En los últimos meses, con la crisis de la Covid-19 y los confinamientos domiciliarios, han sido muchas las mujeres jóvenes y trabajadoras que han sufrido en carne propia la lacra de la violencia machista de una forma aún más cruel: nuestras casas se han convertido en cárceles en las que nos hemos visto obligadas a convivir a tiempo completo con nuestros agresores, siendo expuestas a las tensiones que provoca una crisis de esta magnitud y teniendo que permanecer en silencio ante el maltrato y las agresiones por miedo a ser asesinadas.