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Ninguno de estos llamamientos y de estos principios fueron respetados cuando estallaron los combates en 1914. La capitulación de la mayoría de los dirigentes socialdemócratas en la hora de la verdad fue un aldabonazo para el movimiento obrero mundial.

El auge económico que se había extendido durante las dos últimas décadas del siglo XIX y la primera del siglo XX, facilitó la degeneración reformista de la Segunda Internacional y su abandono del marxismo. La actividad en el parlamento, en los ayuntamientos, en las comisiones y negociados, absorbía las energías de la dirección y de los cuadros intermedios. El cretinismo parlamentario se convirtió en muchos casos en la tendencia dominante, infundiendo un espíritu de respetabilidad y reconocimiento social al aparato socialdemócrata. Las presiones de la aristocracia obrera, que constituía la base de apoyo de la burocracia reformista, y la constante penetración de ideas de clases ajenas acabaron por convertir a muchos dirigentes de los partidos de la Segunda Internacional, marxistas e internacionalistas en sus orígenes, en lugartenientes obreros de los capitalistas.

La Segunda Internacional se desmoronó como organización revolucionaria. Las declaraciones previas se convirtieron en humo y la lucha de la Internacional contra la guerra, tarea que se había impuesto como objetivo prioritario, fue reemplazada por el ardor patriótico en apoyo a la burguesía nacional respectiva. El internacionalismo proletario dejó paso al socialpatriotismo, la defensa de la “patria” envuelta en una fraseología socialista.

La responsabilidad de la dirección fue inmensa, especialmente en Alemania, dado que el Partido Socialdemócrata (SPD) era el más fuerte y mejor organizado de la Segunda Internacional. El SPD intentó mantener una apariencia de fidelidad a la causa de la Internacional cuando la guerra aparecía como un hecho inminente. A partir del 25 de julio de 1914 se convocaron manifestaciones callejeras de protesta contra los “proyectos criminales de los promotores de la guerra’; en Berlín más de treinta mil personas se movilizaron bajo esa consigna. Pero la actitud del aparato socialdemócrata se hizo transparente el 4 de agosto, día en que los créditos de guerra fueron sometidos a la votación del Reichstag.

A partir de esa fecha, el SPD se convirtió en un leal servidor del Reich, en un Partido de Estado. ¿Quién alzó su voz contra esta traición? Rosa Luxemburgo tiene el honor de haber denunciado esta ignominia con toda la fuerza y claridad de su pensamiento “¿Y qué presenciamos en Alemania cuando llegó la gran prueba histórica? La caída más profunda, el desmoronamiento más gigantesco. En ninguna parte la organización del proletariado se ha puesto tan completamente al servicio del imperialismo, en ninguna parte se soporta con menos oposición el estado de sitio, en ninguna parte está la prensa tan amordazada, la opinión pública tan sofocada y la lucha de clases económica y política de la clase obrera tan abandonada como en Alemania”.[7]

El partido de Bebel y Kautsky, del que Lenin se consideraba seguidor, había colapsado políticamente. El dirigente bolchevique llegó a pensar incluso que el Wörwarts del 5 de agosto de 1914, que anunciaba el apoyo del partido alemán a los créditos de guerra, era una falsificación del Estado Mayor. Poco después y aleccionado por la realidad escribió: “El oportunismo ha sido engendrado durante decenas de años por las particularidades de la época de desarrollo capitalista, donde la existencia relativamente pacífica y desahogada de una capa de obreros privilegiados, los ‘aburguesaba’, les daba las migajas del beneficio del capital, les ahorraba la dureza, los sufrimientos y les apartaba de las tendencias de la masa condenada a la ruina y a la miseria. La guerra imperialista es la prolongación directa y la coronación de este estado de cosas, porque es una guerra por los privilegios de las naciones imperialistas...”

Las organizaciones obreras de Francia, Bélgica, Gran Bretaña, Austria-Hungría, Rusia, Alemania, Italia, etc., fueron arrastradas por sus dirigentes. La lucha por la revolución fue sustituida por el frente único con los capitalistas nacionales, la unión sagrada bajo una misma bandera de los dirigentes obreros y de la burguesía. El llamamiento de Marx y Engels en El manifiesto comunista¡Proletarios de todos los países, uníos!, fue sustituido por el de ¡Proletarios de todos los países, asesinaos en las trincheras en defensa de vuestra burguesía!

En medio de esta traición, sólo un pequeño núcleo de socialdemócratas permaneció fiel a los principios del internacionalismo y luchó contra el socialpatriotismo. Los marxistas rusos, encabezados por Lenin, fueron los más consecuentes en su oposición revolucionaria a la guerra. Estuvieron acompañados por una minoría de internacionalistas: los marxistas irlandeses con James Connolly; Trotsky, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht; el holandés Pannekoek, el rumano Christian Rakovski, los socialistas serbios, encabezados por Lapschewitsch y Kazlerowitsch, que en el parlamento se opusieron valientemente a los créditos de guerra, las minoría de los partidos socialistas búlgaro e italiano… en total, un pequeño puñado de revolucionarios intransigentes aislados en un continente en guerra.[8]

