, le hacían a uno levantar la cabeza, de vez en cuando, con gesto de inquietud. ¿De dónde salía aquello?-se preguntaba uno. ¿Qué grifo destilaba aquellas gotas? Muchas veces, al llegar a una sesión, me encontraba con un grupo de personas que estaban conversando amigablemente y que al entrar yo cortaban bruscamente. Aquellas conversaciones no versaban sobre nada contrario a mí, sobre nada que contradijese a los principios del partido. Pero eran temas en que traspiraban el aquietamiento de una conciencia, la satisfacción y la trivialidad. En aquella gente iba naciendo la necesidad de confiarse mutuamente sus sentimientos, propensión en la que no dejaba de entrar por buena parte esa tendencia de comadrería y murmuración de las mujerucas de la burguesía. Al principio, no se avergonzaban solamente delante de Lenin y de mí; se avergonzaban ante sí mismos. Si, por ejemplo, Stalin se salía con una de sus gracias de mal gusto, Lenin, sin levantar la cabeza, metido por los papeles, echaba una mirada rápida a los que estaban sentados en torno a la mesa, como para convencerse de si todavía quedaban alguno a quien se hiciesen insoportables aquellas cosas. En situaciones semejantes, nos bastaba una mirada fugaz o un cambio de tono en la voz, para cercioramos de que coincidíamos en la apreciación psicológica.

Si yo no tomaba parte en las diversiones que iban haciéndose habituales en la nueva clase gobernante, no era por motivos morales, sino porque no quería exponerme a la tortura del más terrible de los aburrimientos. Aquellas comidas, aquellas visitas asiduas a los ballets, aquellas veladas que se pasaban bebiendo y murmurando de los ausentes, como era de rigor, no tenían para mí el menor atractivo. Los nuevos jefes comprendían que yo no podía adaptarme a su régimen de vida. No hacían tampoco grandes esfuerzos para convertirme. Por eso, las conversaciones se interrumpían al presentarme yo, y los que hacían corro se separaban un poco avergonzados y con un sentimiento recatado de hostilidad contra mí. Dígase, si se quiere, que esto significaba que el Poder empezaba a írseme de las manos…


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