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La naturaleza del Estado y el ejercicio del poder

Cuando al calor de la experiencia de la revolución rusa Lenin escribió El Estado y la revolución, su impacto en las filas del movimiento obrero internacional —tanto de inspiración marxista como anarquista— fue tremendo. Trotsky lo reseñó así: “En ese momento Lenin dirigió todo el fuego de su crítica teórica contra la teoría de la democracia pura. Sus innovaciones fueron las de un restaurador. Limpió la doctrina de Marx y Engels —el Estado como instru­mento de la opresión de clases— de todas las amalga­mas y falsificaciones, devolviéndole su intransigente pureza teórica. Al mito de la democracia pura contrapu­so la realidad de la democracia burguesa, edificada sobre los cimientos de la propiedad privada y trasfor­mada por el desarrollo del proceso en instrumento del imperialismo. Según Lenin, la estructura de clase del estado, determinada por la estructura de clase de la sociedad, excluía la posibilidad de que el proletariado conquistara el poder dentro de los marcos de la demo­cracia y empleando sus métodos. No se puede derrotar a un adversario armado hasta los dientes con los métodos impuestos por el propio adversario si, por añadidu­ra, es también el árbitro supremo de la lucha” (León Trotsky, El congreso de liquidación de la Comintern, 21 de agosto de 1935).


La función primordial del Estado es la defensa de los intereses de la clase dominante en una fase concreta de su desarrollo histórico. El Estado burgués moderno se basa en unas relaciones sociales de producción fundamentadas en la propiedad privada de los medios de producción. Este hecho había sido olvidado por los socialdemócratas que revisaron el programa marxista, hasta el punto de considerar que la transición al socialismo podría realizarse gradualmente utilizando el propio aparato del Estado capitalista, los escaños parlamentarios, los ayuntamientos, las cooperativas. Lenin se encargó de poner las cosas en su sitio: “La sociedad capitalista considerada en sus condiciones de  desarrollo más favorable, nos ofrece una democracia más o menos completa en la república democrática. Pero esta democracia se halla siempre comprimida dentro del estrecho marco de la explotación capitalista y, por esta razón, es siempre, en esencia, por esta razón, una democracia para la minoría, sólo para las clases poseedoras, sólo para los ricos. La libertad de la sociedad capitalista sigue siendo siempre, poco más o menos, lo que era la libertad en las antiguas repúblicas de Grecia: libertad para los esclavistas. En virtud de las condiciones de la explotación capitalista, los esclavos asalariados modernos viven tan agobiados por la penuria y la miseria, que ‘no están para democracias’, ‘no están para política’, y en el curso corriente y pacífico de los acontecimientos, la mayoría de la población queda al margen de toda participación en la vida político-social” (Lenin, El Estado y la revolución, Fundación Federico Engels, Madrid 1997, p. 87).


Lo que diferencia a los marxistas de los anarquistas no es que los primeros queramos conservar el Estado. El Estado es el resultado de la sociedad de clases y no puede desaparecer de un plumazo. Los marxistas estamos por la destrucción revolucionaria del Estado capitalista, pero somos conscientes que debe ser sustituido de manera transitoria por un poder democrático que refleje los intereses de la mayoría explotada. Un régimen de democracia obrera que, apoyándose en el predominio de la propiedad colectiva sobre los medios de producción y de cambio, aumente la productividad del trabajo y reduzca la jornada laboral de manera drástica, para asegurar la gestión y control del conjunto de la población en todas las esferas de la vida económica, política y social. Un avance que dignificará la condición humana hasta límites que hoy nos son desconocidos. 


Contar con la participación, la creatividad y el compromiso de la inmensa mayoría de la clase obrera, es la precondición indispensable para construir el socialismo. El marxismo explica que ninguna forma de Estado desaparece hasta haber agotado las funciones para las que fue creado; por esas mismas razones el Estado obrero está abocado a su propia extinción una vez haya conseguido eliminar todo resto de privilegio. En palabras de Lenin: “Sólo en la sociedad comunista, cuando se haya roto ya definitivamente la resistencia de los capitalistas, cuando hayan desaparecido los capitalistas, cuando no haya clases (es decir, cuando no existan diferencias entre los miembros de la sociedad por su relación hacia los medios sociales de producción), sólo entonces ‘desaparecerá el Estado y podrá hablarse de libertad’. Sólo entonces será posible y se hará realidad una democracia verdaderamente completa, una democracia que no implique, en efecto, ninguna restricción. Y sólo entonces comenzará a extinguirse la democracia por la sencilla razón de que los hombres, liberados de la esclavitud capitalista, de los innumerables horrores, bestialidades, absurdos y vilezas de la explotación capitalista, se habituarán poco a poco a observar las reglas elementales de convivencia, conocidas a lo largo de los siglos y repetidas desde hace miles de años en todos los preceptos, a observarlas sin violencia, sin coacción, sin subordinación, sin ese aparato especial de coacción que se llama Estado” (Ibíd., p. 89).


Hoy en día la podredumbre del Estado burgués se muestra ante nuestros ojos con toda crudeza: en la monarquía, en el gobierno, en el parlamento, en la judicatura, en los cuerpos represivos, en la barbarie de la guerra, en la persecución de los refugiados, en la esclavitud infantil, en el crecimiento de la pobreza y la opresión de todo tipo. Vivimos bajo una dictadura no declarada del capital financiero, un régimen en crisis y decadencia que permite el juego electoral mientras no amenace el poder de esa élite miserable. Y ahora que el discurso de las llamadas “fuerzas emergentes” de la izquierda está dominado por las mismas viejas ideas que Lenin combatió, cuando se aboga por un “cambio político” sin romper con las estructuras del capitalismo, El Estado y la revolución aparece como un soplo de aire fresco, una llamada a la rebelión que conserva toda la fuerza y vigencia.


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