Lecciones de la guerra

Lenin no albergaba dudas de los efectos políticos que la guerra provocaría en el continente, y animaba a todos los internacionalistas a prepararse para la futura oleada revolucionaria: “Sería totalmente erróneo olvidar que toda guerra no es más que la continuación de la política por otros medios. La actual guerra imperialista es la continuación de la política imperialista de dos grupos de grandes potencias, y esa política es originada y nutrida por el conjunto de las relaciones de la época imperialista. Pero esta misma época ha de originar y nutrir también, inevitablemente, la política de lucha contra la opresión nacional y de lucha del proletariado contra la burguesía, y por ello mismo, la posibilidad y la inevitabilidad, en primer lugar, de las insurrecciones y guerras nacionales revolucionarias; en segundo lugar, de las guerras e insurrecciones del proletariado contra la burguesía; en tercer lugar, de la fusión de los dos tipos de guerras revolucionarias”.[9] El pronóstico de Lenin no tardaría en cumplirse.

La guerra imperialista destruyó lo que había creado el trabajo de generaciones, pero sus efectos políticos fueron aún más devastadores para el orden capitalista. Una gran conmoción recorrió la sociedad de arriba abajo, poniendo en cuestión todas las viejas creencias, todos los prejuicios introducidos por la clase dominante, y encendiendo la llama de la revolución socialista por el continente. En toda Europa estalló un clamor contra la guerra, y la clase obrera ocupó el centro de ese movimiento desafiante. De 1916 a 1917, la cifra de huelguistas pasó en Gran Bretaña de 276.000 a 872.000; en Francia, de 41.000 a 294.000; en Italia, de 136.000 a 170.000; en Alemania, de 129.000 a 667.000.[10] Estas cifras reflejan los movimientos de oposición obrera cuando todavía los frentes estaban activos. A ellas habría que sumar los miles de desertores en todos los ejércitos, los motines en numerosos regimientos de los ejércitos francés, italiano y ruso que se negaban a combatir y las manifestaciones de masas exigiendo el fin de la guerra y las privaciones.

Después de años de lucha encarnizada, de destrucción general, la propaganda de la burguesía se desmoronó como un castillo de naipes y las ideas revolucionarias se apoderaron de la conciencia de millones de hombres y mujeres. A pesar del predominio de la reacción durante largos años, el topo de la historia había realizado su callada labor.

Un siglo después de la Primera Guerra Mundial, la perspectiva de un nuevo conflicto de esta naturaleza está descartada, porque la correlación de fuerzas ha cambiado profundamente. Alemania no necesita invadir Bélgica o los Balcanes, ya domina a estos países económicamente, imponiendo sus reglas al resto del continente. China ha emergido como una potencia mundial, y aunque las contradicciones militares y económicas con EEUU en la disputa por la supremacía se están recrudeciendo, una conflagración como la que se vivió en la Primera y la Segunda Guerra significaría una amenaza real de destrucción para amplios sectores de la clase dominante. Por otra parte, la clase obrera no ha sufrido una derrota decisiva en los países avanzados, y mantiene un recuerdo muy vivo de lo que significó la guerra. Las grandes demostraciones de masas contra las intervenciones imperialistas recientes, demuestran las dificultades que la burguesía tendría para arrastrar a los trabajadores y la juventud a la ciénaga del chovinismo.

¿De que manera se expresan, por tanto, las contradicciones actuales, derivadas del colapso de la economía capitalista y que en otro momento de la historia hubieran conducido a una guerra mundial? Por un lado, con un incremento de guerras regionales y locales que enfrentan a las potencias imperialistas: en África, en Oriente Medio, en Asia, provocando un horror sin fin para la población indefensa. Por otro, con una guerra social devastadora contra las conquistas de la clase obrera, los derechos sociales y las libertades democráticas, que está alimentando una nueva oleada de revoluciones y lucha de clases como no se conocía en los últimos hace cuarenta años. Esta es la perspectiva, irónica, que nos plantea la historia de nuevo. Como señaló la gran revolucionaria Rosa Luxemburgo, asesinada el 15 de enero de 1919 a manos de la turba armada de los Freikorps por orden del gobierno socialdemócrata: no hay disyuntiva posible ¡Socialismo o barbarie!

[7] Rosa Luxemburgo, La crisis de la socialdemocracia, FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS, Madrid 2006 p. 11.

[8] Este pequeño núcleo de internacionalistas intentó agrupar sus fuerzas en dos conferencias celebradas en las ciudades suizas de Zimmerwald y Kienthal. La primera se celebró del 5 al 8 de septiembre de 1915, y en ella Lenin formó la llamada izquierda de Zimmerwald. Trotsky fue el redactor del manifiesto aprobado en la reunión. La segunda se celebró del 24 al 30 de abril de 1916. Ambas conferencias contribuyeron a agrupar a los elementos internacionalistas de los partidos de la Segunda Internacional y establecieron un terreno de colaboración que cristalizaría definitivamente en 1919 con la creación de la Internacional Comunista.

[9] V. I. Lenin, El programa militar de la revolución proletaria, en MARXISMO HOY nº 14, p. 60. FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS.

[10] Gabriel Cardona, “Los horrores de la guerra”, en Siglo XX Historia Universal, t. 5, p. 80.


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